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Lo mejor que pude haber soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millonarios ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
-Querido
Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado.
Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido
un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
-¿Cómo?
-dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno
Carnaval!
-Por eso
mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la
tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado,
sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía
perder la ocasión.
-¡Amontillado!
-Tengo
mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y he de
pagarlo.
-¡Amontillado!
-Pero
como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a
Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
-Luchesi
es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
-Y, no
obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con
el de usted.
-Vamos,
vamos allá.
-¿Adónde?
-A sus
bodegas.
-No mi
querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene
usted algún compromiso. Luchesi...
-No tengo
ningún compromiso. Vamos.
-No,
amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene
usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están
materialmente cubiertas de salitre.
-A pesar
de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a
usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo
esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra
y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él
hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado
para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho
que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes
concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran
suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata
desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos
antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le
guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el
abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una
larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones
al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos
encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las
catacumbas de los Montresors.
El andar
de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico
resonaban a cada una de sus zancadas.
-¿Y el
barril? -preguntó.
-Está más
allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que
brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió
hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las
lágrimas de la embriaguez.
-¿Salitre? -me preguntó, por fin.
-Salitre
-le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos? |
EL BARRIL DE AMONTILLADO
Por
Edgar Allan Poe
-¡Ejem! ¡Ejem!
¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi
pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
-No es
nada -dijo por último.
-Venga
-le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo
mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz,
como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo
que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y
no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive
Luchesi...
-Basta
-me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me
moriré de tos.
-Verdad,
verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin
motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le
defenderá de la humedad.
Y
diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una
larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
-Beba -le
dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse
la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me
saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
-Bebo
-dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
-Y yo,
por la larga vida de usted.
De nuevo
me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
-Esas
cuevas -me dijo- son muy vastas.
-Los
Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
-He
olvidado cuáles eran sus armas.
-Un gran
pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente
rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
-¡Muy
bien! -dijo.
Brillaba
el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi
fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por
montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a
los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo,
esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del
codo.
-El
salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera
musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río.
Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted.
Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
-No es
nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de
medoc.
Rompí un
frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus
ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella
al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré
sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No
comprende usted? -preguntó.
-No -le
contesté.
-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
-¿Cómo?
-¿No
pertenece usted a la masonería?
-Sí, sí
-dije-; sí, sí.
-¿Usted?
¡Imposible! ¿Un masón?
-Un masón
-repliqué.
-A ver,
un signo -dijo.
-Éste -le
contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
-Usted
bromea -dijo, retrocediendo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el
amontillado.
-Bien
-dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo
mi brazo.
Apoyóse
pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del
amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas,
bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una
profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que
brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta
descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido
alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de
encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París. Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón
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un montón
de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así
descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía
otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de
anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido
construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente
un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la
bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de
granito macizo que las circundaban.
En vano,
Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de
penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía
distinguir el fondo.
-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera
Luchesi...
-Es un
ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y
seguido inmediatamente por mí.
En un
momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso
por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había
yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos
argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos
dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue
cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme
resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
-Pase
usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el
salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que
regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo;
pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
-¡El
amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su
asombro.
-Cierto
-repliqué-, el amontillado.
Y
diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que
antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al
descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con
estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar
la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi
obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de
Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que
tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del
recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo
luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada
coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las
furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos,
durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me
senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin,
aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin
interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se
hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y,
levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado,
dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie
de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del
hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia
atrás.
Durante
un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar
estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión
bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de
piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y
contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los
acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que
gritaba acabó por callarse.
Ya era
medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las
octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad
de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar.
Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la
posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada,
que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste,
que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz
decía:
-¡Ja, ja,
ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos
reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro
vino! ¡Je, je, je!
-El
amontillado -dije.
-¡Je, je,
je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán
esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí
-dije-; vámonos ya.
-¡Por el
amor de Dios, Montresor!
-Sí
-dije-; por el amor de Dios.
En vano
me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y
llamé en alta voz:
-¡Fortunato!
No hubo
respuesta, y volví a llamar.
-¡Fortunato! Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!
FIN
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"El barril de amontillado", por el autor estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849).
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