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“GENTE QUE CAMINA”,
EL REVELADOR LIBRO DE LA EXTINCIÓN DE UN PUEBLO, DE LA ESCRITORA
MARIELA ZULUAGA
“GENTE QUE CAMINA”
“Lo bueno
de caminar es lo que se consigue
en el camino” Nukaák
Julián
Chica Cardona
A Mariela
Zuluaga la vine a conocer 30 años después de empezar a tener
referencia de sus textos hacia finales de la década del 80 del
pasado siglo XX cuando el Maestro Eutiquio Leal los compartía entre
sus alumnos más cercanos, orgulloso de su compañera de insomnios y
de búsquedas, en los talleres de creación literaria que con
entusiasmo franciscano lideraba a todo lo largo y ancho de Colombia.
La poesía para niños, era, a mi juicio, el fuerte de la producción
literaria de Mariela en la que se hacían intencionales las
aliteraciones, las onomatopeyas, los ditirambos, el tamborileo de
las palabras y el ritmo musical de las rondas infantiles. Así la
recordaba, como escritora e ilustradora de libros para niños y luego
pude percatarme que su desempeño era más vasto, más profundo y más
diverso que las majestuosas ceibas florecidas de los quemadores de
incienso de los antiguos pueblos del Quiché guatemalteco.
Pero en este punto, se hace inevitable detenernos un poco para
recordar a este genuino guerrero literario que la promoviera cuyas
profundas convicciones hicieron de él un hombre de talante y
personalidad arrolladora, tributo a la estirpe amerindia de los
chaparralunos de Colombia, erguido y oteante como el águila hasta
los últimos días de su vida con su rostro duro de granito y la más
notable inteligencia sociológica, pero que por contraste, escondía
en su corazón las travesuras de los niños completamente intactas. De
ahí que, viniendo de él la recomendación de una escritora lúdica de
libros nueva, porque aún no aparecía en el radar de las regiones,
era poner en perspectiva nuestro ferviente deseo de “hacer”
literatura en las escuelas pero convertida en discurso ideológico y
al mismo tiempo en libro.
Era agosto en Cartagena y el XIII Parlamento Nacional de Escritores
2015, al que fuimos invitados, se enorgullecía de conmemorar los
cien años del natalicio de José Benito Barros, autor de La Piragua;
la vida y obra del filósofo poeta sirio libanés Giovanni Quessep,
con motivo der su Premio Mundial de Poesía René Char; y se le hacía
el reconocimiento al prolífico escritor del Caribe, Andrés Elías
Flórez, a quien tuvimos oportunidad de conocer allí; e igualmente se
invitaba a los presentes a releer La Metamorfosis de Franz Kafka a
la luz de la sicología y la estructura del ensayo. En todo caso, una
sala poblada de criaturas de los primeros días, como lo dijera el
poeta cubano Eliseo Diego, y fue entonces cuando se escuchó en el
cálido recinto de la Universidad Tadeo Lozano de la
ciudad Heroica en la tropical |
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modulación del maestro de ceremonia, el anuncio de que la profesora
Mariela Zuluaga, expondría entonces su ponencia.
Allí tuve
la certeza de que por fin conocería en persona a esta ilustre y
combativa nereida de los bosques de la niebla y compañera de los
atardeceres del Maestro Eutiquio, porque en efecto no tardamos en
buscarnos guiados por ese cordón umbilical surgido de la conexión
recíproca con un afecto común. Nos dimos la mano como dos compañeros
prehistóricos y allí Mariela me compartió su último libro, resultado
de un trabajo investigativo que desde sus inicios debió haber sido
un verdadero desafío antropológico y una lección de vida para la
sociología misma.
Y no fue para menos el valor de aquel re-encuentro porque esa
obsesión por la cosmogonía de los pueblos que fue el legado del
Maestro, y emanada del estudio a fondo de producciones fundacionales
como el Popol-Vuh (Libro de la común-unidad, libro del pueblo), el
Yuruparí o los famosos códices rescatados a través del tiempo,
transpiran ese clamor profundo del origen, ese ánimo reivindicador
de la gran causa en contra de la barbarie de la sociedad de consumo
y la voracidad de las multinacionales con sus nuevas colonizaciones
y patologías disfrazadas de campaña filantrópica y vacunas.
Esa lealtad a una causa más grande que cualquier tipo de lisonja o
nombradía es lo que se advierte en el paso firme y estudiado de esta
escritora que de nuevo viene a sorprendernos con su libro sobre el
invisible pueblo de los Nukaák-Makú, una nación entretejida con los
ríos y las selvas de Colombia, llena de siglos de saberes
ancestrales pero trágicamente expuesta a la extinción que ha de
privarnos de su presencia física en el mundo, su lengua, sus
costumbres e incluso su muy particular ergonomía corporal que los ha
hecho tan exitosamente nómadas, como el agua que corre, como la luz
del sol que pasa, como el eterno y multidiverso verde de la selva
con su “luna roja cuidando el universo”, como tan agudamente nos lo
hace ver Mariela.
Ese tierno e inocente lenguaje narrativo con el que esta narradora
omnisciente nos va llevando de la mano por el vasto territorio del
Guaviare, al lado de un muchacho de nombre Jeenbúda que en su
regreso a la selva que lo vio nacer y en pos del rastro de los
suyos, se va muriendo infectado por la fiebre de la gente que vestía
ropa, más solo en el mundo que un silbido en el verde océano ceibas
florecidas, divagando entre el rumor de las palmas zanconas, el
hechizo de una mujer desnuda que en su fiebre sigue viendo “como lo
han estado las mujeres Nukaák desde el comienzo del mundo” –como lo
expresa la narradora--, y el acecho de las fieras.
Una novela urgente y un texto primordial como lo definió Hugo
Chaparro Valderrama (El Espectador, dic. 22 de 2013), sobre la
desaparición de los Nukaák en la década de los 90 del pasado siglo
XXX, doloroso testimonio sobre la extinción de un pueblo de hombres
libres y una lengua en etapa de formación de símbolos pero que de
algún mágico modo ha conmovido el corazón de una consagrada
narradora como Mariela Zuluaga y un equipo interdisciplinario que
intenta igualmente que esta obra pueda leerse en esa lengua
vernácula y quede como documento de denuncia, de cómo la especie
humana se devora a sí misma desde sus orígenes.
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Felicidad
clandestina
[Cuento.
Texto completo]
Clarice Lispector
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio
amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras
todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del
pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero
poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría
gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los
cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba
una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de
Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha
natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo
chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar
esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de
cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad.
En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones
que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no
le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura
china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita,
de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir
con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de
mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la
casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la
misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las
olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en
un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la
mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra
niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me
fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a
apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos,
que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa
vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día
siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba
el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija
del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente
allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón
palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se
hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me
imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del
"día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras
veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin
faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer
por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo
presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo
las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella
oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre.
Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la
puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una
confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A
la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender.
Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y
con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca
de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba.
Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos
espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija
desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al
viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al
fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo
que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede
tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí
el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no
partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que
sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el
pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el
pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía,
únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más
tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me
fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con
mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo
encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más
falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la
felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo
presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí
orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro
abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era
más una niña con un libro: era una mujer con su amante.
FIN
"Felicidad clandestina", por la autora brasileña Clarice Lispector
(1920-1977). 31 Aug 2011 |
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