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Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla,
Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el
tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de
comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana
eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían,
malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era
espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El
calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco.
Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado
recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo
horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las
simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y
los árboles crecían.
Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el
agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con
comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre,
el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a
todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de
vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de
la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella.
Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo,
se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y
había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la
gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente
artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días
bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo
se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber
descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a
cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser
hecha por la mano del hombre.
En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz
firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente.
Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con
la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El
hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos
que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le
parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de
ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se
vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes
invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia,
continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener
su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una
exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una
insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin
comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo
había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora
peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar
ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en
sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba
un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir
ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que
le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para
hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar
y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el
final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían.
Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana
despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente
encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran
arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de
las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la
vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.
El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas.
Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el
fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró
profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de
mujer.
El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle
Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el
hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es
que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían
extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de
desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió:
el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba chicle.
Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos
irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente.
Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos
ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos
abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y
de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la
hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la
impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez
más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola
desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su
regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la
orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se
detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para
recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía
tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía
incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía
entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el
paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban
entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de
masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando
inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los
huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los
pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente
la marcha.
Pocos
instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre
los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para
siempre. Pero el mal ya estaba hecho.
La
bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la
había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un
tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el
regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su
alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado
de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con
dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora
estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo
nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se
desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus
propios días, le parecía que las personas en la calle corrían
peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la
oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan
libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley
fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se
pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas
con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba
crisis había
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Amor
[Cuento.
Texto completo.]
Por Clarice Lispector
venido,
finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de
las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos
sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En
la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a
estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el
aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al
mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente
la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que
poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro!
Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al
hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego?
Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.
Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no
explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona
de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y
se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de
tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle
lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía
una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.
Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la
parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la
alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles,
miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo.
Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido
en medio de la noche.
Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con
miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras
la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más
tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando
el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de
la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.
Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No
había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en
un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.
La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración.
Ella se adormecía dentro de sí.
De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y
redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.
A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles,
pequeñas sorpresas entre los "cipós". Todo el Jardín era triturado
por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el
medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas
y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un
movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada
parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un
poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa,
desapareció.
Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras
vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de
repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En
el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a
apercibirse.
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el
suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros
podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad
intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las
lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El
asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los
dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran
recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado.
Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer
sentía asco, y a la vez era fascinada.
Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría.
Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la
náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y
abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la
había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un
mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban,
monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le
parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y
escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero todas
las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un
enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo.
La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que
sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella tuvo
miedo del Infierno.
Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo*
pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa,
Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía
mareada.
Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto
culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete,
avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía
el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió
los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El
cuidador apareció asustado por no haberla visto.
Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al
borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma
golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy
violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio,
perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande,
cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las
ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa?
Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció
una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo
era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y
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la
abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula.
Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto
había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que
siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago
sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba,
avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como
si supiera de un mal -¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?- se
prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido
alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy
bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego?
Iría sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella.
Ella precisaba de ellos...
-Tengo miedo -dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura
entre los brazos, escuchó su llanto asustado.
-Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su
corazón se crispó.
-No dejes que mamá te olvide -le dijo.
El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió
hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era
la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al
rostro, afiebrándolo.
Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa
de malla. ¿De qué tenía vergüenza?
No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto
en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no
sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba
de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con
el peor deseo de vivir.
Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas
plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada,
ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido
los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con
horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y
qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada
a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego
me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase
expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes.
¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no
había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas
más profundas? Pero era una piedad de león.
Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y,
estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico
la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba
al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con
ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se
dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la
sirvienta a preparar la cena.
Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la
escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en
hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña.
Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el horror de la
flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo
secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura,
aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la
hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el
agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los
abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para
otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a
su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una
noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal
amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el
calor del horno ardía en sus ojos.
Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres,
vinieron los hijos de los hermanos.
Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un
avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber
usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se
quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era
verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco
pálida y reía suavemente con los otros.
Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró
por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia.
Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver
defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los
chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una
mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que
desapareciera para siempre.
Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella
era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba
adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado,
¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo?
Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero
con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el
mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del
lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado
toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su
marido frente al café derramado.
-¿Qué fue? -gritó vibrando toda.
Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió,
entendiendo:
-No fue nada -dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención.
Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.
-¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.
-Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él
sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.
Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la
casa había un clima humorístico, triste.
-Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.
En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la
mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás,
alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la
bondad.
Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del
espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de
acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.
FIN
"Amor", por la autora brasileña Clarice Lispector (1920-1977).
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