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-¿Cree
usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno
de sus cañones aquí? -preguntó el general.
No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no
parecía un lugar donde a ningún artillero, por valiente que fuera,
le gustase colocar un cañón. El coronel pensó que posiblemente su
jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que en
una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el
valor del capitán Coulter.
-Mi general -replicó, con entusiasmo-, a Coulter le gustaría
emplazar un cañón en cualquier parte desde la que alcanzara a esa
gente -con un gesto de la mano señaló en dirección al enemigo.
-Es el único lugar posible -afirmó el general.
Hablaba en serio, entonces.
El lugar era una depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de
una colina. Era un paso por el que ascendía una ruta de peaje, que
alcanzaba el punto más alto de su trayecto serpenteando a través de
un bosque ralo y luego hacía un descenso similar, aunque menos
abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y
medio a la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de
montañas, aunque ocupada por la infantería federal, asentada justo
detrás de la escarpada cumbre como mantenida por la sola presión
atmosférica, era inaccesible a la artillería. El único lugar
utilizable era el fondo del desfiladero, apenas lo bastante ancho
para establecer el camino. Del lado de los confederados, ese punto
estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación un
poco más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de
distancia. Lo árboles de una granja disimulaban todos los cañones
excepto uno que, como con descaro, estaba emplazado en un claro,
justo enfrente de una construcción bastante destacada: la casa de un
plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante protegido en su
exposición porque la infantería federal había recibido la orden de
no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le llamó después, no
era un lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le
«agradara emplazar un cañón».
Tres o cuatro caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro
hombres muertos estaban ordenadamente colocados en hilera a uno de
los lados, un poco hacia atrás, en la pendiente de la colina. Todos
menos uno eran soldados de caballería de la vanguardia federal. Uno
era Furriel. El general que comandaba la división y el coronel en
jefe de la brigada, seguidos de su estado mayor y de su escolta,
habían cabalgado hasta el fondo del desfiladero para examinar la
batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente tras unas
altas nubes de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones
que se enmascaraban como las sepias, y el examen había sido breve.
Cuando terminó, a poca distancia del sitio donde había comenzado, se
produjo la conversación que hemos relatado parcialmente. «Es el
único lugar -repitió el general con aire pensativo- desde donde
llegar a ellos.»
El coronel le miró con gravedad.
-Sólo hay espacio para un cañón, mi general. Uno contra doce.
-Es verdad... para uno solo cada vez -dijo el comandante de la
división esbozando algo parecido a una sonrisa-. Pero, entonces, su
bravo Coulter... tiene una batería en él mismo.
Su tono irónico no dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero
no supo qué decir. El espíritu de subordinación militar no promueve
la réplica, ni siquiera la tácita desaprobación.
En aquel momento, un joven oficial de artillería ascendía lentamente
a caballo por el camino, escoltado por su clarín. Era el capitán
Coulter. No debía de tener más de veintitrés años. De mediana
estatura, muy esbelto y flexible, montaba su caballo con algo del
aire de un civil. En su rostro había algo singularmente distinto a
los de los hombres que le rodeaban; era delgado, tenía la nariz
grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un largo,
bastante desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba
señales de descuido: la visera del gastado kepis estaba ligeramente
ladeada; la chaqueta, sólo abotonada a la altura del cinturón,
dejaba ver en buena medida una camisa blanca, bastante limpia para
aquella etapa de la campaña. Pero aquella indolencia sólo afectaba a
su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos grises demostraba
un profundo interés hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como faros
el paisaje a derecha e izquierda; después se detenían mucho rato en
el cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más
alto del camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al
pasar frente a sus jefes de división y de brigada por el lado del
camino los saludó mecánicamente y se dispuso a proseguir. El coronel
le indicó por señas que se detuviera.
-Capitán Coulter -dijo-, el enemigo ha situado doce piezas de
artillería en la colina contigua. Si comprendo bien al general, le
ordena a usted que emplace un cañón aquí e inicie el combate.
Hubo un inexpresivo silencio. El general miró, impasible, a un
regimiento distante que ascendía apretadamente y muy despacio por la
colina, a través de la densa maleza, en espiral, como una
deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán Coulter no
había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente
esfuerzo:
-¿En la próxima colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones
cerca de la casa?
-¡Ah, ya ha recorrido usted este camino antes! Sí, justo ante la
casa.
-¿Y es... necesario... abrir fuego? ¿La orden es formal?
Hablaba con voz ronca y entrecortada. Había palidecido visiblemente.
El coronel estaba sorprendido y mortificado. Lanzó una mirada de
reojo al general. Ningún indicio en aquel rostro inmóvil, tan duro
como el bronce. Un momento después, el general se alejaba
cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su
escolta. El coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar
que arrestaran al capitán Coulter cuando éste pronunció en voz baja
unas pocas palabras dirigidas a su clarín, saludó y se dirigió
cabalgando en línea recta hacia el desfiladero. Cuando llegó a la
cima del camino, con los gemelos ante los ojos, se mostró recortado
contra el cielo, y él y su caballo dibujaron una nítida figura
ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y
desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín
entre los cedros y, en increíblemente poco tiempo, un cañón seguido
de un furgón de municiones, cada cual tirado por seis caballos y
manejado por su equipo completo de artilleros, apareció traqueteando
y arrasando la cuesta en medio de un torbellino de polvo. Luego, fue
empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre los caballos, que
quedaron muertos. El capitán hizo un ademán con el brazo, los
hombres que cargaban el cañón se movieron con asombrosa agilidad y,
casi antes de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado
de escuchar el ruido de las ruedas, una enorme nube blanca se abatió
sobre la colina con un ensordecedor estruendo: el combate del
desfiladero de Coulter había empezado.
No se pretende aquí relatar con detalle los episodios y las
vicisitudes de este horrible combate, un combate sin incidentes y
con las únicas alternancias de diferentes grados de desesperación.
Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba su
nube de humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta
por entre los árboles que rodeaban la casa de la plantación, y el
rugido profundo de una detonación múltiple resonó como un eco
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EL
CASO DEL DESFILADERO DE COULTER
[Cuento.
Texto completo]
Por Ambrose Bierce
roto.
Desde ese momento hasta el final, los cañones federales lucharon su
batalla sin esperanza, en una atmósfera de hierro candente cuyos
pensamientos eran relámpagos y cuyas hazañas eran la muerte.
Como no deseaba ver los esfuerzos que no podía apoyar, ni la
carnicería que no podía impedir, el coronel había escalado la cumbre
hasta un punto situado a cuatrocientos metros a la izquierda, desde
donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas masas de
humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó
los cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde
podía los efectos del fuego de Coulter -si Coulter vivía todavía
para dirigirlo. Vio que los artilleros federales, ignorando las
piezas del enemigo cuya posición sólo podían determinar por el humo,
consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el
terreno abierto: el césped de delante de la casa. Alrededor y por
encima de este duro cañón explotaron los obuses a intervalos de
pocos segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se pudo
ver por unas delgadas columnas de humo que subían por las brechas
del techo. Se veían claramente formas de hombres y caballos
postrados en el suelo.
-Si nuestros hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo
cañón -dijo el coronel a un ayudante de campo que estaba cerca-
deben estar sufriendo como el demonio el fuego de doce. Baje y
presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por la eficacia
de su fuego.
Se volvió a su ayudante mayor y agregó:
-¿Observó usted la maldita resistencia de Coulter a obedecer
órdenes?
-Sí, mi coronel.
-Bueno, no hable de esto con nadie, por favor. No creo que el
general se preocupe de formular acusaciones. Tendrá sin duda
bastante qué hacer para explicar su papel en este modo tan poco
usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.
Un joven oficial se aproximó desde la parte de abajo, escalando sin
aliento la pendiente. Casi antes de saludar, exclamó, jadeando:
-Mi coronel, me envía el coronel Harmon para informarle que los
cañones del enemigo se hallan al alcance de nuestros fusiles y casi
todos son visibles desde numerosos puntos de la colina.
El jefe de brigada le miró sin demostrar el menor interés.
-Lo sé -respondió, tranquilamente.
El joven ayudante estaba visiblemente azorado.
-El coronel Harmon quisiera autorización para silenciar esos
cañones.
-Yo también -replicó el coronel con en el tono de antes-. Salude de
mi parte al coronel Harmon y dígale que todavía rigen las órdenes
del general para que la infantería no abra fuego.
El ayudante saludó y se retiró. El coronel hundió los talones en
tierra y dio media vuelta para continuar mirando los cañones del
enemigo.
-Coronel -dijo el ayudante mayor-, no sé si debería decir nada, pero
hay algo extraño en todo esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter
es del Sur?
-No. ¿Lo era, de verdad?
-Oí que el verano pasado, la división que el general comandaba
entonces se encontraba en las cercanías de la plantación de Coulter;
acampó allí durante unas semanas y...
-¡Escuche! -le interrumpió el coronel levantando la mano-. ¿Oye
usted eso?
Eso era el silencio del cañón federal. El estado mayor, los
asistentes, las líneas de infantería situadas detrás de la cumbre,
todos habían «oído» y miraban con curiosidad en la dirección del
cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes
esporádicas procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el
toque de un clarín y el ruido débil de unas ruedas. Un minuto más
tarde, las agudas detonaciones comenzaron con redoblada actividad.
El cañón destruido había sido reemplazado por otro, intacto.
-Sí -dijo el ayudante mayor, continuando su historia-, el general
conoció a la familia Coulter. Hubo problemas, ignoro de qué
naturaleza... Algo que concernía a la esposa de Coulter. Es una
rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto
Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el
cuartel general del ejército se recibió una queja. El general fue
transferido a esta división. Resulta extraño que después de eso la
batería de Coulter haya sido asignada a ella.
El coronel se había levantado de la roca donde estaba sentado. Sus
ojos llameaban de generosa indignación.
-Dígame, Morrison -dijo, mirando a su chismoso oficial del estado
mayor directamente a la cara-, ¿le contó esa historia un caballero o
un embustero?
-No quiero revelar cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea
preciso -enrojeció ligeramente-, pero apuesto mi vida a que es
verdad.
El coronel se giró hacia un corrillo de oficiales que estaba a
cierta distancia.
-¡Teniente Williams! -gritó.
Uno de los oficiales se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y
dijo:
-Discúlpeme, mi coronel, creía que estaba usted informado. Williams
ha muerto abajo, al pie del cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?
El teniente Williams era el edecán que había tenido el placer de
transmitir al oficial que comandaba la batería las felicitaciones de
su jefe de brigada.
-Vaya -dijo el coronel- y ordene la retirada de esa pieza
inmediatamente. No... Iré yo mismo.
Bajó a todo correr la cuesta que conducía a la parte de atrás del
desfiladero, franqueando rocas y malezas, seguido de su pequeña
escolta, entre un tumultuoso desorden. Cuando llegaron al pie de la
cuesta, montaron Sus caballos, que los esperaban, enfilaron a trote
rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron en el
desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí era espeluznante!
En aquel desfiladero, apenas suficientemente ancho para un solo
cañón, habían amontonado |
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los
restos de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el
silencio de sólo el último inutilizado, era porque habían faltado
hombres para sustituirlo rápidamente por otro. Los desechos se
esparcían a ambos lados del camino; los hombres habían logrado
mantener un espacio libre en el medio en el que la quinta pieza
estaba ahora haciendo fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del
infierno! Todos sin gorra, todos desnudos hasta la cintura, su piel,
humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de
sangre. Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los
cartuchos, las palancas y el gancho de disparo. A cada golpe de
retroceso, apoyaban contra las ruedas sus hombros tumefactos y sus
manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón en su
lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y
explosiones de obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de
hierro y de las astillas que volaban por todas partes, no se hubiera
oído ninguna orden. Los oficiales, si es que quedaban oficiales, no
se distinguían de los soldados. Todos trabajaban juntos, cada uno,
mientras aguantaba, dirigido por miradas. Cuando el cañón era
escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado, se apuntaba y se
tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su
carrera militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por
la boca! En un momento en que faltaba agua, el artillero que
esponjaba la pieza había empapado la esponja en un charco de sangre
de uno de sus camaradas. No había ningún conflicto en todo aquel
trabajo. El deber del instante era obvio. Cuando un hombre caía,
otro, muy poco más limpio, parecía surgir de la tierra en lugar del
muerto, para caer a su vez.
Con los cañones deshechos yacían también los hombres deshechos, al
lado de los restos, por encima y por debajo. Y, retrocediendo por el
camino, ¡una horripilante procesión! se arrastraban con las manos y
las rodillas los heridos capaces de moverse. El coronel, que
compasivamente había enviado a su escolta hacia la derecha, hubo de
pasar con su caballo por encima de los que estaban definitivamente
muertos para no aplastar a aquellos que todavía conservaban un resto
de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad en medio de aquel
infierno, se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la
última descarga, golpeó en la mejilla al hombre que sostenía el
ariete, que se derrumbó creyendo que había muerto. Un demonio siete
veces condenado brotó de entre el humo para ocupar su puesto, pero
se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal; los
dientes le brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y
desorbitados, ardían como brasas bajo las cejas ensangrentadas. El
coronel hizo un ademán autoritario señalándole la parte de atrás. El
demonio se inclinó, en señal de obediencia. Era el capitán Coulter.
Simultáneamente a la señal de alto del coronel, el silencio cayó
sobre todo el campo de batalla. La procesión de proyectiles dejó de
correr en aquel desfile de muerte porque el enemigo también había
dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde hacía horas;
el comandante de la retaguardia, que había mantenido arriesgadamente
su posición con la esperanza de silenciar el cañón federal, también
había hecho callar sus piezas en aquel extraño minuto.
-No era consciente del alcance de mi autoridad -dijo el coronel sin
dirigirse a nadie, mientras cabalgaba hacia la cima de la colina
para averiguar qué había ocurrido.
Una hora más tarde, su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y
los soldados examinaban con respeto casi religioso, como fieles ante
las reliquias de un santo, los cuerpos de una veintena de caballos
despatarrados y los restos de tres cañones inservibles. Los caídos
habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y desgarrados
hubieran satisfecho demasiado al enemigo.
Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar en la casa
de la plantación. Aunque bastante derruida, era mejor que un
campamento al aire libre. Los rnuebles estaban muy desarreglados y
rotos. Las paredes y los techos habían cedido en algunas partes y un
olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios para la
ropa femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos
inquilinos de una noche se instalaron como en su casa, y la virtual
aniquilación de la batería de Coulter les brindó un animado tema de
conversación.
Durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció
en el comedor y pidió permiso para hablar con el coronel.
-¿Qué ocurre, Barbour? -preguntó el coronel amablemente, habiendo
escuchado sus palabras.
-Mi coronel, en el sótano pasa algo raro. No sé qué... creo que hay
alguien allí. Yo había bajado a registrar.
-Bajaré a ver -dijo un oficial del estado mayor, levantándose.
-Yo también -repuso el coronel-. Que los demás se queden. Guíenos,
asistente.
Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del sótano.
El asistente temblaba visiblemente. El candelero iluminaba
débilmente, pero en seguida, mientras avanzaban, su estrecho círculo
de luz reveló una forma humana sentada en el suelo contra la pared
de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía las
rodillas en alto y la cabeza echada hacia atrás. El rostro, que
hubiera debido verse de perfil, permanecía invisible porque el
hombre estaba tan inclinado hacia delante que su largo cabello lo
ocultaba. Y, de un modo extraño, su barba, de un color mucho más
oscuro, caía en una gran masa enredada y se desplegaba sobre el
suelo a su lado. Se detuvieron involuntariamente. Después, el
coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del asistente,
se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era
la cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus
brazos a un bebé muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus
brazos, los apretaba contra su pecho, contra sus labios. En el
cabello del hombre había sangre. A medio metro, cerca de una
depresión irregular de la tierra fresca que formaba el suelo del
sótano -una excavación reciente, con un pedazo convexo de hierro y
los bordes arqueados visibles en uno de los lados-, se veía el pie
de un niño. El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El
piso del cuarto de arriba se había agujereado y las astillas de
madera colgaban apuntando en todas direcciones.
-Esta casamata no es a prueba de bombas -dijo el coronel gravemente.
No se le ocurrió que su resumen del asunto guardaba cierta
frivolidad.
Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una palabra: el
oficial del estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el
asistente, en lo que podía contener un tonel que había en el otro
rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían creído muerto
levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la piel
negra como el carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos
por irregulares líneas blancas. Los labios también eran blancos,
como los de un negro de teatro. Tenía sangre en la frente.
El
oficial del estado mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.
-¿Qué hace usted aquí, amigo? -preguntó el coronel, inmutable.
-Esta casa me pertenece, señor -fue la réplica, deliberadamente
cortés.
-¿Le pertenece? ¡Ah, entiendo! ¿Y éstos?
-Mi mujer y mi hija. Soy el capitán Coulter.
FIN
"El caso
del desfiladero de Coulter", por el autor norteamericano Ambrose
Bierce (1842-1914).
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