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Sea por
lo que fuere, lo cierto es que yo lo odiaba, y no debe creerse que
él, por su parte, me había dado motivo alguno, por lo menos a los
ojos del mundo; pero la razón existía, no cabe duda, aunque tan
oculta, tan sutil, que no encuentro palabras con que poder
expresarla. Todos conocemos esta clase de antipatías instintivas;
vemos por primera vez a un desconocido, a una persona cuya
existencia ignorábamos y, sin embargo, en el momento de verla
decimos: “No me gusta ese hombre o esa mujer”. ¿Por qué no nos
gusta? ¡Ah! Lo ignoramos; no sabemos sino que es así, que nos cae
antipático; eso es todo. Tal fue mi caso con Juan Claverhouse.
¿Con qué
derecho era dichoso un hombre semejante? Nunca vi optimismo como el
suyo; siempre risueño, siempre contento y siempre encontrándolo todo
bien, ¡maldita sea!...
No me
importaba nada la alegría de los demás; todo el mundo puede reír,
hasta yo... antes de conocer a Claverhouse; pero la risa de éste,
aquella risa, me irritaba, me enloquecía, me ponía furioso, fuera de
mí... Era una pesadilla constante, a la que no podía sustraerme, un
demonio maldito, cuyo abrazo infernal me ahogaba. ¡Qué risa!
Estentórea, homérica, gargantuana; despierto o dormido, su vibrante
sonar me arañaba el corazón como con las púas de un peine
gigantesco. La oía al despuntar el alba, a través de los campos, y
sus ecos me robaban las delicias de un plácido despertar; la oía
bajo el cielo clarísimo del mediodía, cuando la Naturaleza entera
parecía dormir borracha de luz y de calor, y sus “¡ja! ¡ja!” se
elevaban sonoros en el silencio de los valles; y la oía en medio de
la noche, en que me despertaba el irritante chasquido de aquella
risa diabólica, haciéndome dar vueltas en la cama y clavarme las
uñas en las palmas de las manos, en un paroxismo de rabia impotente.
Más de
una madrugada me levanté con el único objeto de desparramar sus
rebaños por las campiñas sembradas, y sólo conseguí escuchar otra
vez, por la mañana, su eterna risa, mientras los congregaba de nuevo
en sus rediles.
-Pobres
bestezuelas -decía-. ¡No tienen culpa, al ir donde su instinto las
lleva, buscando mejores pastos!...
Tenía
Claverhouse un perro que atendía por Marte, un hermoso animal,
mezcla de mastín y galgo, con rasgos característicos de ambas
especies. Marte, más que su perro favorito, era casi un amigo para
él, y siempre se les veía juntos. Después de una paciente espera, llegó el día y la hora de poner en práctica mi maquinación. Con halagos atraje al animal, y un pedazo de carne con estricnina hizo el resto, aunque perdí mi tiempo y mi habilidad de una manera lastimosa, pues la risa de Juan siguió siendo tan frecuente como antes y su cara se parecía cada vez más a la luna llena.
-¿Adónde
va? -le pregunté cuando nos cruzamos.
-A pescar
truchas -me dijo contentísimo-; me entusiasma la pesca.
¿Ha
existido jamás un hombre semejante? Sus trojes y sus hórreos no
estaban asegurados -lo sabía-, y el incendio había convertido en
humo su fortuna; pero allá iba, lleno de regocijo, en busca de una
cesta de truchas, simplemente porque “le entusiasmaba la pesca”.
Si en
aquel momento hubiera visto en su cara la expresión de la pena, por
poca, por ligera que ésta hubiera sido; si la cara se le hubiese
alargado, perdiendo aquel aspecto de luna llena, quizá le habría
perdonado el crimen de existir; pero, por el contrario, la desgracia
parecía aumentar su alegría.
Lo
insulté a propio intento, y no vi en su cara signo alguno de
despecho; todo lo más, un gesto de sorpresa bondadosa.
-¿Pelearnos?... ¿Y por qué? -me preguntó con lentitud, y añadió,
echándose a reír-. ¡Ja,ja! ¡Qué gracioso es usted! ¡Ja, ja!... De
verdad, me hace usted muchísima gracia. ¿Qué hacer? La cosa era horrible, inverosímil, inaguantable... ¡Cómo lo odiaba, Dios poderoso...
Luego, aquel nombre: Claverhouse. ¿Por qué Claverhouse? Me hacía la pregunta mil veces. No me hubiera importado que se llamara Smith, Brown, Jones; pero... ¡Claverhouse!... ¿Es posible que exista alguien con semejante nombre? “No”, me responderán ustedes, y “no", me respondía yo mismo.
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Cara de luna
Pensé en
su hipoteca y en la imposibilidad de que la pagara, cuando sus
cosechas se encontraban destruidas. Bien pronto encontré un
prestamista astuto e inhumano que se quedó con todos los créditos, y
aunque yo no figuré para nada en la transacción, pude, por medio de
este agente, forzar el vencimiento, para tener el gusto de avisar a
Claverhouse de los pocos días (ni uno más de los que marca la ley)
que le restaban para abandonar la casa y la finca donde había vivido
durante veinte años.
Después
fui a verlo, esperando leer, al fin, la desesperación en sus ojos;
pero ¡ca!; lo encontré sonriente, con su eterna cara de contento
y... ¡más parecida que nunca a la luna llena!
Me
recibió riendo a carcajadas.
-¡Ja, ja,
ja!... ¡Pero qué gracioso es este chiquillo mío! Figúrese usted que
estaba jugando en la orilla del río, cuando un trozo del ribazo cayó
al agua y lo salpicó, y me dice: “¡Oye, papá! ¡Un charco se ha
levantado y me ha dado en la cabeza!..."
Y se
detuvo, aguardando, sin duda, a que yo me echara a reír.
-Pues no
veo la gracia -le contesté con brusquedad y sintiendo que la cara se
me agriaba por momentos. Me miró con asombro, y luego empezó a extenderse por la suya el resplandor suave de que les he hablado, y que la tornaba casi luminosa:
-¡Ja, ja!...
¡Esto sí que está bueno!... ¡Que no le ve la gracia!... ¡Ja, ja, ja!...
¡Que no se la ve!... Pero, venga usted acá, venga usted acá; usted
ya sabe que los charcos...
No lo
dejé terminar; di media vuelta y me marché. ¡Era el colmo! ¡Ya no
podía resistirlo! Se hacía indispensable acabar de una vez; era
preciso libertar al mundo de semejante monstruo... Y mientras subía lentamente la colina, su risa maldita me perseguía, resonante siempre, siempre...
* Me precio de hacer las cosas bien, y cuando resolví matar a Claverhouse estaba dispuesto a hacerlo en forma tal y con tal habilidad, que el recuerdo de mi acción no pudiera avergonzarme nunca. Declaro que aborrezco la torpeza y que siempre me inspiró antipatía la violencia y la fuerza bruta. Matar a un hombre a puñetazos, por ejemplo, tiene todos los caracteres del vandalismo, y me repugna hasta pensar en ello; de modo que la idea de disparar un tiro, clavar un puñal o asestar un golpe ni siquiera entró en mis cálculos; además, no sólo era cuestión de hacerlo bien, científicamente: quedaba por resolver la indispensable forma de evitar que pudieran recaer sospechas sobre mí.
Empecé por comprar una perra de aguas de cinco meses, y me dediqué en cuerpo y alma a inculcarle la educación necesaria. Si alguien me hubiera observado con atención, pronto se hubiera dado cuenta de que sólo la adiestraba en devolverme las cosas que yo arrojaba lejos de mí.
La perra,
a la que di el nombre de Belona, me traía los palos que le tiraba al
agua, y no solamente me los traía, sino que lo efectuaba en seguida,
sin vacilar, morderlos ni jugar con ellos. Le enseñé a correr detrás
de mí con un objeto en la boca, hasta alcanzarme, y como se trataba
de un animal listo y despierto, pronto tuve el gusto de ver que mis
lecciones fueron bien aprovechadas. En la primera ocasión favorable regalé el animal a mi enemigo, y al hacerlo, como se comprenderá, llevaba mi idea, pues de antiguo conocía su flaqueza y su hábito inveterado de infringir cierta ley de pesca.
-No -me dijo cuando le puse la traílla en la mano-, no, esto no es en serio, ¿verdad? -y se reía, con su risa ridícula, que le retozaba por toda la cara mofletuda y reluciente-. Yo... yo... pensaba... Vamos, creía, creía que... no le era a usted muy simpático -continuó el imbécil-. ¿Verdad que tiene gracia que haya vivido equivocado, eh?
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Y reía,
reía hasta desternillarse. ¡Canalla!
-¿Cómo se
llama? -me preguntó.
-Belona.
-¿Belona?
¡Ja, ja! ¡Qué nombre más raro!
Rechinando los dientes, que su estúpida alegría me ponía de punta,
le contesté:
-Belona
era la esposa de Marte.
-¡Ah, ya
comprendo, comprendo! Sí, claro, Marte se llamaba mi perro. Bueno,
pues... ¡se ha quedado viuda esta Belona!
Ya estaba
bien lejos de la cuesta, y todavía llegaban a mí sus carcajadas.
Pasó la
semana, y el sábado le dije:
-Se
marcha usted el lunes, ¿no?
-Sí
-respondió, sin dejar de sonreír.
-Entonces, no podrá meter mano a las truchas antes de irse...
-No sé...
no sé -me replicó, sin reparar en el tono agrio de mi pregunta-. De
todas maneras, mañana pienso probar... ¡Ja, ja!...
Su
respuesta me tranquilizó, y me marché a casa satisfecho.
Al día
siguiente, muy temprano, lo vi salir con saco y red, acompañado de
Belona, y como tenía la certeza del sitio adonde se dirigían, tomé
un atajo y pronto llegué a la cima de la montaña, que bordeé
ocultándome, hasta avistar el valle en el cual el riachuelo formaba
una pequeña cascada y más allá una laguna límpida y tranquila que
reposaba entre las breñas.
Era el
sitio, y sentándome en el suelo entre la maleza, desde donde
dominaría el espectáculo, encendí mi pipa y esperé tranquilo el
desenlace.
Bien
pronto, Claverhouse apareció vadeando la corriente del riachuelo,
seguido de Belona, que correteaba a su alrededor. Ambos, hombre y
animal, llegaban contentos, y los ladridos cortos y vibrantes del
uno se confundían con los gritos guturales del otro. Ya junto al
remanso, vi que Claverhouse arrojaba la red y el morral al suelo y
sacaba del bolsillo algo parecido a una vela gorda y grande. Yo
sabía lo que era: un cartucho de los gigantes, pues en eso consistía
su sistema para pescar truchas: atontarlas o matarlas con dinamita.
Le puso la mecha, envolvió el cartucho en un pedazo de tela, le
prendió fuego y lo tiró con fuerza al charco.
Como un
relámpago, Belona se precipitó tras él, mientras yo hubiera gritado,
de puro gozo, al verlo. En vano Claverhouse llamaba a la perra a
gritos; en vano la tiroteaba con piedras y ramas: el animal nadaba
rápidamente, y al poco tuvo el cartucho en la boca se dirigió con él
hacia la orilla. Entonces, por primera vez, pareció darse cuenta del
peligro a que estaba expuesto, y echó a correr por entre la maleza.
Mis planes se realizaban a la perfección; la perra, al llegar a la
orilla, emprendió sin vacilar su persecución, tal y como yo le había
enseñado a hacer conmigo.
¡Oh! El
espectáculo era grandioso, y bien merecía el trabajo que me costó
prepararlo.
Como ya
he dicho, el pequeño remanso formaba el fondo de una especie de
anfiteatro natural, y el arroyo tenía pasaderas de piedra a la
entrada y a la salida. Claverhouse, seguido de Belona, corría dando
vueltas y más vueltas de un lado a otro; ambos, pasando y repasando
la corriente, como dos bolas dentro de un plato, persiguiéndose, en
un divertido e interesante juego. Nunca hubiera creído que un hombre
de su aspecto poseyese tal ligereza, pues Claverhouse corría con una
velocidad asombrosa, mientras la perra lo seguía de cerca, ganando
terreno a cada paso, a punto de alcanzarlo... Y en el momento en que
se tocaban, él a toda carrera, ella con el hocico casi junto a su
rodilla, se produjo la explosión: un relámpago, una nube de humo
blanquecino y una detonación formidable que retumbó en la montaña...
Donde habían estado el hombre y el perro no quedaba sino una
hondonada en el suelo de la planicie...
*
El juez
calificó el suceso de “muerte accidental en la circunstancia de
hallarse pescando por medios prohibidos”.
He aquí
por qué me precio de la forma delicada y artística que empleé para
acabar con Juan Claverhouse. No hubo brutalidad, no hubo torpeza;
nada de qué tener que avergonzarme, convendrán ustedes conmigo. Y ya su risa infernal no repercute sus ecos entre mis queridas montañas ni me irrita la aparición de su estúpida cara de luna.
"Cara de
luna", por el autor norteamericano Jack London (1876-1916). |
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