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La casita
nueva del joven guarda forestal de Eaux-et-Forêts, Pier Albrun,
dominaba desde una ladera el pueblo de Ypinx-les-Trembles, situado a
dos leguas de Perpignan, no lejos de un valle de los Pirineos
Orientales abierto sobre la planicie de Ruyssors que en dirección a
España limitan grandes abetales.
Inclinado por encima de un torrente cuya espuma borboteaba entre
rocas, el jardín, desde donde se lanzaban dando sombra a mil flores
semisilvestres bosquecillos de adelfas y algarrobos, incensaba con
vapor de pebeteros la risueña quinta, y altos ciruelos,
escalonándose por detrás de ella, diseminaban al roce de las brisas
pirenaicas, olores de bálsamo sobre el pueblo. Era todo un paraíso
aquella pobre y bonita vivienda que ocupaba, junto a su joven
esposa, aquel guapo muchacho de veintiocho años, de piel blanca y
ojos de valiente.
Su querida Ardiane, llamada «la bella vasca» a causa de sus
antepasados, había nacido en Ypinx-les-Trembles. Primero espigadora
-flor de surcos-, luego henificadora, luego, como todas las
huérfanas del lugar, cordelera-tejedora, había crecido en la casa de
una vieja madrina que la había acogido antaño en su casucha y que, a
cambio, la chica había alimentado con su trabajo y cuidado a la hora
de la muerte. La juiciosa Ardiane Inféral se había distinguido
siempre, pese a su excitante belleza, por una conducta
irreprochable. De tal manera que Pier Albrun, ex furriel de los
tiradores de África, luego, a su regreso, sargento instructor del
cuerpo de bomberos de la ciudad, luego dispensado de servicio por
las heridas sufridas en los incendios, nombrado finalmente, por
actos de servicio, para ocupar el puesto de guarda forestal jefe, se
había casado con Ardiane después de unos seis meses de besos y de
noviazgo.
Aquella noche, junto a la ventana completamente abierta sobre un
cielo estrellado, la bella Ardiane, con un collar de coral, sus
mechones negros a lo largo de las mejillas pálidas, esbelta, con una
bata blanca, sentada en el sillón de paja trenzada y con su hermoso
hijo de ocho meses agotándole el pecho, miraba con sus ojos negros
un poco fijos, el pueblo dormido, el campo lejano y, allá lejos el
inquieto verdor de los abetos. Sus aletas nasales, arqueadas, se
agitaban voluptuosamente al percibir los soplos de la noche
saturados de efluvios de flores; la boca mostraba sus dientes
irisados y muy blancos entre el puro dibujo de sus labios color de
sangre; la mano derecha, con una alianza de oro en el anular,
jugueteaba distraída entre los cabellos ensortijados de su «hombre»
que, a sus pies, apoyaba sobre las rodillas de su esposa su cabeza
franca y alegre, y que sonreía mirando a su pequeño.
A su alrededor, iluminada por una lámpara sobre una mesa, se hallaba
su habitación nupcial de paredes revestidas de grueso papel azul
claro donde destacaba el brillo de una carabina; cerca del amplio
lecho blanco, deshecho, una cuna al pie de un crucifijo; sobre la
chimenea, un espejo y cerca de un despertador, entre candeleros de
cristal, un manojo de enebros rosáceos en una urna de arcilla
pintada, delante de los dos retratos enmarcados de espartería.
¡Indudablemente, aquella casa era un paraíso! Sobre todo aquella
noche. Pues, en la mañana de aquel hermoso día los alegres ladridos
de los dos perros del joven guarda forestal habían anunciado a un
visitante. Era un ordenanza enviado por el Prefecto de la ciudad,
que le había entregado a Pier Albrun el ancho tubo de hojalata que
contenía -¡oh, alegría inmensa!- la Cruz de Honor así como el
diploma y la carta ministerial especificando los títulos y motivos
que habían decidido la nominación. ¡Ah! ¡Cómo se la había leído en
voz alta, al sol, en el jardín, con las manos temblorosas por un
orgulloso placer, a su querida Ardiane! «Por actos de bravura en
diversos encuentros durante su servicio en el cuerpo de tiradores
argelinos, en África; por su intrépida conducta como sargento
instructor de los bomberos del partido judicial durante los
sucesivos incendios que, en 1883, había sufrido la comuna de Ypinx-les-Trembles,
los numerosos salvamentos que había realizado así como las dos
heridas que, conllevando su exención de servicio, le habían merecido
su puesto de guarda forestal jefe, etc., etc.».
Era por
ello por lo que aquella noche Pier Albun y su esposa se entretenían
junto a la ventana recordando toda aquella jornada festiva; aún
apretaba él en el hueco de su mano, sin cansarse de mirarla de vez
en cuando, la Cruz de cinta muaré roja. Un velo de felicidad y de
amor parecía envolver a los dos bajo el resplandor silencioso del
firmamento.
Mientras tanto la bella Ardiane miraba soñadora, a lo lejos, ciertos
trozos de muros ennegrecidos y destruidos entre las casas y las
cabañas blancas del pueblo. Los habían dejado abandonados, sin
reconstruirlos. El año anterior, efectivamente, en menos de un
semestre, Ypinx-les-Trembles se había visto de repente iluminado
siete veces, en noches sin luna, por siniestros inesperados en medio
de los cuales habían perecido víctimas de todas las edades. Según
los rumores, eran obra de vengativos contrabandistas que, mal
acogidos en el pueblo, habían venido en varias ocasiones a provocar
aquellos incendios y luego, desaparecidos en los
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El secreto de la
bella Ardiane
[Cuento. Texto completo.]
Villiers de L'Isle Adam
abetales, escondidos en los bosquetes de mirtos y tiemblos,
escapando a la gendarmería que no podía perseguirlos hasta allí,
habían logrado llegar a la frontera y a los montes. Después, sin
duda los criminales habían sido detenidos en el extranjero por otros
crímenes y los siniestros habían cesado.
-¿En qué estás pensando? -susurró Pier besando los dedos de la
pálida mano distraída que acababa de acariciarle el pelo y la
frente.
-En esos muros negros de los que procede nuestra felicidad
-respondió lentamente la vasca, sin volver la cabeza-. Mira (e
indicó con el dedo una de aquella ruinas) en el fuego de esa granja
volví a verte.
-Yo creía que nos vimos allí por vez primera -respondió él.
-No, fue la segunda -continuó Ardiane-. Yo te había visto diez días
antes en la fiesta de Prades pero tú, malvado, ni siquiera te
fijaste en mí. Por vez primera me latió el corazón y sentí locamente
que tú eras mi hombre… desde ese instante decidí que sería tu mujer
y ya sabes que lo que quiero, lo quiero.
Tras haber erguido la cabeza, Pier Albrun miraba también las ruinas
entre las casas completamente blancas a la luz de la luna.
-¡Ah, reservada, no me lo habías dicho! -continuó él sonriendo-.
Pero fue en el incendio de aquella gran cabaña de detrás de la
iglesia cuando, queriendo en vano salvar al anciano matrimonio cuyos
huesos ni siquiera se encontraron entre los escombros, una viga
ardiendo me hirió y tú me hiciste venir a casa de tu anciana
madrina, la tía Inféral, donde me cuidaste tan bien, reconfortándome
con aquel buen vino caliente… ya listo… que podría haberse pensado
que… Es igual, ¡aquellos pobres viejos! ¡El corazón se me oprime
sólo con pensarlo!
-Yo los añoro menos -dijo la vasca-; los conocí cuando era niña; me
pagaban mal mis hilos y mis cuerdas: tres sous, cinco sous, y
refunfuñando; la vieja reía irónicamente al verme bella... y luego
¡cómo trató de calumniarme con su infame boca! ¡Y sin darle jamás
nada a los pobres! Así que, puesto que todos somos mortales… ¿Para
qué servían aquellos avariciosos? Si las quemadas hubiéramos sido
nosotras, habrían dicho: ¡Bien hecho! Y lo mismo, más o menos,
habrían dicho de los demás. No pienses más en ellos. Mira, aquélla
era la cabaña Desjoncherêts: ésa sí que ardía de lo lindo ¿verdad?
Ese día me besaste por primera vez, después, en nuestra casa. Habías
salvado al niño; ¡cuánto esfuerzo te costó! ¡cómo te admiraba! Te
dije que estabas muy guapo con tu casco de reflejos rojizos... Aquel
beso... si supieras...
Luego tendió su mano hacia el exterior y su alianza brilló bajo un
rayo de luz. Y prosiguió:
-Luego, mira, tras ésa nos comprometimos; tras aquélla fui tuya en
el troje; y tras esa otra tú ganaste finalmente tu fuerte y querida
herida, Pier… Por lo tanto, me gusta mirar esos agujeros oscuros, le
debemos nuestra alegría, el buen puesto de guarda forestal, nuestra
boda, y esta casita… en la que ha nacido nuestro hijo.
-Sí -dijo Pier Albrun- eso prueba que Dios saca bien del mal… Pero,
no importa, si tuviera al alcance de mi carabina al trío de
facinerosos…
Ella se volvió con los ojos graves; sus cejas, contraídas, se
juntaron formando una línea negra.
-Cállate, Pier -dijo- ¿Nos corresponde a nosotros maldecir las manos
que prendieron el fuego? Le debemos, como te digo, hasta esa Cruz
que aprietas en tu puño. Reflexiona un poco, mi querido Pier: sabes
bien que la ciudad sólo tiene un servicio contra incendios para los
arrabales y los tres pueblos; Prades y Céret están dema-
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siado lejos. Tú, pobre sargento de bomberos, siempre alerta, metido
en el cuartel sin posibilidad de permisos, teniendo que tener
constantemente listos para cualquier emergencia a tus hombres, sólo
podías salir de aquella prisión para tu servicio. Una sola ausencia
podía dejarte sin paga y sin grado. ¡Necesitabais una hora para
venir cuando había fuego!... Yo trenzaba mi cáñamo a razón de cinco
sous al día en Ypinx, con la temblorosa vieja a mi cargo… y el
invierno era muy duro… ¿Cómo irme a vivir a la ciudad sin venderme
un poco como las demás? Y como comprendes, tú, mi único hombre, ¡eso
no podía ser! Luego sin todos esos hermosos siniestros, yo estaría
aún torciendo cuerdas en las callejas, en el pueblo y tú, tú,
andarías aún entre fuegos; no nos habríamos vuelto a ver, no
habríamos hablado, ni nos hubiéramos unido. Créeme, ¡eso merece lo
que les pasó a todos aquellos… indiferentes!
-¡Cruel, tienes sangre de volcán en las venas! -respondió Albrun.
-Además -prosiguió ella con una extraña sonrisa que hizo que él se
sobresaltara- los contrabandistas tienen otras muchas cosas que
hacer antes que venir a ensañarse por nada. ¡Quita pues! ¡Deja que
los simples de aquí piensen que fueron ellos!
El guarda, sin darse cuenta de lo que sentía, la miró inquieto en
silencio, luego:
-¿Entonces quién fue? -dijo-. Aquí todo el mundo se quiere, se
conocen, no ha habido ladrones ni malhechores jamás. Nadie sino esos
asesinos de aduaneros tenía interés en… ¿Qué mano se habría
atrevido… por venganza… a…?
-¡Tal vez fuera por amor! -dijo la vasca- Mira, ya sabes, si me
enamoro… cielo y tierra perecen antes de que… ¿Qué mano dices?
Veamos, Pier… ¿Y si fuera la que tienes ahí bajo tus labios?
Albrun, que conocía bien a su mujer, sobrecogido, dejó caer la mano
que besaba y sintió que el corazón se le helaba.
-¿Estás de broma, Ardiane?
Pero la salvaje criatura perfumada, la bella fiera, en un
embriagador impulso de amor, lo atrajo por el cuello y con una voz
entrecortada cuyo aliento quemó el oído del joven, le susurró, muy
bajito, por debajo del cabello:
-¡Yo te adoraba, Pier! Estábamos en la indigencia y prenderle fuego
a esos cuchitriles era la única forma de vernos, de pertenecernos el
uno al otro y de tener a nuestro hijo.
Ante aquellas horribles palabras, Pier Albrun, el ex buen soldado,
se había levantado con las ideas confundidas y vértigo en las
pupilas. Aturdido, se tambaleaba. De repente, sin decir ni palabra,
el guarda forestal lanzó por la ventana hacia las tinieblas, hacia
el torrente, la Cruz de Honor y de foma tan violenta que una de las
aristas de plata de aquella joya, arañó una roca al caer e hizo
surgir una chispa antes de hundirse en la espuma. Luego hizo un
gesto hacia el arma colgada en la pared; pero su mirada se encontró
con los ojos dormidos de su hijo y se detuvo, lívido, cerrando los
párpados.
-¡Que este niño sea sacerdote para que pueda absolverte! -dijo
después de un gran silencio.
Pero la vasca era tan ardientemente bella que, hacia las cinco de la
mañana, y como los persuasivos deseos iban cegando poco a poco la
conciencia del joven, su terrible compañera terminó por parecerle
dotada de un corazón heroico. En definitiva, Pier Alrun, en las
delicias de Ardiane Inféral, claudicó y perdonó.
Y, si hay que hablar francamente, después de todo, ¿por qué no iba a
perdonarla? Otro, gritando un adiós ronco, se habría marchado y tres
meses después los periódicos habrían relatado su muerte «gloriosa»
en China o en Madagascar; el niño, dejado en la miseria, habría
vuelto al limbo; y la vasca, mantenida en alguna ciudad, se habría
encogido sin duda de hombros al conocer la noticia lejana que la
convertía en viuda y, en voz baja, habría tratado al difunto de
imbécil. Ésos habrían sido los resultados de una integridad
demasiado rígida.
Hoy, Pier y Ardiane se adoran y -sin contar la sombra del secreto
que guardan y que los une para siempre- parecen felices… Él
consiguió repescar su Cruz, que se había ganado bien, por otra
parte, y que lleva puesta.
En fin, si se piensa en lo que la humanidad admira, estima o
aprueba, este desenlace, para todo espíritu serio y sincero, ¿no es
el más plausible?
FIN
«Le secret de la belle Ardiane»,
Histoires insolites, 1888
"El secreto de la bella Ardiane", por el autor francés Villiers
de L'Isle Adam (1838-1889). |
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