Pereira, Colombia - Edición: 12.463-43  Fecha: 07- 18-2018                                                                                                                                                               

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'PAPÁ FIDEL', VIDA Y LEYENDA

DEL PRIMER CAPO COLOMBIANO

 

La folletinesca historia de Fidel Baquero, el mayor contrabandista de licor artesanal de Bogotá, entre las décadas del

 veinte y del cuarenta. Siempre perseguido por la autoridad y amado por el pueblo.

 

Natalia Herrera Durán

 

El miércoles 11 de septiembre de 1946 todos los periódicos registraron su muerte. Un avión de Avianca llevó sus restos de Villavicencio a Bogotá, en donde los esperó una inmensa comitiva que lo veló y acompañó hasta su última morada: la bóveda 731 del Cementerio Central.

El ataúd gris, que según los cronistas valió 150 pesos, el más costoso de la época, fue seguido hasta el cementerio por un mar agitado vestido de ruana. Más de 120 vehículos cerraron el desfile. Durante una hora el tránsito estuvo paralizado.

Al pie de su tumba hablaron los amigos, los políticos, los hijos, una decena de amantes que besaron el sepulcro. La bóveda de Papá Fidel, el mayor contrabandista de licor artesanal que ha existido, quedó frente a los cerros de Monserrate y Guadalupe, donde siempre destiló su aguardiente.

La leyenda de un capo

Fidel, nacido en Villavicencio en 1891 y bautizado en Cáqueza, hijo de Tránsito Baquero y de un padre que jamás lo reconoció, vivió pobremente con su madre en una habitación del barrio Egipto, en el oriente de Bogotá, y trabajó en un comienzo como agente del Resguardo, velando, con revólver al cinto, que no se comercializara licor ni cigarrillos a espaldas de las autoridades. Tenía 20 años y ninguna razón para imaginar que se convertiría en rey del contrabando y jefe supremo de los ‘cafuches’. Amado por las personas más humildes, temido por sus enemigos y perseguido por los gendarmes.

“Lo importante para el negocio del contrabando es introducir a la ciudad, sobre las propias narices de los agentes del Resguardo, las cantidades de aguardiente que se colocan en los expendios clandestinos que quedan en los cerros orientales. En esto se hizo el señor Baquero, prontamente, un experto”, escribió Carlos Ramírez Argüelles, el periodista del semanario Clarín, que relató detalladamente las memorias del mayor contrabandista de esos tiempos, días después de su muerte.

En 1926, la administración del Resguardo tuvo noticia de que el exguarda de rentas se dedicaba ahora a defraudar al fisco departamental. Dos años después, Fidel Baquero ya era un contrabandista conocido por los agentes y exaltado como una mina por los cronistas judiciales. Así fue que pronto Fidel alimentó las páginas judiciales con un sinfín de historias, al mejor estilo de las novelas por entregas.

Entre esas la que quedó registrada el 21 de enero de 1928. En la madrugada del viernes, a oídos del Resguardo llegó la noticia de que Fidel estaba cerca del Santuario de la Peña. A las tres y media de la mañana, los agentes, con ayuda de un perro sabueso, dieron con su paradero. “Haga alto y dese preso”, dijo uno de los guardas a Fidel, quien no atendió al llamado. Las notas judiciales que contaron el suceso dicen que saltó a un despeñadero, en la más profunda oscuridad. Los agentes hicieron algunos disparos sobre la sombra y regresaron convencidos de que había muerto. “Fue curioso observar cómo Baquero, momentos después de haber escapado con vida, trasladó su centro de operaciones a unos cerros al oriente de la ciudad, con sangre fría digna de causas menos malas”, señaló el cronista ese enero de 1928. Las leyes para Fidel fueron motivo de sangrienta mofa.

Nace Papá Fidel

 

“Alístese, que llegó su papá, le dijo el guardia, señalando la salida de la penitenciaría, a un ‘cafuche’ preso por llevar un encargo de botellas de aguardiente de contrabando”, escribió Carlos Ramírez en Clarín.

Cuando un ‘cafuche’, hombre o mujer, caía preso, siempre llegaba a interceder el mismo hombre robusto, vestido de paño, reloj de bolsillo del Ferrocarril Tequendama, rapé en el fondillo del pantalón, sombrero ladeado, y bigote. El mismo nombre, Fidel. El mismo apellido, Baquero. “De tanto verlo acercarse a apoyar a esas gentes que caían en las garras de la justicia a causa del contrabando, los gendarmes lo bautizaron Papá Fidel —y así se quedó—”, anotó Ramírez.

Este nombre que le dieron sus mismos perseguidores comenzó a hacerlo popular y temible en todos los sectores.

 

Féretro de tretas y leyendas

 

La historia del féretro repite la leyenda del primer capo. Si alguien oyó hablar de Papá Fidel, escuchó esa anécdota. La cuentan los taxistas, la narran los bogotanos y los llaneros viejos, la reseñan algunos historiadores. La recuerdan a su modo. La memoria está llena de olvido y fantasía.

Dicen que fue una apuesta con el jefe del Resguardo, con la Policía, con el alcalde de Cáqueza. Que apostaron $1.000. No, que fueron $500. Consistió en que Papá Fidel burló la autoridad pasando un cargamento de licor por sus narices, camuflado en un féretro. Un cortejo no tan fúnebre, con coronas y plañideras. “Los gendarmes le hicieron todos los honores al supuesto muerto. Les ganó la pelea, cuenta mientras suelta una carcajada Campo Elías Rodríguez, de 92 años, quien fue uno de los cafucheros de confianza de Papá Fidel.

De 1928 a 1938 datan las mejores leyendas que se han forjado en torno a las estrategias de Papá Fidel para introducir el aguardiente en Bogotá y distribuirlo en tiendas de toda la ciudad. “Muchos de los ‘cafuches’ bajaban a la ciudad trayendo los productos de las destilerías serranas en bolsas de caucho, entre el chaleco y la camisa, en cargas de leña, entre las fundas de los instrumentos del coro de ciegos, en el lomo de gentes de aspecto humilde, en el tranvía. Como

 

Foto: Archivo familiar

A la derecha Papá Fidel, a la izquierda Víctor, su lugarteniente.

 

Pasaje Hernández.

Luego, inauguró la Cooperativa de Transportadores de Oriente, junto con su sobrino Juan de Dios. Tuvo cinco camiones que viajaban de Villavicencio a Bogotá. De la capital llevaban maquinaria, mercancías y una que otra botella de aguardiente de contrabando, y del Meta venían cargados de productos agrícolas de la región que vendían en la Plaza de Mercado de La Concepción.

Su fortuna, calculaban los cronistas judiciales el día de su muerte, estaba entre $500.000 y $1’000.000 (lo equivalente hoy a unos $500 y $1.000 millones). Una suma nada despreciable para alguien que empezó siendo un humilde ‘cafuche’ y no terminó la primaria.

 

El Padrino

 

Cuando Fidel Baquero murió, no hubo en Colombia un muerto más bueno que él, ni uno más llorado ni más extrañado por la gente. En especial por las personas humildes, que eran la mayoría. El padrino había muerto. Los mismos periodistas no pudieron ocultar su admiración. “Tenía un corazón de filántropo, ayudaba a mucha gente y no menos de dos mil personas vivían de sus múltiples negocios. Tenía la costumbre de sostener familias pobres y velar por la educación de muchos niños” (El Liberal, 10 de septiembre de 1946). “Dinero mal avenido, pero piadosamente distribuido. Este fue el secreto de su fama” (El Espectador, 10 de septiembre de 1946).

 

 

El liberal

Papá Fidel, el liberal, el que discutía ideales con el concejal Efraín Cañavera y con el alcalde de la época, Jorge Eliécer Gaitán, se entregaba a la causa de las corbatas coloradas como ningún otro en tiempos de elecciones. “Para la época de votaciones se alistaba con anterioridad, aceitaba sus camiones, preparaba totumadas de aguardiente y en la víspera llevaba cientos de personas a los puestos para que votaran por el candidato liberal”, comentó su hijo Ángel María Baquero, de 83 años.

 

La decadencia de los cafuches

 

Un año después de que la Plaza de Mercado se quemara vorazmente en el Bogotazo, en una nota del 29 de mayo de 1949 de El Espectador, el cronista Felipe González Toledo se sentó a escribir, con la cabeza y la sangre fría, el ocaso de los ‘cafuches’ y cómo se desvaneció el esplendor del emporio que logró Papá Fidel.

Fue un secreto a voces que entre los aspirantes a la sucesión de Papá Fidel surgieron agrias diferencias y la organización se debilitó. “Ya no solamente era la emulación por el mando, era la competencia comercial mezquina y ruinosa”, aseveró Toledo.

La rivalidad profunda entre los mandos medios por el poder que dejó Papá Fidel dio paso al nacimiento del primer cartel de sapos, como lo bautizó González Toledo. “La disciplina se acabó y los sapos, buscando las simpatías del Resguardo, mostraron el juego de los demás, sin pensar que estaban exhibiendo sus propias cartas”. El emporio se diluyó, y aunque el contrabando no desapareció, otros fueron los tiempos en que se destilaban y vendían más de veinte canecadas semanales.

 

La tumba sin nombre

 

La vida y las leyendas de Papá Fidel, el más célebre contrabandista de aguardiente, estuvieron olvidadas por más de 60 años. Sus restos, sin lápida, están en un mausoleo que no tiene su apellido y sus fotos se han perdido en trasteos familiares. Su folletinesca historia no aparece en libros de historia, sólo queda en los periódicos viejos que se deshacen y en la memoria de los viejos que todavía recuerdan.

 

Del palito al manjar

 

Un solo trago vale $1.000. Un cuarto, $3.000. Una botella, $10.000, y una garrafa, $25.000. Estos son los precios del chirrinchi que vende Juan Rodríguez, de 68 años. El licor artesanal, que llama “El manjar de los dioses”, es el más vivo legado del palito de Papá Fidel, a quien Juan asegura haber conocido en los años cuarenta. Este aguardiente casero es endulzado con frutas y con siete hierbas: ruda, mejorana, albahaca, yerbabuena, cidrón, limonaria y manzanilla, y se consigue en una pequeña tienda, situada al final del pasaje comercial en el Alto de Monserrate.

También se encuentra en los mercados del Verjón, Choachí y Egipto: aguardiente clandestino, destilado en alguna peña lejana, que sigue siendo, como en los tiempos de Papá Fidel, un aguardiente medicinal para muchos y tradicional para otros.

"Lo que aquí se escriba no será la última palabra sobre Fidel Baquero. Un novelista vendrá algún día a recoger recortes sobre el aguardiente, el amor y la delincuencia. Un político levantará tribuna en el barrio Egipto, o en el Olaya, o en la Perseverancia y explotará la memoria del Semi-Dios, para movilizar votos a torrentes; y los suburbios bogotanos seguirían multiplicando lágrimas por mil y abundando las hazañas del hombre, con plaste de fantasía, hasta imprimirle una divinidad fabulosa”

 

Gonzalo González (Gog), El Espectador, 11 de septiembre 1946.

 

 

también se decía que los guardas solían cerrar el ojo del lado por donde el contrabando pasaba”, contó Fermín Fetecua en una crónica del semanario Clarín, el 19 de septiembre de 1946.

 

El primer capo

 

Pronto el contrabando se convirtió en un negocio floreciente. Con 38 años, Papá Fidel dirigió todas las actividades. Atrás quedaron los días en que el rey de los cafuches se jugó la vida y la libertad contrabandeando directamente. Nunca había existido en el país un negocio de contrabando a esa escala. Establecido técnicamente, con armas, con red de distribución, con tinterillos que daban las peleas judiciales, con servicios de información y de espionaje. La Policía de rentas, como lo anotó el periodista Carlos Ramírez, se estaba volviendo loca.

El aguardiente de Papá Fidel, también conocido como palito o chirrinchi, era más barato, lo que sin duda ayudó a la venta. El trago valía entre dos y cinco centavos y la botella entre 60 y 80 centavos. Mientras que una botella de aguardiente de las rentas del departamento, la que pagaba todos los impuestos, tenía un precio mínimo de 3 pesos con 60 centavos en 1930.

 

La batida de León

 

“Cogieron a Papá Fidel”, dijo exultante el cronista, un martes primero de mayo de 1936.

Papá Fidel cayó en una batida de la Policía, organizada por el prefecto de seguridad, el general Alfredo J. de León, después de pasearse libremente por las calles sin ser arrestado. Era el inicio de la ‘Ley Lleras’, llamada así en honor al entonces ministro de Gobierno, Alberto Lleras Camargo.

“No hubieran puesto mayor euforia los taurófilos en gritar: ‘Llegó Lalanda’, o los cineastas en decir con los ojos entornados: ‘Ahí está Marlene Dietrich’. O los intelectuales en pasarse la voz: ‘Don Miguel de Unamuno’ (...) Para quien vive enterado de los hechos de policía, una captura como la de Papá Fidel es como la del Negus para los italianos (…) Papá Fidel resulta así un buen número. Es mejor que la boa constrictor o que el tigre de Mátima para el zoológico. Una mina para el cronista”, escribió la prensa el 1 de mayo de 1936.

Pero, como siempre, Papá Fidel recobró su libertad pronto.

 

Los temibles cafuches

 

A finales de 1938, en Bogotá, el general De León y los cronistas judiciales alertaron sobre la tragedia que estaba a punto de estallar en Bogotá: la banda de Papá Fidel y la de La Culebrera, al mando de otro capo, se iban a enfrentar por las rutas del negocio. Pero la pugna sólo fue evidente el 13 de octubre de 1938. Cuando los periódicos titularon: “Papá Fidel hirió de muerte a uno de sus lugartenientes”.

El miércoles 12 de octubre, a las diez de la noche, Carlos Alba tomaba aguardiente en compañía de varios amigos en una tienda, situada cerca de la Plaza de Mercado. Poco tiempo después, se estacionó frente al lugar un Sedán Buick, azul petróleo. El Buick de Papá Fidel, que siempre manejó Víctor, su hombre de confianza, “el bobo Víctor”, como le decían de cariño. Papá Fidel y su sobrino Juan de Dios entraron a la tienda, se acercaron a la mesa de Alba y le dispararon simultáneamente. Alba cayó herido: un proyectil le atravesó la garganta y dos más le laceraron los brazos.

La Policía logró capturarlos esa madrugada y dos días después, mientras rendían indagatoria ante un juez, a las afueras del juzgado, cerca de 40 ‘cafuches’, de las dos bandas, temerosos de que el incidente trajera nuevas represalias, pidieron unificar los bandos.

Se supo que Alba, un cafuche de alto mando, que se distanció de Papá Fidel para trabajar con los de La Culebrera, sobrevivió a los disparos.

 

La fortuna

 

Dirigir la banda de cafuches le dio a Papá Fidel la rentabilidad suficiente para invertir, desde finales de la década de los treinta, en otros negocios, lícitos e irreprochables. Tuvo una tienda en el Alto de la Cruz y varias más en la Plaza de Mercado, casas en el barrio Restrepo, en el Samper Mendoza y en Villavicencio. Llegó a tener varios carros. Se vestía con los más finos trajes de la Sastrería Parrado, una de las más célebres, que quedaba en el segundo piso del

 

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