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El
10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora
Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo
posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas
amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes
contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir,
cuarenta y tres años.
Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en
secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el
número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba
su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños
solamente a invitadas de esta clase.
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una
perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una
reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el
color de su vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la
torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por
zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio
para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos
al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en
el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego
haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora
Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin
piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera
darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.
El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la
excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y
alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de
sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y
apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente
alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender
cuarenta y tres velitas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada
capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su
apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.
Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada
invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que,
luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la
mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían
sus manos al mismo tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño
rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas
hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas
de cumpleaños.
En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y
cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el
mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas
con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban
directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría
que correspondía, comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado
con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas
coincidieron en que su gusto era excelente.
La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo
de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con
disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a
buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de
haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin
pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad
se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.
-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las cariñosas
preguntas de sus amigas.
Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se
pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación
era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de
casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío
de una perla.
La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa
heroica, dijo:
-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de
comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó
sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me
pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si
hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo
de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de
una perla, no puedo sino pedirte perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la
dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar
si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora
Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.
-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!
En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en
medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto
deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora
Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:
-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla,
¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más
amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación
infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún
concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La
señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la
comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que,
inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.
-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras
estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho
algo semejante!
-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de
color y ello fue suficiente para mí.
La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del
cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su
inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera
estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego,
poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita
de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la
charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa
posibilidad.
Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo
recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta
sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente,
sería difícil recordarlo.
La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la
llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el
cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su
brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil
recuperarla.
Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se
volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora
Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y
vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había
dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a
una amiga.
Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la
misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el
coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su
maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la
reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras
algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de
los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro
que se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo
atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser
cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía
tener consecuencias tan poco agradables para ella.
Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no
pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.
Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se
detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que,
inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era
prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un
momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que
correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo
contrario,
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LA PERLA
[Cuento.
Texto completo]
Yukio Mishima
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ante sus ojos como el
más ridículo de los actores de segundo orden.
Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la
señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la
señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar,
detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.
Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber
dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado
servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir
el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos
recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en
el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera
introducido en un bolso cerrado?
En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta
ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla.
Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la
dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con
absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro
invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin
duda, la detestable señora Yamamoto.
Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la
casa de la señora Yamamoto.
Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo
inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su
defensa.
Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura
fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no
aceptaría evasivas.
-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la
señora Matsumura.
-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme
esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es
cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.
La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las
culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna
relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga,
no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso.
Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.
Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a
ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba suavemente.
El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a
enfriarse.
-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las
comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura
estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.
-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora
Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas...
-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?
-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una
de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él
cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes
imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de
prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo.
Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en
el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido
buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta
franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...
-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando
hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?
-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos?
Sólo quería evitar el herir a alguien...
-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo
menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.
-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza
de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera.
Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!
Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.
-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no
herir a nadie.
La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.
-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte
que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en
mi presencia.
Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.
-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie
fracasarán... -sollozó.
Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y,
aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por
aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no
probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las
afirmaciones de la señora Yamamoto.
Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora
Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la
culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera,
tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida
señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto
malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella
y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser
considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.
-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre
lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me
gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que
necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante,
pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma
de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En
esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá
herido.
Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó
su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.
Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo
impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su
antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad
indispensable para manejar su castigo.
Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó
la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su
rostro se hizo visible aun para su visitante.
Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el
respaldo de la silla.
-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo
permanecerá como antes.
Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa
cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la
mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con
gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el
meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té
de Ceilán frío.
La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo
había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que
veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la
señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede
embargar a quienes ingieren un veneno.
Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un
incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no
sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y
simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como
a una santa.
Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y
tomó la mano de la señora Yamamoto.
-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.
Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y
juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.
Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones
entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado
notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían
enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y
se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.
Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la
señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un
formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una
grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores
incidentes.
Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y
cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas
mentiras de siempre.
FIN
"La perla", por el autor japonés Yukio Mishima (1925-1970).
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hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que
se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado
barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más
ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se
enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en
especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la
generosidad de la señora Azuma.
La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un
minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar,
pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo
suburbio residencial.
Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco
por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a
consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura
en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla
de su cartera.
En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la
primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una
bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su
asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era
una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan
malicioso.
Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la
perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora
Matsumura había dejado sobre la silla vecina.
Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas
probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó
a oscuras reflexiones acerca de su posición.
En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para
descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo
de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para
arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor
si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella
misma.
No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver
la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día
siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la
devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora
Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.
Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió
el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo
tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.
Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un
taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio de perlas
en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más
grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta
la casa de la señora Sasaki.
El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada
a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el
bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después,
intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de
distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki,
desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la
señora Matsumura.
La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así
para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto
robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor
olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar
segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa.
¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace
por algo similar y de mayor valor?"
Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para
siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un
pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia
intranquila.
Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía
sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma.
Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar
antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para
probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario
que la perla apareciera de alguna manera.
En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora
Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis
gastronómica quedaría firmemente demostrada.
Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para
mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e
innombrable sospecha.
La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su
domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que
confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza
donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos
del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.
Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su
casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la
perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza
ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para
acompañarla lo más pronto posible?
Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia
era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga,
accedió a él.
La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura
y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida,
exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.
Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la
señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra
perla.
La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior,
pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan
tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al
engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla
en el anillo.
Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki
enmudeció.
En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la
imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus
encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad
cayeron en un largo silencio.
La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto,
sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.
Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para
todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial,
la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que,
por su inquietud, había transmitido cierta sensación de
culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar
actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar
por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo.
Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil
de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una
cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.
Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la
señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su
confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría
imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan
cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico
que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar
una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora
Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la
perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora
Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería |