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Las tres volvemos a casa empolvadas, yo, la pequeña doga y la perra
de pastor flamenca. Ha nevado en los pliegues de nuestras ropas. Yo
llevo charreteras blancas; en la cara chata de Poucette se funde un
azúcar impalpable, y la perra de pastor centellea toda, desde su
puntiagudo hocico a su cola semejante a una cachiporra.
Salimos para contemplar la nieve, la verdadera nieve y el verdadero
frío, rarezas parisienses, ocasiones, casi imposibles de encontrar,
de final de año. En mi barrio desierto, corrimos como tres locas, y
las fortificaciones hospitalarias, las calumniadas «fortis»
presenciaron, desde la avenida de Ternes al bulevar Malesherbes,
nuestra jadeante alegría de perros en libertad. Nos inclinamos, de
lo alto del talud, sobre el foso que colmaba un crepúsculo violáceo
agitado por torbellinos blancos; contemplamos Levallois negro
salpicado de luces rosadas, detrás de un velo tejido con miles y
miles de moscas blancas, vivas, frías como flores deshojadas, que se
derruían en los labios, en los ojos, suspendidas por un momento las
pestañas, del vello de las mejillas. Arañamos con nuestras diez
patas una nieve intacta, fiable, que huía bajo nuestros pies con un
acariciador crujir de tafetán. Lejos de todos los ojos, galopamos,
ladramos, comimos la nieve al vuelo, saboreamos su dulzura de
sorbete avainillado y polvoriento.
Sentadas ahora frente a la ardiente rejilla las tres callamos. El
recuerdo de la noche, de la nieve, del viento desencadenado detrás
de la puerta, se funde lentamente en nuestras venas y vamos a
deslizarnos en ese sueño repentino, recompensa de las largas
caminatas.
La perra de pastor, que humea como un baño de pies, ha recobrado su
dignidad de loba amaestrada, su seriedad falsa y cortés. Escucha,
con una oreja, el susurro de la nieve a lo largo de las persianas
cerradas, con la otra acecha el tintineo de las cucharas de la
antecocina. Su nariz afilada palpita, y sus ojos color cobre,
abiertos, fijos en el fuego, se mueven incesantemente, de derecha a
izquierda, de izquierda a derecha, como si estuviera leyendo. Yo
estudio, un poquito recelosa, a esa recién llegada, esa perra
femenina y complicada que guarda bien, ríe raramente, se conduce
como persona sensata, con una impenetrable mirada. Sabe mentir,
robar; pero grita, sorprendida, como una jovencita asustada, y casi
enferma de emoción. ¿Dónde adquirió, esa lobita de bajas caderas,
esta hija de las tierras valonas, su odio hacia la gente mal vestida
y su reserva aristocrática? Le ofrezco un puesto en mi hogar y en mi
vida, y quizás, ella que ya sabe defenderme, me amará.
Mi pequeña doga de corazón infantil duerme, reventada de sueño, con
fiebre en el hocico y las patas. La gata gris no ignora que nieva, y
desde la hora del almuerzo no he vuelto a verle la punta de la
nariz, hundida en el pelo de su vientre. Heme aquí una vez más, como
al principio del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad,
frente a mí misma.
Un año más... ¿Para qué contarlos? Este primero de año parisiense no
me recuerda nada de los días de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién
podría devolverme la pueril solemnidad de los días de Año Nuevo de
antaño? Mientras yo cambiaba, cambió para mí la forma de los años.
El año ya no es ese sendero serpenteante, esa cinta desenrollada que
de enero ascendía a la primavera, subía, subía al verano para
florecer en llanura serena, en prado ardiente recortado de sombras
azules, salpicado de deslumbrantes geranios, luego descendía a un
otoño oloroso, brumoso, que exhala aroma a marjal, o fruta madura y
caza, luego se internaba en un invierno seco, sonoro, espejeante de
lagunas heladas, de nieve rosada bajo el sol... Después la cinta
ondulada se precipitaba, vertiginosa, hasta
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ENSUEÑO DE AÑO NUEVO
Por Colette
romperse
en seco, frente a una fecha maravillosa, aislada, suspendida entre
los dos años como flor de escarcha: el día de Año Nuevo.
Una niña muy amada, entre unos padres que no eran ricos, y que vivía
en el campo entre árboles y libros y que no conoció ni deseó
costosos juguetes; he aquí lo que veo al inclinarme esta noche sobre
mi pasado. Una niña supersticiosamente encariñada con las fiestas de
las estaciones, con las fechas señaladas por un regalo, una flor, un
pastel tradicional. Una niña que por instinto ennoblecía paganamente
las fiestas cristianas, enamorada solamente del ramo de boj, del
huevo rojo de Pascua, de las rosas deshojadas de Corpus y de los
altares -siringas, acónitos, manzanillas-, del vástago de avellano
coronado por una crucecita, bendecido en la misa de la Ascensión y
plantado en los linderos del campo, al que protege del granizo. Una
niñita prendada del pastel de cinco cuernos, cocido y comido el día
de Ramos; de la «crepé» en Carnaval; del asfixiante olor de la
iglesia, durante el mes de María.
Anciano sacerdote sin malicia que me diste la comunión, ¿pensabas
que esa niña silenciosa, fijos los ojos en el altar, esperaba el
milagro, el inaprensible movimiento del chal azul que ceñía a la
Virgen? ¿Verdad? ¡Yo me comportaba de forma tan juiciosa! Es cierto
que pensaba en milagros, pero... no los mismos que tú. Adormilada
por el incienso de las cálidas flores, hechizada por el perfume
mortuorio, la podredumbre almizclada de las rosas, yo vivía,
bondadoso hombre, sin malicia, en un paraíso que no podías imaginar,
poblado de mis dioses, de mis animales habladores, de mis ninfas y
de mis sátiros. Y yo te escuchaba hablar de tu infierno, pensando en
el orgullo del hombre que, por sus crímenes de un instante, inventó
el eterno gehena. ¡Ah, cuánto tiempo hace!
Mi soledad, esta nieve de diciembre, este umbral de otro año, no me
devolverán el escalofrío de antaño, cuando acechaba, durante la
larga noche, el lejano estremecimiento, entreverado con los latidos
de mi corazón, del tambor municipal, despertando con el día nuevo a
la aldea dormida. Temía, llamaba, desde la profundidad de mi lecho
de niña, a ese tambor en la noche helada, a eso de las seis, con una
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angustia
nerviosa próxima al llanto, apretadas las mandíbulas, el vientre
contraído. Sólo este tambor, y no las doce campanadas de la
medianoche, daba para mí la brillante apertura del nuevo año, el
advenimiento misterioso tras el cual el mundo entero jadeaba,
suspendido al primer rran del viejo parche de mi aldea.
Pasaba, invisible en la oscura mañana, lanzando a las paredes su
viva y fúnebre alboradilla, y detrás de él se reanudaba una vida,
nueva y saltando hacia doce meses nuevos. Liberada, yo saltaba de mi
cama con la vela, corría a las felicitaciones, los besos, los
bombones, los libros con cantos dorados. Abría la puerta a los
panaderos portadores de las cien libras de pan y hasta mediodía,
grave, penetrada de una importancia comercial, daba a todos los
pobres, los verdaderos y los falsos, el cantero de pan y la moneda
que recibían sin humildad y sin gratitud.
Mañanas de invierno, lámpara roja en la oscuridad, aire inmóvil y
áspero de antes de nacer el día, jardín adivinado en la oscura alba,
disminuido, cubierto de nieve, abetos abrumados que dejabais
resbalar, de hora en hora, el fardo de tus brazos negros, abanicazos
de los pajarillos asustados, y sus juegos inquietos en medio de un
polvo de cristal, más tenue, más lleno de lentejuelas que la irisada
bruma de un surtidor. ¡Oh, inviernos todos de mi infancia, un día de
invierno acaba de devolveros a mi recuerdo! Es mi rostro de antaño
el que busco en este espejo ovalado, cogido con mano distraída, y no
mi rostro de mujer, de mujer joven a la que pronto abandonará su
juventud.
Hechizada aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber
envejecido, mientras soñaba. Con trémulo pincel, podría pintar,
encima de este rostro, el de una lozana niña enmorenecida por el
sol, sonrosada por el frío, unas mejillas elásticas que acababan en
una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a fruncirse, una
boca cuyas astutas comisuras desmentía el breve labio ingenuo. ¡Ay,
sólo es un instante! El adorable terciopelo del pastel resucitado se
deshace y echa a volar. El agua oscura del espejito sólo retiene mi
imagen que es igual, completamente igual a mí, señalada de ligeros
arañazos, finalmente grabada en los párpados, en las comisuras de
los labios, entre las obstinadas cejas. Una imagen que ni sonríe ni
se entristece, y que murmura para sí solita:
«Hay que envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no
te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como
grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida
necesaria. Mírame, mira tus parpados, tus labios, levanta los rizos
de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de tu vida;
no lo olvides: ¡hay que envejecer!
»Aléjate lentamente, lentamente, sin lágrimas, no olvides nada.
Llévate tu salud, tu alegría, tu atildamiento, el poco de bondad y
justicia que te hizo la vida menos amarga; ¡no olvides! Vete
engalanada, vete dulce, y no te detengas a lo largo del irresistible
camino; en vano lo intentarías. ¡Hay que envejecer! Sigue el camino,
tiéndete sólo para morir. Y cuando te tiendas a través de la
vertiginosa cinta ondulada, si detrás de ti no dejaste, uno a uno,
tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni tus miembros
usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz
maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has
conservado en tu mano la mano amiga que te guía, tiéndete sonriendo,
duerme dichosa, duerme privilegiada...»
FIN
Sidonie-Gabrielle Colette (Saint-Sauveur-en-Puisaye, 28 de enero
de 1873 - París, 3 de agosto de 1954), |
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