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Por
Gabriel Uribe
Carreño
Escritor colombiano residente en Estrasburgo, Francia.
Para Julio Olaciregui
Cogió el libro, al azar, el primero de los que estaban alineados
ahí, el primero a la altura de su mano y lo abrió en cualquier
página, al azar también, y empezó la lectura, sin sentarse siquiera,
sino de pie cerca de los anaqueles como quien lee algunas líneas
para recordar algo o para consultar simplemente. Pero se sentó, tuvo
que sentarse, puso sus nalgas flacas ahí en el butacón destinado
aparentemente para la lectura, un butacón que él no utilizaba casi
nunca porque la persona que más leía en su casa era su mujer. Se
acomodó, montó una pierna, arregló la luz de tal manera que no le
cayera de pleno sobre la hoja sino más bien que iluminara las letras
tangencialmente. Hizo todo esto como si hubiera preparado el
decorado para una escena. Entonces se sintió al fin llevado por la
lectura, transportado a ese otro mundo al que no podía tener acceso
sino a través de las letras de un libro.
Leyó la primera página pero no alcanzó a llegar al final de la
segunda, tuvo que levantarse y buscar un lápiz. Lo encontró en la
cajita donde escondía sus puros habaneros (los escondía siempre, su
mujer no soportaba el olor del tabaco) y donde, para encontrarlos
mejor, metía además lápices, bolígrafos, bagatelas, los dados de
jugar al monopolio y cosas así. Ahí encontró el lápiz, ya con su
punta y todo, como esperándolo. Se sentó de nuevo y sobre el margen
izquierdo del libro hizo la primera nota, el lápiz deslizándose
dificultosamente, como reacio a escribir en un sitio que no era para
eso, un espacio destinado a la lectura y no a la escritura. Pero
como siempre el lápiz no tenía más remedio que obedecer, porque eso
era lo curioso, ya fuera lápiz o bolígrafo de estudiante o
estilógrafo, el objeto (hasta un tizón de carbón, a veces) le
obedecía y cuando él se percataba su mano ya había estampado una
serie de signos, frases o simples palabras sueltas, pero de todas
maneras un mensaje, algo que ya significaba, que se dejaba leer e
interpretar.
Llenó el margen de la página par, el lado izquierdo, pasó al espacio
libre de arriba, luego llenó también el de abajo donde aparecía el
número de la página y finalmente pasó a la página impar (que no
había leído todavía) y le fue atiborrando los márgenes con sus
garabatos a lápiz. Como le resultaba cada vez más incómodo escribir
ahí, sentado, sobre el espacio reducido de los márgenes, con el
lápiz, el libro sobre las rodillas, decidió pasar a su escritorio y
sacar una hoja, pero recordó que esa mañana se había hecho la
promesa de no escribir, es decir no dejarse llevar por la manía de
estampar en hojas blancas sus garabatos. Si hubiera escogido su
lectura, pensó, a lo mejor no hubiera caído en la tentación, pero
ahora ya era tarde, no escribiría, es decir no se sentaría en su
escritorio como lo hacía siempre pero en cambio tomaría notas, nada
se lo impediría, tomar notas no era escribir, y lo hizo.
Siguió llenando los márgenes del libro, izquierdo y derecho, pasando
páginas de un libro donde no leía sino sobre el cual escribía, sobre
el papel destinado a la lectura, apretando su caligrafía entre los
espacios que dejaba la escritura ya impresa del libro. Lo grave
ahora era que la mano no se detenía, como si el lápiz la tuviera
aferrada, atraída, prisionera y esa mano en la cual ni pensaba él,
ni se daba cuenta que fuera la suya, esa mano, elegante, fina, de
escritor, se dejaba llevar por el lápiz que corría y corría, como un
caballito de juguete, infatigable, sin detenerse, hasta llegar a la
última página.
Cuando su
mujer lo llamó al almuerzo ya había terminado, se había dado el
gusto de explayarse tranquilamente en las últimas páginas, llenas de
vacíos y sobre todo en las dos hojas finales, donde generalmente
sólo aparecen las fechas de edición y cosas así, fueron dos páginas
casi libres y como reservadas sólo para su mano. Terminó
gozosamente, feliz, entonces oyó que su mujer lo llamaba, es decir
la escuchó al fin porque ella había estado llamándolo desde hacía
rato, pero era que cuando él caía en ese trance de la escritura no
había poder humano que lo sacara, ni siquiera la voz de su mujer,
que era un poder bastante severo.
Le preguntó ella qué estaba haciendo que no venía rápido y él
contestó que había estado escribiendo, ella le dijo que si no iba a
sostener su promesa de no escribir durante un mes por lo menos y él
le dijo que su promesa seguía en pie, que cumplir su promesa no le
impedía tomar algunas notas. Ella le dijo que para las notas de
todos modos había que utilizar un cuaderno, un lápiz, sentarse a
pensar y, en resumidas cuentas, escribir, y él dijo que no, que no
era este tipo de cosas lo que había hecho, sino notas que no
significaban nada.
No eran para su trabajo, le aclaró, sino simplemente por el gusto de
recorrer el papel con un lápiz y ella dijo que ya se imaginaba quién
sabe cuántas hojas no habría llenado con esa escritura que no era
escritura, y él dijo, riendo, que todo un libro. Ella se extrañó y
él tuvo que explicarle que había hecho las notas sobre los márgenes
de un libro. ¿De cuál?, preguntó ella. Él no recordaba, ni recordaba
el tema de las dos primeras páginas, únicas que había leído antes de
levantarse a coger el lápiz, pero en cambio le podía recitar todas
las cosas que su mano ya había escrito, ahí, en los márgenes, cosas
triviales, cosas que no utilizaría jamás en su trabajo literario,
pero cosas de alguna manera necesarias porque le habían salido de
sus propias manos, como llevadas, como salidas, como brotadas más
bien gracias a una fuerza extraña y ahí habían quedado consignadas
en los márgenes del libro, significando nada o quizá hasta a lo
mejor sí tenían algún significado, pero eso ya no era él quien iba a
ponerse a buscárselo, eso eran cosas de los que leían, si era que
alguien leía eso después, lo de él era y había sido siempre sólo
escribirlo.
Y cuando su mujer se dio cuenta, él, que parecía ya no tener hambre,
había sacado su bolígrafo y estaba haciendo garabatos diminutos (una
escritura minuciosa, ilegible) sobre la servilleta y ya no le puso
atención a ella, ya parecía abstraído y llevado por su mano sobre la
servilleta, navegando por quién sabe qué mares, qué historia extraña
(ella jamás leía lo que él escribía, cuando leyó alguna vez, al
comienzo de
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AL FILO DE LA
ESCRITURA
su vida
en común, algunas páginas, lo que no le pareció oscuro le pareció
absurdo). Escribió hasta llenar toda las servilletas que había ahí
en la mesa y ella estaba bravísima, las servilletas que eran para
pasarlas por la boca él las había utilizado, es decir las había
inutilizado llenándolas de caracteres con su tinta de bolígrafo,
ahora nadie se las podría poner sobre los labios sin manchárselos.
Le gritó varias veces que las servilletas no eran para eso, ni la
mesa para escribir, eso era un comedor, ni estas horas del mediodía
para trabajar sino para el descanso pero él no oyó nada de eso y
siguió hasta el final cuando ya no había por ahí servilletas y tuvo
que detenerse, con el bolígrafo todavía temblando en la mano, como
un arma, como un florete que todavía guarda las ansias después de
haberse batido durante un buen rato. Le sonrió a la mujer, pero ella
estaba hosca, lo miró sin complacencias, verdaderamente resentida.
Una cosa era compartir su vida con un escritor y otra tener que
soportar una especie de maniático. Él le dijo que habían sido
"algunas cosillas" que le pasaron volando por la cabeza y no había
querido dejar que se perdieran, por eso las había atrapado así, al
vuelo, ahí mismo, en la mesa, sin ninguna consideración para con
ella que estaba presente, como si para él en esos momentos ella no
existiera.
Y así era siempre, cuando él escribía nada de lo que le rodeaba
tenía verdadera existencia, ni siquiera su mujer. Por eso ella
evitaba ir a verlo a su escritorio. Lo dejaba allá tranquilo. Pero
esto de que viniera aquí y en su propia mesa la pusiera de lado sólo
por llenar las servilletas de letras con su bolígrafo, eso era
insoportable. Mal educado, hasta un acto malvado, no tenía
consideración con ella que se había esmerado en preparar un almuerzo
para que lo disfrutaran los dos, ahora que él había decidido parar
por un tiempo la escritura y vivir, es decir compartir realmente su
vida con ella. Él le prometió que ya había pasado todo, se iba a
controlar mejor de ahora en adelante, se lo juró por lo más sagrado
y pasaron a la salita de al lado a tomar ahí el café. El café estaba
muy caliente, hirviendo, dijo él, sonriendo mientras lo ponía sobre
la mesa de centro y sacaba una libretica, de veras diminuta, de ésas
que cargaba siempre en los bolsillos y, todavía sonriendo, como
excusándose (el café estaba todavía caliente), se puso a escribir
rápidamente, algunas palabras nada más, decía con su mirada cuando
levantaba la cabeza hacia su mujer, rápidamente, la miraba, le hacía
entonces con el gesto que ya, ya terminaba, y seguía garabateando.
Pero el
café, que estaba hirviendo, se puso frío, helado, decía la mujer
insistiéndole que se lo tomara ya y él seguía ahí con su libretica
que ya no tenía dónde meterle más palabras, porque, a pesar de que
las palabras escritas a la carrera y de manera diminuta, parecían
querer salirse, no cabían ya de lo apretadas. Cuando cerró la
libretica y la guardó con gesto satisfecho y como queriendo decir
ahora sí mi vida vamos a vivir los días nuestros, se acabó la
escritura y el tiempo es para los dos y nada más, todas las palabras
habladas que aparezcan, sí, pero ni una más escrita, ella tenía la
cara de persona excedida, de quien no soporta ya más este maniático
que se da la gran vida desahogándose y le quita la vida, el tiempo,
la energía a los otros con su manía.
Fue él quien propuso que salieran, y a ella, que no le gustaba salir
después del almuerzo, la idea le pareció excelente, la mejor idea
para mantenerlo lejos de su tentación. Salieron entonces, caminaron
un rato, tomaron un bus, y no pasó nada, visitaron varios almacenes
del centro y no pasó nada, hasta que en una de esas tiendas de lujo
mientras ella se medía un vestido y él esperaba ahí sentado, una de
las empleadas dejó su libreta, con bolígrafo y todo, ahí, al alcance
de su mano, y él no pudo contenerse, agarró la libreta, encuadernada
como un libro grande, la abrió por el centro y ahí mismo empezó a
estampar su nerviosa escritura, su caligrafía incontenible, llena de
garabaticos ilegibles para todos menos para él.
De manera
que cuando vino la empleada y lo vio escribiendo en su libreta, se
sorprendió del asunto, pero no dijo nada, fue y trajo una hojas
blancas y se las dio al señor para que anotara ahí lo que tenía que
anotar con tanta urgencia, y que por favor no le llenara el cuaderno
con sus notas pues el cuaderno ella tenía que presentárselo esa
noche a la dueña y cómo iba a explicarle la presencia de todos esos
garabatos. Él se turbó, se turbó de veras, fue como si lo hubieran
despertado, sintió vergüenza y maldijo para sus adentros su manía,
eso era ya una obsesión malsana, se dijo, eso no era creación sino
locura, se regañó a sí mismo y recibiendo las hojas blancas que la
empleada le largaba le agradeció mucho, le dijo que no hacía falta,
se disculpó por haberle dañado su libreta y, en eso, se quedó en
silencio, pues apareció su mujer con el vestido puesto y se pusieron
los tres a hablar de otras cosas, cosas serias, la manera como le
quedaba el vestido, lo bien que le sentaba a ella el color verde,
con su piel clara pero ligeramente matizada, y así. Pero en el
momento en que regresó a cambiarse, se quedó ella mirando la mesa,
las hojas enrolladas en las manos de él, y le preguntó qué era eso,
qué pasaba que bastaba que ella volviera la espalda para que él se
lanzara de nuevo a la escritura, y él le dijo que no, que eran sólo
hojas blancas, y la muchacha empleada, por defenderlo, agregó que
sí, que eran sólo hojas blancas que ella le había traído, y su mujer
le preguntó entonces: ¿Pediste papel para escribir, no puedes
aguantarte siquiera cinco minutos las ganas? Y él no contestó,
enrollaba y desenrollaba el papel, culpablemente, y la empleada
comprendió que había cometido un error mencionando lo del papel y
habló en voz alta de nuevo sobre el |
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vestido y
lo bien que le quedaba a la señora. Ella se retiró a cambiarse
echando ojeadas hacia atrás, como queriendo sorprenderlo en el
momento en que se pusiera a escribir, y él, para tranquilizarla,
dobló las hojas y se las guardó ostensiblemente en bolsillo interior
del saco.
No pasó nada, sólo que a partir de entonces la empleada, que iba y
venía haciendo que disponía los maniquíes, que arreglaba la ropa, no
dejaba de mirarlo, de reojo, pero con una compasión infinita, como
se mira a un enfermo incurable. Pero no volvió a pasar nada.
Salieron del almacén con la compra ya hecha y, de nuevo en las
calles, todo parecía normal.
Pero en el bus de regreso a él le dio por decir que se le acababa de
ocurrir algo y sacó las hojas que tenía dobladas en el bolsillo
interior del saco y empezó a buscar un bolígrafo por todas partes,
palpándose los bolsillos sin poder encontrar ni siquiera un cabo de
lápiz. Le dijo a ella que mirara a ver si tenía por ahí algún lápiz
pero ella respondió que a propósito había dejado en la casa todo lo
que pudiera servir para escribir, hasta su lápiz labial (ella, que
siempre se retocaba cuando salía, que después de tomar algo, de
hacer una pausa, iba a los servicios y se retocaba), lo había dejado
en la mesita del espejo. Exasperado él, como alguien que tiene el
cigarrillo ya listo para fumar pero no encuentra fuego, empezó a
preguntar a ver quién tenía por ahí un lápiz, preguntando a la gente
que estaba ahí a su lado de pie, y a los que estaban sentados, y a
una pareja allá del fondo que parecían estudiantes, y de pronto,
como lo pudo observar ella en voz alta, como socorriendo a su
marido, todo el bus estaba buscando en los bolsillos, todo el mundo
tras un lápiz o un bolígrafo o una cosa que sirviera para escribir.
Una viejecita, al fin, pasó un lapicito que parecía de juguete, sin
comprender lo que pasaba, sin saber por qué todo el mundo parecía
querer dar la vida por un lápiz y se santiguó luego cuando vio que
era simplemente porque un señor allá, de pie, incomodando a todos
los pasajeros, tenía necesidad de ponerse a escribir algo. Escribió,
doblando y desdoblando la hoja, por una cara, por la otra, doblando
la hoja en cuatro, en ocho, y así, hasta que la viejecita tenía que
bajarse y le dijo que no importaba señor, que se quedara con el
lápiz, ella tenía otro en la casa idéntico a éste y no lo utilizaba
pues ella era de las personas que no escriben nunca. Incomprensible
eso, dijo él en voz alta, sin parar de escribir. El lápiz, que
parecía de juguete, resultó ser un lápiz de los buenos, porque él
pudo llenar las hojas hasta los bordes y el lápiz seguía sirviendo,
ni siquiera le pedía punta.
La escena del bus, le dijo ella luego, era de veras insoportable,
era el colmo de todo, jamás se había imaginado que su esposo, hombre
tenido por todos por inteligente, se hubiera rebajado hasta ese
nivel de entrega, a la obsesión y a lo bajo, qué vergüenza. Y sobre
todo qué fastidio. Él le juró por lo más sagrado que ahora sí, la
cosa había pasado, se descargó de su culpa diciendo que todo había
comenzado por la empleada, que le pasó esas hojas sin que él hubiera
estado pidiendo nada. Estaba tan consternado, tenía tal cara de
culpable y de mal marido que ella lo consoló, lo acarició, le dijo
que mañana todo iría mejor, que lo importante era que él se
sostuviera firme en la promesa de no escribir, y listo, lo demás, la
felicidad cotidiana, vendría sola. Sin comer siquiera se fueron a la
cama, se quitaron la ropa y olvidaron la piyama, como cuando recién
casados, cuando todo era nuevo y ella era más importante para él que
todas las resmas de papel, que todos los lápices del mundo.
Se amaron, gozaron juntos, se rieron, se prometieron vivir de ahora
en adelante la vida más feliz, y, cosa que él no había vuelto a
hacer desde su época de soltero, se fumó un cigarrillo en la cama,
desnudos los dos, mirando subir las volutas de humo a la luz de la
lámpara de la mesita de noche. Entonces él puso el cigarrillo un
momento sobre la mesita, mientras anotaba algo por ahí en cualquier
papel, el dorso de un almanaque que estaba contra la pared, y anotó
dos o tres frases y sonrió cuando puso el almanaque de nuevo en su
puesto y el lápiz en cualquier parte, sonrió en calma, con la
serenidad y el buen ánimo de haber al fin vencido esa obsesión que
no era arte ni era nada sino una manera de robarle la vida y de
robarle el marido a ella, sonrió tranquilo, fumó, fumó en silencio
mientras ella se quedaba como dormida, y entonces, sin nada que
hacer, sin nada que decirse en ese momento, tomó el lápiz de nuevo y
añadió un par de frases más a lo que ya había escrito en el dorso
del almanaque, y luego otra frase y después todo un párrafo, el
dorso del almanaque estaba lleno sin que él hubiera terminado de
escribir lo que salía en ese momento. De manera que, bajo la mirada
casi aterrada de ella, que había abierto los ojos de pronto
sintiendo que algo no funcionaba bien, él se levantó a buscar papel,
volvió a la cama y estuvo escribiendo, escribiendo hasta que al
volverse a mirar el reloj vio que eran las dos de la mañana, que su
mujer no estaba en la cama, y sintió los dedos agarrotados de tanto
escribir y la espalda adolorida y cuando puso el punto final a lo
que estaba escribiendo sintió que esta vez sí había metido los pies,
que la cosa era imperdonable.
Pero no se arrepentía. Eso que le había brotado ahí en ese instante
entre fumada y fumada ya había sido puesto sobre el papel y mañana,
al fin, podría empezar a cumplir su promesa de no escribir durante
un mes, mañana, sí, sólo mañana, aunque su mujer se hubiera ido,
aunque se acabara el papel, aunque no hubiera lápices ni bolígrafos,
ni nada, ni siquiera los lápices labiales de su mujer, nada para
escribir, pero mañana, mañana sí iba a empezar la vida, con su mujer
o solo, con amigos o sin nadie, pero no más escritura sino la vida
pura y simple, la vida con cosas para contar en voz alta y cosas
para vivir, pero sin nada para dejar escrito porque la vida es arte
y no garabatos sobre el papel.
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Gabriel Uribe Carreño (Socorro, Santander, 1947). Escritor,
periodista, actor de teatro. Actualmente trabaja en programas de
Formación continua para empresas francesas (Lenguas Extranjeras).
Eligió a Estrasburgo como ciudad porque un sueño premonitorio así se
lo indicó, y desde 1980 allá vive y escribe (o viceversa). El cuento
"Al filo de la escritura" es tomado del libro "Cuentos colombianos
del siglo XXI" que acaba de ser publicado en Francia por la
editorial Índigo.
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