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corriendo
de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas en círculo,
lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención
en todo el tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya
habíamos oído, y acercando el hocico al suelo para rastrear
ansiosamente aquí y allá. Empezaron de pronto a olisquear la tierra
con mayor ansiedad que nunca, y aunque seguían igual de inquietos,
ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino que se
mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia
que había entre ellos y yo.
Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y
lanzaron una vez más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar
las patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi
aspecto en el rostro de los dos hombres que me acompañaban.
-Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono.
-¡No han olido nada! -grité yo.
-¡Por Dios, apártese! -dijo el conocido mío con gran preocupación-.
Si no, van a despedazarle.
-¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré de aquí!
-grité yo-. ¿Acaso los perros van a precipitar a los hombres a una
muerte vergonzosa? Ataquémosles con hachas, despedacémoslos
-¡Aquí hay algún misterio extraño! -dijo el oficial al que yo no
conocía, sacando la espada-. En el nombre del rey Carlos, ayúdame a
detener a este hombre.
Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché,
mordiéndolos y golpeándolos como un loco. Al poco rato ambos me
inmovilizaron, y vi a los coléricos perros abriendo la tierra y
lanzándola al aire con las patas como si fuera agua.
¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un castañeteo de
dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado
el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el
crimen, me han encontrado culpable y sentenciado. No tengo valor
para anticipar mi destino, o para enfrentarme varonilmente a él. No
tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza, ni amigo alguno.
Felizmente, mi esposa ha perdido las facultades que le permitirían
ser consciente de mi desgracia o de la suya. ¡Estoy solo en este
calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré mañana!
FIN
A
Confession Found In A Prison In The Time of Charles II
"Confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II", por
el autor inglés Charles Dickens (1812-1870).
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La finca
a la cual se dirigía para efectuar el deslinde distaba unos treinta
o cuarenta kilómetros, que el agrimensor Gleb Smirnov Gravrilovich
tenía que recorrer a caballo. Se había apeado en la estación de
Grilushki.
(Si el cochero está sobrio y los caballos son de buena pasta, pueden
calcularse unos treinta kilómetros; pero si el cochero se ha tomado
cuatro copas y los caballos están fatigados, hay que calcular unos
cincuenta.)
-Oiga, señor gendarme, ¿podría decirme dónde puedo encontrar
caballos de posta? -le preguntó el agrimensor al gendarme de
servicio en la estación.
-¿Cómo dice? ¿Caballos de posta? Aquí no hay un perro decente en
cien kilómetros a la redonda. ¿Cómo quiere que haya caballos? ¿Tiene
usted que ir muy lejos?
-A la finca del general Jojotov, en Devkino.
-Intente en el patio, al otro lado de la estación -dijo el gendarme,
bostezando-. A veces hay campesinos que admiten pasajeros.
El agrimensor dio un suspiro y, malhumorado, pasó al otro lado de la
estación. Tras muchas discusiones y regateos, se puso de acuerdo con
un campesino alto y recio, de rostro sombrío, picado de viruelas,
embutido en un chaquetón roto y calzado con unas botas de abedul.
-Vaya un carro -gruñó el agrimensor al subir al destartalado
vehículo-. No se sabe dónde está la parte delantera ni la parte
trasera...
-Nada más
fácil -replicó el campesino-. Donde el caballo tiene la cola es la
parte de adelante y donde está sentado su señoría es la parte de
atrás.
El
caballo era joven, aunque muy flaco, abierto de patas y de orejas
caídas. Cuando el campesino, alzándose sobre su asiento, lo azotó
con el látigo, el caballo se limitó a sacudir la cabeza; al segundo
azote, acompañado de una blasfemia, el carro rechinó y empezó a
temblar
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EXAGERÓ LA NOTA
[Cuento. Texto completo]
Anton
Chejov
como si
tuviera fiebre. Después del tercer azote, el carro se tambaleó;
después del cuarto, se puso en marcha.
-¿Crees
que llegaremos a este paso? -preguntó el agrimensor, dolorido por
las fuertes sacudidas y maravillado de la habilidad que muestran los
carreteros rusos para combinar la marcha a paso de tortuga con
sacudidas capaces de arrancarle a uno el alma del cuerpo.
-¡Desde luego! -respondió el carretero, en tono tranquilizador-. El
caballo es joven y animoso... Cuando se pone en marcha, no hay modo
de detenerlo. ¡Arre-e-e, maldi-i-i-to!
Cuando el carro salió del patio de la estación empezaba a oscurecer.
A la derecha del agrimensor se extendía una llanura interminable,
oscura y helada. Probablemente conducía al lugar donde Cristo dio
las tres voces... En el horizonte, donde la llanura se confundía con
el cielo, se extinguía perezosamente el frío crepúsculo de aquella
tarde otoñal. A la izquierda del camino, en la oscuridad, se
divisaban unos montones que lo mismo podían ser pilas de heno del
año anterior que casas rurales. El agrimensor no veía lo que había
delante, pues en aquella dirección su campo visual quedaba tapado
por la ancha espalda del carretero. La calma era absoluta. El frío,
intensísimo. Helaba.
"¡Qué parajes más solitarios! -pensaba el agrimensor, mientras
trataba de taparse las orejas con el cuello del abrigo-. Ni un solo
árbol, ni una sola casa... Si por desgracia te asaltan, nadie se
entera de ello, aunque dispares un cañonazo. Y el cochero no tiene
un aspecto muy tranquilizador que digamos... ¡Vaya espaldas! Un tipo
así te pega un trompazo y sacas el hígado por la boca. Y su cara es
de lo más sospechosa..."
-Oye, amigo -le preguntó al cochero-. ¿Cómo te llamas?
-¿A mí me
hablas? Me llamo Klim.
-Dime, Klim, ¿qué tal andan las cosas por aquí? ¿No hay peligro? ¿No
hay quienes hagan bromas pesadas?
-No, gracias a Dios. ¿Quién va a gastar bromas en un lugar como
éste?
-Me alegro de que no tengan esas aficiones. Pero, por si acaso, voy
armado con tres revólveres -mintió el agrimensor-. Y, con un
revólver en la mano, el que quiera buscarme las pulgas está
arreglado: puedo enfrentarme con diez bandidos, ¿sabes?
La oscuridad era cada vez más intensa. De pronto el carro emitió un
quejido, rechinó, tembló y dobló hacia la izquierda, como si lo
hiciera de mala gana.
"¿A dónde me lleva este sinvergüenza? -pensó el agrimensor-. Íbamos
en línea recta y ahora, de repente, tuerce hacia la izquierda. Sabe
Dios... quizás a alguna cueva de bandoleros... y... no sería el
primer caso..."
-Escucha -le dijo al campesino-. ¿De veras no son peligrosos estos
parajes? ¡Qué lástima! Con lo que a mí me gusta verme las caras con
los bandidos... Aquí donde me ves, con mi aspecto flaco y enfermizo,
tengo la fuerza de un toro... En cierta ocasión me atacaron unos
bandidos. Pues bien, lo sacudí a uno de tal modo, que ahí quedó,
¿entiendes? Y los otros, gracias a mí, fueron enviados a Siberia
condenados a trabajos forzados. Ni yo mismo sé de dónde saco tanta
fuerza... Tomo con una mano a un hombrón como tú... y lo volteo.
Klim miró
de reojo al agrimensor, parpadeó y arreó al caballo.
-Sí, amigo -continuó el agrimensor-. Pobre del que se meta conmigo.
Le arranco los brazos, las |
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piernas
y, de postre, el bandido tiene que vérselas luego con los
tribunales. Todos los jefes de policía y todos los jueces me
conocen. Soy un funcionario del Estado, un personaje... La
Superioridad sabe que hago este viaje... y está pendiente de que
nadie se meta conmigo. A lo largo del camino, detrás de los
arbustos, hay soldados apostados y gendarmes apostados. ¡Para!
¡Para! -bramó súbitamente-. ¿Dónde te has metido? ¿Adónde me llevas?
-¿No tiene usted ojos? ¡Al bosque!
"Es cierto, al bosque -pensó el agrimensor-. ¡Me había asustado!
Pero no me conviene que este hombre se dé cuenta de mi
preocupación... Ya ha notado que tengo miedo. ¿Por qué se vuelve a
mirarme tantas veces? Seguro que está tramando algo... Antes
avanzaba a paso de tortuga y ahora vuela."
-Oye, Klim, ¿por qué arreas de ese modo al caballo?
-No le he dicho nada. Se ha puesto a galopar por iniciativa suya.
Cuando echa a correr, no hay modo de detenerlo... Con esas patas que
tiene...
-¡Mientes, amigo! ¡Mientes! Y te aconsejo que no corras tanto. Frena
un poco al caballo. ¿Me oyes? ¡Frénalo!
-¿Por qué?
-Porque... porque detrás de mí debían salir otros cuatro camaradas
de la estación. Tienen que alcanzarnos... Prometieron alcanzarme en
este bosque... El viaje será más entretenido con ellos... Son gente
sana, fuerte... los cuatro llevan pistola... ¿Por qué te vuelves
tantas veces y te agitas como si tuvieras agujas en el asiento? ¿Eh?
¡Cuidado, amigo! ¿Tengo monos en la cara? Lo único que tengo
interesante son mis revólveres... Espera, voy a sacarlos y te los
enseñaré... Espera...
El agrimensor fingió rebuscar en sus bolsillos; pero en aquel
instante sucedió lo que nunca se hubiera imaginado, a pesar de toda
su cobardía; de repente, Klim se lanzó fuera del carro y se dirigió
a cuatro patas hacia la espesura del bosque lindante.
-¡Socorro! -empezó a gritar-. ¡Socorro! ¡Llévate el caballo y la
carreta, maldito, pero no me condenes el alma! ¡Socorro!
Se oyeron pasos veloces que se alejaban, crujidos de ramas al
quebrarse, y luego reinó el silencio. Lo primero que hizo el
agrimensor, que jamás se esperaba aquella salida, fue detener el
caballo. Luego se acomodó lo mejor que pudo en el carro y empezó a
pensar.
"El muy imbécil ha huido, se ha asustado... Bueno, ¿y qué hago yo
ahora? No puedo seguir adelante, porque no conozco el camino, y,
además, podrían creer que he robado el caballo... ¿Qué hago?"
-¡Klim! ¡Klim!
-¡Klim! -le respondió el eco.
La simple idea de tener que pasar la noche en aquel oscuro bosque,
al aire libre, sin más compañía que los aullidos de los lobos, el
eco y los relinchos del caballo le ponían la carne de gallina.
-¡Klimito! -empezó a gritar-. ¡Querido! ¿Dónde estás, Klim?
El agrimensor se pasó unas dos horas gritando, y ya se había quedado
ronco, se había hecho ya a la idea de pasar la noche en el bosque,
cuando una débil ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un lamento.
-¡Klim! ¿Eres tú, querido? ¡Acércate!
-¿No... no me matarás?
-Sólo he querido gastarte una broma, querido. ¡Te lo juro! ¡No llevo
ningún revólver, créeme! ¡Te he mentido por miedo! ¡Vámonos, por
favor! ¡Me estoy helando!
Klim comprendió que si el agrimensor hubiera sido un bandido, como
había temido, se habría marchado con el caballo y el carro sin
esperar a más. Salió de su escondrijo y se dirigió hacia el vehículo
con paso vacilante.
-¡Vamos! -exclamó el agrimensor-. ¡Sube! Te he gastado una broma
inocente y te has asustado como un niño.
-¡Dios te perdone! -gruñó Klim, subiendo a la carreta-. Si llego a
imaginármelo, no te hubiera llevado ni por cien rublos de plata. Por
poco me muero de miedo...
Klim azotó el caballo. El carro tembló. Klim azotó al animal por
segunda vez y el vehículo se tambaleó. Después del cuarto azote,
cuando el carro se puso en marcha, el agrimensor se tapó las orejas
con el cuello del abrigo y se quedó pensativo. Ni el camino ni Klim
le parecían ya peligrosos.
FIN
"Exageró
la nota", por el autor ruso Anton Chejov (1860-1904).
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