El Imparcial-Pagina 10

 

                                                                                                                                  Pereira, Colombia -  Edición: 12.499-79 - Fecha: 04-24-2019

MAGAZÍN LITERARIO                                                               Pg. 1-13

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Por Gabriel Uribe Carreño
Escritor colombiano residente en Estrasburgo, Francia.

Para Julio Olaciregui


Cogió el libro, al azar, el primero de los que estaban alineados ahí, el primero a la altura de su mano y lo abrió en cualquier página, al azar también, y empezó la lectura, sin sentarse siquiera, sino de pie cerca de los anaqueles como quien lee algunas líneas para recordar algo o para consultar simplemente. Pero se sentó, tuvo que sentarse, puso sus nalgas flacas ahí en el butacón destinado aparentemente para la lectura, un butacón que él no utilizaba casi nunca porque la persona que más leía en su casa era su mujer. Se acomodó, montó una pierna, arregló la luz de tal manera que no le cayera de pleno sobre la hoja sino más bien que iluminara las letras tangencialmente. Hizo todo esto como si hubiera preparado el decorado para una escena. Entonces se sintió al fin llevado por la lectura, transportado a ese otro mundo al que no podía tener acceso sino a través de las letras de un libro.


Leyó la primera página pero no alcanzó a llegar al final de la segunda, tuvo que levantarse y buscar un lápiz. Lo encontró en la cajita donde escondía sus puros habaneros (los escondía siempre, su mujer no soportaba el olor del tabaco) y donde, para encontrarlos mejor, metía además lápices, bolígrafos, bagatelas, los dados de jugar al monopolio y cosas así. Ahí encontró el lápiz, ya con su punta y todo, como esperándolo. Se sentó de nuevo y sobre el margen izquierdo del libro hizo la primera nota, el lápiz deslizándose dificultosamente, como reacio a escribir en un sitio que no era para eso, un espacio destinado a la lectura y no a la escritura. Pero como siempre el lápiz no tenía más remedio que obedecer, porque eso era lo curioso, ya fuera lápiz o bolígrafo de estudiante o estilógrafo, el objeto (hasta un tizón de carbón, a veces) le obedecía y cuando él se percataba su mano ya había estampado una serie de signos, frases o simples palabras sueltas, pero de todas maneras un mensaje, algo que ya significaba, que se dejaba leer e interpretar.


Llenó el margen de la página par, el lado izquierdo, pasó al espacio libre de arriba, luego llenó también el de abajo donde aparecía el número de la página y finalmente pasó a la página impar (que no había leído todavía) y le fue atiborrando los márgenes con sus garabatos a lápiz. Como le resultaba cada vez más incómodo escribir ahí, sentado, sobre el espacio reducido de los márgenes, con el lápiz, el libro sobre las rodillas, decidió pasar a su escritorio y sacar una hoja, pero recordó que esa mañana se había hecho la promesa de no escribir, es decir no dejarse llevar por la manía de estampar en hojas blancas sus garabatos. Si hubiera escogido su lectura, pensó, a lo mejor no hubiera caído en la tentación, pero ahora ya era tarde, no escribiría, es decir no se sentaría en su escritorio como lo hacía siempre pero en cambio tomaría notas, nada se lo impediría, tomar notas no era escribir, y lo hizo.


Siguió llenando los márgenes del libro, izquierdo y derecho, pasando páginas de un libro donde no leía sino sobre el cual escribía, sobre el papel destinado a la lectura, apretando su caligrafía entre los espacios que dejaba la escritura ya impresa del libro. Lo grave ahora era que la mano no se detenía, como si el lápiz la tuviera aferrada, atraída, prisionera y esa mano en la cual ni pensaba él, ni se daba cuenta que fuera la suya, esa mano, elegante, fina, de escritor, se dejaba llevar por el lápiz que corría y corría, como un caballito de juguete, infatigable, sin detenerse, hasta llegar a la última página.


 

Cuando su mujer lo llamó al almuerzo ya había terminado, se había dado el gusto de explayarse tranquilamente en las últimas páginas, llenas de vacíos y sobre todo en las dos hojas finales, donde generalmente sólo aparecen las fechas de edición y cosas así, fueron dos páginas casi libres y como reservadas sólo para su mano. Terminó gozosamente, feliz, entonces oyó que su mujer lo llamaba, es decir la escuchó al fin porque ella había estado llamándolo desde hacía rato, pero era que cuando él caía en ese trance de la escritura no había poder humano que lo sacara, ni siquiera la voz de su mujer, que era un poder bastante severo.


Le preguntó ella qué estaba haciendo que no venía rápido y él contestó que había estado escribiendo, ella le dijo que si no iba a sostener su promesa de no escribir durante un mes por lo menos y él le dijo que su promesa seguía en pie, que cumplir su promesa no le impedía tomar algunas notas. Ella le dijo que para las notas de todos modos había que utilizar un cuaderno, un lápiz, sentarse a pensar y, en resumidas cuentas, escribir, y él dijo que no, que no era este tipo de cosas lo que había hecho, sino notas que no significaban nada.


No eran para su trabajo, le aclaró, sino simplemente por el gusto de recorrer el papel con un lápiz y ella dijo que ya se imaginaba quién sabe cuántas hojas no habría llenado con esa escritura que no era escritura, y él dijo, riendo, que todo un libro. Ella se extrañó y él tuvo que explicarle que había hecho las notas sobre los márgenes de un libro. ¿De cuál?, preguntó ella. Él no recordaba, ni recordaba el tema de las dos primeras páginas, únicas que había leído antes de levantarse a coger el lápiz, pero en cambio le podía recitar todas las cosas que su mano ya había escrito, ahí, en los márgenes, cosas triviales, cosas que no utilizaría jamás en su trabajo literario, pero cosas de alguna manera necesarias porque le habían salido de sus propias manos, como llevadas, como salidas, como brotadas más bien gracias a una fuerza extraña y ahí habían quedado consignadas en los márgenes del libro, significando nada o quizá hasta a lo mejor sí tenían algún significado, pero eso ya no era él quien iba a ponerse a buscárselo, eso eran cosas de los que leían, si era que alguien leía eso después, lo de él era y había sido siempre sólo escribirlo.


Y cuando su mujer se dio cuenta, él, que parecía ya no tener hambre, había sacado su bolígrafo y estaba haciendo garabatos diminutos (una escritura minuciosa, ilegible) sobre la servilleta y ya no le puso atención a ella, ya parecía abstraído y llevado por su mano sobre la servilleta, navegando por quién sabe qué mares, qué historia extraña (ella jamás leía lo que él escribía, cuando leyó alguna vez, al comienzo de

 

   

AL FILO DE LA ESCRITURA

 

 

su vida en común, algunas páginas, lo que no le pareció oscuro le pareció absurdo). Escribió hasta llenar toda las servilletas que había ahí en la mesa y ella estaba bravísima, las servilletas que eran para pasarlas por la boca él las había utilizado, es decir las había inutilizado llenándolas de caracteres con su tinta de bolígrafo, ahora nadie se las podría poner sobre los labios sin manchárselos. Le gritó varias veces que las servilletas no eran para eso, ni la mesa para escribir, eso era un comedor, ni estas horas del mediodía para trabajar sino para el descanso pero él no oyó nada de eso y siguió hasta el final cuando ya no había por ahí servilletas y tuvo que detenerse, con el bolígrafo todavía temblando en la mano, como un arma, como un florete que todavía guarda las ansias después de haberse batido durante un buen rato. Le sonrió a la mujer, pero ella estaba hosca, lo miró sin complacencias, verdaderamente resentida. Una cosa era compartir su vida con un escritor y otra tener que soportar una especie de maniático. Él le dijo que habían sido "algunas cosillas" que le pasaron volando por la cabeza y no había querido dejar que se perdieran, por eso las había atrapado así, al vuelo, ahí mismo, en la mesa, sin ninguna consideración para con ella que estaba presente, como si para él en esos momentos ella no existiera.


Y así era siempre, cuando él escribía nada de lo que le rodeaba tenía verdadera existencia, ni siquiera su mujer. Por eso ella evitaba ir a verlo a su escritorio. Lo dejaba allá tranquilo. Pero esto de que viniera aquí y en su propia mesa la pusiera de lado sólo por llenar las servilletas de letras con su bolígrafo, eso era insoportable. Mal educado, hasta un acto malvado, no tenía consideración con ella que se había esmerado en preparar un almuerzo para que lo disfrutaran los dos, ahora que él había decidido parar por un tiempo la escritura y vivir, es decir compartir realmente su vida con ella. Él le prometió que ya había pasado todo, se iba a controlar mejor de ahora en adelante, se lo juró por lo más sagrado y pasaron a la salita de al lado a tomar ahí el café. El café estaba muy caliente, hirviendo, dijo él, sonriendo mientras lo ponía sobre la mesa de centro y sacaba una libretica, de veras diminuta, de ésas que cargaba siempre en los bolsillos y, todavía sonriendo, como excusándose (el café estaba todavía caliente), se puso a escribir rápidamente, algunas palabras nada más, decía con su mirada cuando levantaba la cabeza hacia su mujer, rápidamente, la miraba, le hacía entonces con el gesto que ya, ya terminaba, y seguía garabateando.

 

Pero el café, que estaba hirviendo, se puso frío, helado, decía la mujer insistiéndole que se lo tomara ya y él seguía ahí con su libretica que ya no tenía dónde meterle más palabras, porque, a pesar de que las palabras escritas a la carrera y de manera diminuta, parecían querer salirse, no cabían ya de lo apretadas. Cuando cerró la libretica y la guardó con gesto satisfecho y como queriendo decir ahora sí mi vida vamos a vivir los días nuestros, se acabó la escritura y el tiempo es para los dos y nada más, todas las palabras habladas que aparezcan, sí, pero ni una más escrita, ella tenía la cara de persona excedida, de quien no soporta ya más este maniático que se da la gran vida desahogándose y le quita la vida, el tiempo, la energía a los otros con su manía.


Fue él quien propuso que salieran, y a ella, que no le gustaba salir después del almuerzo, la idea le pareció excelente, la mejor idea para mantenerlo lejos de su tentación. Salieron entonces, caminaron un rato, tomaron un bus, y no pasó nada, visitaron varios almacenes del centro y no pasó nada, hasta que en una de esas tiendas de lujo mientras ella se medía un vestido y él esperaba ahí sentado, una de las empleadas dejó su libreta, con bolígrafo y todo, ahí, al alcance de su mano, y él no pudo contenerse, agarró la libreta, encuadernada como un libro grande, la abrió por el centro y ahí mismo empezó a estampar su nerviosa escritura, su caligrafía incontenible, llena de garabaticos ilegibles para todos menos para él.

 

De manera que cuando vino la empleada y lo vio escribiendo en su libreta, se sorprendió del asunto, pero no dijo nada, fue y trajo una hojas blancas y se las dio al señor para que anotara ahí lo que tenía que anotar con tanta urgencia, y que por favor no le llenara el cuaderno con sus notas pues el cuaderno ella tenía que presentárselo esa noche a la dueña y cómo iba a explicarle la presencia de todos esos garabatos. Él se turbó, se turbó de veras, fue como si lo hubieran despertado, sintió vergüenza y maldijo para sus adentros su manía, eso era ya una obsesión malsana, se dijo, eso no era creación sino locura, se regañó a sí mismo y recibiendo las hojas blancas que la empleada le largaba le agradeció mucho, le dijo que no hacía falta, se disculpó por haberle dañado su libreta y, en eso, se quedó en silencio, pues apareció su mujer con el vestido puesto y se pusieron los tres a hablar de otras cosas, cosas serias, la manera como le quedaba el vestido, lo bien que le sentaba a ella el color verde, con su piel clara pero ligeramente matizada, y así. Pero en el momento en que regresó a cambiarse, se quedó ella mirando la mesa, las hojas enrolladas en las manos de él, y le preguntó qué era eso, qué pasaba que bastaba que ella volviera la espalda para que él se lanzara de nuevo a la escritura, y él le dijo que no, que eran sólo hojas blancas, y la muchacha empleada, por defenderlo, agregó que sí, que eran sólo hojas blancas que ella le había traído, y su mujer le preguntó entonces: ¿Pediste papel para escribir, no puedes aguantarte siquiera cinco minutos las ganas? Y él no contestó, enrollaba y desenrollaba el papel, culpablemente, y la empleada comprendió que había cometido un error mencionando lo del papel y habló en voz alta de nuevo sobre el

 

 

vestido y lo bien que le quedaba a la señora. Ella se retiró a cambiarse echando ojeadas hacia atrás, como queriendo sorprenderlo en el momento en que se pusiera a escribir, y él, para tranquilizarla, dobló las hojas y se las guardó ostensiblemente en bolsillo interior del saco.


No pasó nada, sólo que a partir de entonces la empleada, que iba y venía haciendo que disponía los maniquíes, que arreglaba la ropa, no dejaba de mirarlo, de reojo, pero con una compasión infinita, como se mira a un enfermo incurable. Pero no volvió a pasar nada. Salieron del almacén con la compra ya hecha y, de nuevo en las calles, todo parecía normal.


Pero en el bus de regreso a él le dio por decir que se le acababa de ocurrir algo y sacó las hojas que tenía dobladas en el bolsillo interior del saco y empezó a buscar un bolígrafo por todas partes, palpándose los bolsillos sin poder encontrar ni siquiera un cabo de lápiz. Le dijo a ella que mirara a ver si tenía por ahí algún lápiz pero ella respondió que a propósito había dejado en la casa todo lo que pudiera servir para escribir, hasta su lápiz labial (ella, que siempre se retocaba cuando salía, que después de tomar algo, de hacer una pausa, iba a los servicios y se retocaba), lo había dejado en la mesita del espejo. Exasperado él, como alguien que tiene el cigarrillo ya listo para fumar pero no encuentra fuego, empezó a preguntar a ver quién tenía por ahí un lápiz, preguntando a la gente que estaba ahí a su lado de pie, y a los que estaban sentados, y a una pareja allá del fondo que parecían estudiantes, y de pronto, como lo pudo observar ella en voz alta, como socorriendo a su marido, todo el bus estaba buscando en los bolsillos, todo el mundo tras un lápiz o un bolígrafo o una cosa que sirviera para escribir. Una viejecita, al fin, pasó un lapicito que parecía de juguete, sin comprender lo que pasaba, sin saber por qué todo el mundo parecía querer dar la vida por un lápiz y se santiguó luego cuando vio que era simplemente porque un señor allá, de pie, incomodando a todos los pasajeros, tenía necesidad de ponerse a escribir algo. Escribió, doblando y desdoblando la hoja, por una cara, por la otra, doblando la hoja en cuatro, en ocho, y así, hasta que la viejecita tenía que bajarse y le dijo que no importaba señor, que se quedara con el lápiz, ella tenía otro en la casa idéntico a éste y no lo utilizaba pues ella era de las personas que no escriben nunca. Incomprensible eso, dijo él en voz alta, sin parar de escribir. El lápiz, que parecía de juguete, resultó ser un lápiz de los buenos, porque él pudo llenar las hojas hasta los bordes y el lápiz seguía sirviendo, ni siquiera le pedía punta.


La escena del bus, le dijo ella luego, era de veras insoportable, era el colmo de todo, jamás se había imaginado que su esposo, hombre tenido por todos por inteligente, se hubiera rebajado hasta ese nivel de entrega, a la obsesión y a lo bajo, qué vergüenza. Y sobre todo qué fastidio. Él le juró por lo más sagrado que ahora sí, la cosa había pasado, se descargó de su culpa diciendo que todo había comenzado por la empleada, que le pasó esas hojas sin que él hubiera estado pidiendo nada. Estaba tan consternado, tenía tal cara de culpable y de mal marido que ella lo consoló, lo acarició, le dijo que mañana todo iría mejor, que lo importante era que él se sostuviera firme en la promesa de no escribir, y listo, lo demás, la felicidad cotidiana, vendría sola. Sin comer siquiera se fueron a la cama, se quitaron la ropa y olvidaron la piyama, como cuando recién casados, cuando todo era nuevo y ella era más importante para él que todas las resmas de papel, que todos los lápices del mundo.


Se amaron, gozaron juntos, se rieron, se prometieron vivir de ahora en adelante la vida más feliz, y, cosa que él no había vuelto a hacer desde su época de soltero, se fumó un cigarrillo en la cama, desnudos los dos, mirando subir las volutas de humo a la luz de la lámpara de la mesita de noche. Entonces él puso el cigarrillo un momento sobre la mesita, mientras anotaba algo por ahí en cualquier papel, el dorso de un almanaque que estaba contra la pared, y anotó dos o tres frases y sonrió cuando puso el almanaque de nuevo en su puesto y el lápiz en cualquier parte, sonrió en calma, con la serenidad y el buen ánimo de haber al fin vencido esa obsesión que no era arte ni era nada sino una manera de robarle la vida y de robarle el marido a ella, sonrió tranquilo, fumó, fumó en silencio mientras ella se quedaba como dormida, y entonces, sin nada que hacer, sin nada que decirse en ese momento, tomó el lápiz de nuevo y añadió un par de frases más a lo que ya había escrito en el dorso del almanaque, y luego otra frase y después todo un párrafo, el dorso del almanaque estaba lleno sin que él hubiera terminado de escribir lo que salía en ese momento. De manera que, bajo la mirada casi aterrada de ella, que había abierto los ojos de pronto sintiendo que algo no funcionaba bien, él se levantó a buscar papel, volvió a la cama y estuvo escribiendo, escribiendo hasta que al volverse a mirar el reloj vio que eran las dos de la mañana, que su mujer no estaba en la cama, y sintió los dedos agarrotados de tanto escribir y la espalda adolorida y cuando puso el punto final a lo que estaba escribiendo sintió que esta vez sí había metido los pies, que la cosa era imperdonable.


Pero no se arrepentía. Eso que le había brotado ahí en ese instante entre fumada y fumada ya había sido puesto sobre el papel y mañana, al fin, podría empezar a cumplir su promesa de no escribir durante un mes, mañana, sí, sólo mañana, aunque su mujer se hubiera ido, aunque se acabara el papel, aunque no hubiera lápices ni bolígrafos, ni nada, ni siquiera los lápices labiales de su mujer, nada para escribir, pero mañana, mañana sí iba a empezar la vida, con su mujer o solo, con amigos o sin nadie, pero no más escritura sino la vida pura y simple, la vida con cosas para contar en voz alta y cosas para vivir, pero sin nada para dejar escrito porque la vida es arte y no garabatos sobre el papel.


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Gabriel Uribe Carreño (Socorro, Santander, 1947). Escritor, periodista, actor de teatro. Actualmente trabaja en programas de Formación continua para empresas francesas (Lenguas Extranjeras). Eligió a Estrasburgo como ciudad porque un sueño premonitorio así se lo indicó, y desde 1980 allá vive y escribe (o viceversa). El cuento "Al filo de la escritura" es tomado del libro "Cuentos colombianos del siglo XXI" que acaba de ser publicado en Francia por la editorial Índigo.

 
 

 

 

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