El Imparcial-Pagina 9

 

Pereira, Colombia - Edición: 12.489-69 - Fecha: 02-27-2019                                                                                                                             

 MAGAZÍN LITERARIO

 

 

“GENTE QUE CAMINA”, EL REVELADOR LIBRO DE LA EXTINCIÓN DE UN PUEBLO, DE LA ESCRITORA MARIELA ZULUAGA

 

 

 

“GENTE QUE CAMINA”

 

“Lo bueno de caminar es lo que se consigue
en el camino” Nukaák

 

Julián Chica Cardona

 

A Mariela Zuluaga la vine a conocer 30 años después de empezar a tener referencia de sus textos hacia finales de la década del 80 del pasado siglo XX cuando el Maestro Eutiquio Leal los compartía entre sus alumnos más cercanos, orgulloso de su compañera de insomnios y de búsquedas, en los talleres de creación literaria que con entusiasmo franciscano lideraba a todo lo largo y ancho de Colombia. La poesía para niños, era, a mi juicio, el fuerte de la producción literaria de Mariela en la que se hacían intencionales las aliteraciones, las onomatopeyas, los ditirambos, el tamborileo de las palabras y el ritmo musical de las rondas infantiles. Así la recordaba, como escritora e ilustradora de libros para niños y luego pude percatarme que su desempeño era más vasto, más profundo y más diverso que las majestuosas ceibas florecidas de los quemadores de incienso de los antiguos pueblos del Quiché guatemalteco.

 



Pero en este punto, se hace inevitable detenernos un poco para recordar a este genuino guerrero literario que la promoviera cuyas profundas convicciones hicieron de él un hombre de talante y personalidad arrolladora, tributo a la estirpe amerindia de los chaparralunos de Colombia, erguido y oteante como el águila hasta los últimos días de su vida con su rostro duro de granito y la más notable inteligencia sociológica, pero que por contraste, escondía en su corazón las travesuras de los niños completamente intactas. De ahí que, viniendo de él la recomendación de una escritora lúdica de libros nueva, porque aún no aparecía en el radar de las regiones, era poner en perspectiva nuestro ferviente deseo de “hacer” literatura en las escuelas pero convertida en discurso ideológico y al mismo tiempo en libro.

Era agosto en Cartagena y el XIII Parlamento Nacional de Escritores 2015, al que fuimos invitados, se enorgullecía de conmemorar los cien años del natalicio de José Benito Barros, autor de La Piragua; la vida y obra del filósofo poeta sirio libanés Giovanni Quessep, con motivo der su Premio Mundial de Poesía René Char; y se le hacía el reconocimiento al prolífico escritor del Caribe, Andrés Elías Flórez, a quien tuvimos oportunidad de conocer allí; e igualmente se invitaba a los presentes a releer La Metamorfosis de Franz Kafka a la luz de la sicología y la estructura del ensayo. En todo caso, una sala poblada de criaturas de los primeros días, como lo dijera el poeta cubano Eliseo Diego, y fue entonces cuando se escuchó en el cálido recinto de la Universidad Tadeo Lozano  de  la  ciudad  Heroica  en  la  tropical

   

modulación del maestro de ceremonia, el anuncio de que la profesora Mariela Zuluaga, expondría entonces su ponencia.

 

Allí tuve la certeza de que por fin conocería en persona a esta ilustre y combativa nereida de los bosques de la niebla y compañera de los atardeceres del Maestro Eutiquio, porque en efecto no tardamos en buscarnos guiados por ese cordón umbilical surgido de la conexión recíproca con un afecto común. Nos dimos la mano como dos compañeros prehistóricos y allí Mariela me compartió su último libro, resultado de un trabajo investigativo que desde sus inicios debió haber sido un verdadero desafío antropológico y una lección de vida para la sociología misma.

Y no fue para menos el valor de aquel re-encuentro porque esa obsesión por la cosmogonía de los pueblos que fue el legado del Maestro, y emanada del estudio a fondo de producciones fundacionales como el Popol-Vuh (Libro de la común-unidad, libro del pueblo), el Yuruparí o los famosos códices rescatados a través del tiempo, transpiran ese clamor profundo del origen, ese ánimo reivindicador de la gran causa en contra de la barbarie de la sociedad de consumo y la voracidad de las multinacionales con sus nuevas colonizaciones y patologías disfrazadas de campaña filantrópica y vacunas.

 



Esa lealtad a una causa más grande que cualquier tipo de lisonja o nombradía es lo que se advierte en el paso firme y estudiado de esta escritora que de nuevo viene a sorprendernos con su libro sobre el invisible pueblo de los Nukaák-Makú, una nación entretejida con los ríos y las selvas de Colombia, llena de siglos de saberes ancestrales pero trágicamente expuesta a la extinción que ha de privarnos de su presencia física en el mundo, su lengua, sus costumbres e incluso su muy particular ergonomía corporal que los ha hecho tan exitosamente nómadas, como el agua que corre, como la luz del sol que pasa, como el eterno y multidiverso verde de la selva con su “luna roja cuidando el universo”, como tan agudamente nos lo hace ver Mariela.

Ese tierno e inocente lenguaje narrativo con el que esta narradora omnisciente nos va llevando de la mano por el vasto territorio del Guaviare, al lado de un muchacho de nombre Jeenbúda que en su regreso a la selva que lo vio nacer y en pos del rastro de los suyos, se va muriendo infectado por la fiebre de la gente que vestía ropa, más solo en el mundo que un silbido en el verde océano ceibas florecidas, divagando entre el rumor de las palmas zanconas, el hechizo de una mujer desnuda que en su fiebre sigue viendo “como lo han estado las mujeres Nukaák desde el comienzo del mundo” –como lo expresa la narradora--, y el acecho de las fieras.

Una novela urgente y un texto primordial como lo definió Hugo Chaparro Valderrama (El Espectador, dic. 22 de 2013), sobre la desaparición de los Nukaák en la década de los 90 del pasado siglo XXX, doloroso testimonio sobre la extinción de un pueblo de hombres libres y una lengua en etapa de formación de símbolos pero que de algún mágico modo ha conmovido el corazón de una consagrada narradora como Mariela Zuluaga y un equipo interdisciplinario que intenta igualmente que esta obra pueda leerse en esa lengua vernácula y quede como documento de denuncia, de cómo la especie humana se devora a sí misma desde sus orígenes.
 

 


Felicidad clandestina
[Cuento. Texto completo]


Clarice Lispector


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.


FIN

"Felicidad clandestina", por la autora brasileña Clarice Lispector (1920-1977). 31 Aug 2011

 

 

 

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