El Imparcial-Pagina 10

 

                                                                                                                                  Pereira, Colombia -  Edición: 12.512-92 - Fecha: 06-12-2019

MAGAZÍN LITERARIO                                                               Pg. 1-13

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Acerca de la muerte de Bieito
[Cuento. Texto completo]

 

 

Por Rafael Dieste

 

Fue cerca del camposanto cuando sentí removerse dentro de la caja al pobre Bieito. (De los cuatro portadores del ataúd yo era uno). ¿Lo sentí o fue aprensión mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un rebullir tan suave!... Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde entonces en mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.


Pero es que yo, amigos míos, no estaba seguro, y por tanto -comprendedme, escuchadme-, por tanto no podía, no debía decir nada.


Imaginaos por un instante que yo hubiera dicho:
-Bieito está vivo.


Todas las cabezas de los viejos que portaban cirios se alzarían con un pasmado asombro. Todos los chiquillos que iban extendiendo la palma de la mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino a mi alrededor. Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos los labios un murmullo sobrecogido, insólito:


-¡Bieito está vivo! ¡Bieito está vivo!...


Callaría el lamento de la madre y de las hermanas, y en seguida también, descompasándose, la circunspecta marcha que plañía en los bronces de la charanga. Y yo sería el gran revelador, el salvador, eje de todos los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi rostro cobraría una importancia imprevista.


¡Ah! ¿Y si entonces, al ser abierto el ataúd, mi sospecha resultara falsa? Todo aquel magno asombro se volvería inconmensurable y macabro ridículo. Toda la anhelante gratitud de la madre y de las hermanas, se convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja tendría un son siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprendéis? Por eso no dije nada.


Hubo un instante en que por el rostro de uno de los compañeros de fúnebre carga pasé la leve insinuación de un sobresalto, como si él también

 

 

estuviese sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que un lampo. En seguida se serenó. Y no dije nada.


Hubo un instante en que casi me decido. Me dirigí al de mi lado y, encubriendo la pregunta en una sonrisa de humor, deslicé:


-¿Y si Bieito fuese vivo?


El otro rió pícaramente como quien dice: «Qué ocurrencias tenemos», y yo amplié adrede mi falsa sonrisa de broma.


También me encontré a punto de decirlo en el camposanto, cuando ya habíamos posado la caja y el cura rezongaba los réquienes.


«Cuando el cura acabe», pensé. Pero el cura terminó y la caja descendió al hoyo sin que yo pudiese decir nada.


Cuando el primer terrón de tierra, besado por un niño, golpeó dentro de la fosa contra las tablas del ataúd, me subieron hasta la garganta las palabras salvadoras... Estuvieron a punto de surgir. Pero entonces acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del horripilante ridículo, de la rabia de la familia defraudada si Bieito se encontraba muerto y bien muerto. Además de decirlo tan tarde acrecentaba el absurdo desorbitadamente. ¿Cómo justificar no haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé, siempre se puede uno explicar! ¡Sí, sí. sí, todo lo que queráis! Pues bien... ¿Y si hubiese muerto después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se pudiera adivinar por alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme callado! Oíd ya el griterío de la gente...


-Pidió auxilio y no se lo dieron, desgraciado...


-Él sentía llorar, se quiso levantar, no pudo...


-Murió de espanto, le saltó el corazón al sentirse bajar a la sepultura.


-¡Ahí lo tenéis, con la cara torcida por el esfuerzo!


-¡Y ése que lo sabía, tan campante, ahí sonriendo como un payaso!


-¿Es tonto o qué?


Todo el día, amigos míos, anduve loco de remordimientos. Veía al pobre Bieito arañando las tablas en ese espanto absoluto, más allá de todo consuelo y de toda conformidad, de los enterrados en vida. Llegó a parecerme que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la obsesión del delito.


Y allá por la alta noche -no lo pude evitar- me fui camino del camposanto, con la solapa subida, al arrimo de los muros.


Llegué. El cerco por un lado era bajo: unas piedras mal puestas sujetas por hiedras y zarzas. Lo salté y fui derecho al lugar... Me eché en el suelo, arrimé la oreja, y pronto lo que oí me heló la sangre. En el seno de la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas. ¿Arañaban? No sé, no sé. Allí cerca había una azada... Iba ya
 

 
   

hacia ella cuando quedé perplejo. Por el camino que pasa junto al camposanto se sentían pasos y rumor de habla. Venía gente. Entonces sí que sería absurda, loca, mi presencia allí, a aquellas horas y con una azada en la mano.


¿Iba a decir que lo había dejado enterrar sabiendo que estaba vivo?


Y huí con la solapa subida, pegándome a los muros.


La luna era llena y los perros ladraban a lo lejos.


FIN


"Acerca de la muerte de Bieito", por el autor español Rafael Dieste (1899-1981). 06 Sep 2011
 

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La  casa encantada[Cuento. Texto completo]

 

 

Anónimo europeo

 

Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano.


Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de semana. De pronto, tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.


-Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente.


Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.


-Dígame -dijo ella-, ¿se vende esta casa?


-Sí -respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija mía, frecuenta esta casa!


-Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?


-Usted -dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.


FIN

 

 

 

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