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No puedo imaginar
qué hora sería, ni asegurara encontrarme en noche o madrugada, pero
se me antojaba que me había levantado poco tiempo ha. Una modorra
singular, pesada, morbosa, entorpecía mi cerebro. Al mismo tiempo
experimentaba yo algún disgusto muy hondo, alguna pena abrumadora,
más érame imposible recordar sus causas. Nada, ni un mezquino
detalle estaba presente en mi memoria. En vano me esforzaba en
escudriñar las obscuridades de mi imaginación, buscando alguna
remembranza aun no totalmente evaporada. Fue inútil. Sólo alcanzaba
aumentar mi frenesí, mi honda amargura.
El día estaba
triste. Abovedaba el cielo un nubarrón gris obscuro, que transmitía
avaramente una claridad mortecina.
Me vino la
sospecha de que estaría nevando y para cerciorarme salí a la
ventana, y derramé al exterior la mirada de mis ojos turbios. Largo
rato hube de parpadear antes de convencerme de que no había nieve
por ninguna parte. Mis percepciones eran sordas y penosas. Permanecí
allá, contemplando la negrura de las selvas que se extendían delante
de mí, y dije a mis adentros: «Son los bosques de Montnegre... ¡Ah!
¡me encuentro en el más!» Y como si no estuviese muy seguro repetí
en voz alta: «Sí, sí... me encuentro en el más Sábat».
Imaginando que
tal vez la soledad me impresionaba, anduve en busca de seres
humanos. Entré en la cocina; una cocina espaciosa, negra, ahumada,
de piso agreste y altísimo techo de cañas tiznadas. Allí, bajo el
ancho vuelo acampanado del hogar, vi sentados en el banco al
masovero1 y la masovera, con los brazos doblados sobre el pecho sin
decir palabra, graves, cabizbajos y devorados por yerta amarillez.
Por el movimiento casi imperceptible de sus labios comprendí que
rezaban. ¿Sería huella de lágrimas la claridad que serpenteaba por
las facciones de la masovera? Allí cundía un desusado quebranto, que
yo sentía también aunque no recordase el motivo.
Mientras examinaba
aquella escena amilanado como no es decible, mis ojos dieron en el
fondo de un pasadizo con la figura esbelta, grave y melancólica de
mi madre. Etérea y blanquecina, la afable dama se me allegó, me
abrazó y estampó en mi frente un dilatado beso. Sus labios eran
finos como la morada lantanea mojada por el rocío de noviembre. Sus
ojos grandes y serenos decían una tristeza incomprensible. Me eché a
llorar en sus brazos... sin saber por qué.
-Imposible
detenernos más -dijo a media voz. Y ambos salimos de casa, y
anduvimos, anduvimos... Recuerdo que el aire estaba completamente
inmóvil. Las hojas secas de chopos y carolinas caían aplomadas como
pájaros muertos. ¿A dónde nos encaminábamos por la ribera de
aquellos torrentes solitarios?
Se aproximaban las
selvas. Entramos en una falda de montaña tenebrosa y poblada de
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Visión agorera
[Cuento.
Texto completo]
Por Joaquim Ruyra
enormes alcornoques, decrépitos y harapientos. Aquel viejo
alcornocal era el de Montigalá, un bosque improductivo que no se
había destinado al carboneo porque los transportes superaban en
coste a la mercadería. A los árboles gigantescos, abandonados, se
les dejaba que fuesen muriendo por sus pasos contados, y acaso hacía
más de un siglo que estaban enfermos. Yo conocía muy bien el añejo
alcornocal de Montigalá, lugar pavoroso donde jamás había oído el
gorjeo de un ave ni el canto de un leñador. Allí el aire estaba
siempre húmedo, impregnado de tufos de atmósfera cerrada y olores de
moho semejantes a los que se perciben en un albergue de miserables.
Mi madre, distanciada algunos pasos de mí, caminaba silenciosa,
bajando la vertiente de la montaña. Yo la seguía torpemente mirando
con estremecimientos los arbolazos caducos que retorcían sobre mi
cabeza sus ramas contrahechas, cubiertas de un musgo prolongado y
blanco como el pelo de un viejo. Roídos muchos de ellos a nivel del
suelo por los insectos, bocelados por la carcoma, heridos y
descortezados a trechos; minados algunos por podredumbres que les
convertían la médula en una masa amarilla y blanda, deshecha al
menor roce en un serrín impalpable como el tabaco en polvo;
abollados otros por tumores monstruosos que estallaban soltando
hilillos acuosos que se extendían por el suelo a guisa de
complicados riachuelos; éstos vaciados por cavidades espantosas;
aquellos hendidos de arriba abajo y con la mitad de los pesados
miembros abatida a sus pies; pero todos colosales, llagados,
cubiertos de polvo y telarañas presentaban un grandioso aspecto, de
desolación que aterraba. Diríase que Dios los había condenado a un
espantoso sufrir, sin permitirles aliento ni gemido.
¡Qué extenso, qué interminable me resultaba el alcornocal! Nunca me
lo había parecido tanto; y la luz del día amenguaba como si la tarde
desmayase más allá de las nubes. |
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¿Anochecía acaso? Yo
tuve intención de hablar, de preguntar algo a mi madre, pero mi
voluntad arrecida y sin tino no hallaba el resorte secreto que la
pone en comunicación con los sentidos, y a pesar de mis esfuerzos,
no surgía la voz en mi garganta contraída. ¡Qué angustia, Dios mío!
Mientras continuaba el descenso, vi allá a lo lejos, entre las
malezas, a un hombre que bajaba con una maleta a cuestas. Esta
visión me sugirió la idea de un viaje, de una ausencia penosa, de
algo inevitable y desconsolador. ¡Pobre madrecita mía! ¿Sería ella
quien partiese? ¿Y adónde?... ¿Aquella cabeza gris tan querida había
de separarme del calor de mis besos? ¿Y por qué separarnos?... ¿Por
qué?... Pesadamente, iba dando vueltas a estas preguntas en mi
imaginación, y advertí a la sazón que nos acercábamos a la llanura
brumosa y azulada; y mi madre apretó el paso, y yo también.
No sé por cuáles senderos penetramos allá, pero lo cierto es que al
cabo de algún tiempo nos hallábamos en mitad de la llanura y ante la
estación de una vía de ferrocarril que se perdía en el infinito. En
aquel mismo instante llegaba el tren haciendo trepidar el suelo.
Entonces, mi madre me abrazó temblando, y de pronto, deslizándose de
mis brazos, después de breve carrera se precipitó en un vagón. Yo
quise entrar en pos de ella, pero ella miró con terror, y cerrando
la portezuela de un golpe gritaba:
-¡No, no!
Quedé despavorido. El tren se puso en marcha, fueron desfilando los
vagones delante de mí, y tras los cristales pasaron unas rígidas
figuras, unas caras pálidas, unas narices azuladas, unos ojos
vidriosos... Después, ¡soledad!, ¡soledad absoluta!... Sentí rodar
una gota de escarcha a lo largo del espinazo, y me asaltó la idea de
la muerte.
Esta idea clara, horripilante, me despertó. Todo aquello no había
sido más que un sueño, pero me impresionó de tal manera que me
apresuré a marchar del más donde la pesadilla me había sorprendido.
Volví, pues, a la costa, a mi casa solariega, y (muchos creerán que
lo digo para producir un efecto artístico, mas no es así) encontré a
mi madre enferma y la vi morir a los pocos días. ¿El sueño habría
sido una sugestión, una advertencia misteriosa? No sé, pero estoy
convencido de que hoy, como en tiempo de Hamlet, el cielo y la
tierra ocultan muchas cosas a la miopía de los sabios.
FIN
1. Masovero: Labrador que, viviendo en masía ajena, cultiva las
tierras anejas a cambio de una retribución o de una parte de los
frutos.
"Visión agorera", por el
autor español Joaquim Ruyra (1858-1939). 09 Nov 2011 |
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