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"Su Majestad es el autor de lo que escribo". Con palabras tan claras
como éstas, la monja mexicana sor María de San José, nacida en 1656
y muerta en 1719, tomó la pluma para escribir su vida a instancias
de su confesor y bajo la iluminación de Dios. Se trata de un
fenómeno histórico-literario de amplio suceso en la España Moderna,
a este y al otro lado del Atlántico.
Uno de los motivos que suelen invocarse para explicar la extensa
serie de autobiografías espirituales femeninas, escritas en el mundo
hispano durante los siglos XVI y XVII, es el estímulo ejercido por
el Libro de la vida de Teresa de Jesús, sobre todo tras su edición
impresa en 1588 por iniciativa de fray Luis de León. A partir de
este momento la obra gozó de una notable difusión y fue lectura
habitual en bastantes conventos femeninos, sobre todo en los
monasterios de carmelitas descalzas fundados por ella. Distintas
monjas así lo advirtieron al narrar sus vivencias y alguna que otra
atribuyó su oficio de escritora a la inspiración recibida de la
monja abulense. Fue el caso, por ejemplo, de Estefanía de la
Encarnación, religiosa en el convento de Santa Clara de Lerma, quien
comenzó a escribir su autobiografía, a la edad de 28 años, un día
que sintió a su lado a la madre Teresa y ésta le dio la pluma.
La mediación de Teresa de Jesús, como la de Dios o la de otras
figuras celestiales, es un tópico que se repite en muchos escritos
autobiográficos de las religiosas del Siglo de Oro. Puede entenderse
también como una estrategia legitimadora de la escritura, es decir,
como un modo de aventurarse con ciertas garantías en un territorio
que les estaba prácticamente vedado, en particular si lo que
escribían concernía a cuestiones espirituales.
Como muestra un botón: en 1564, Isabel Ortíz, hija de un platero
madrileño, fue encarcelada por haber escrito y pretendido dar a la
imprenta un librico de doctrina cristiana. Uno de los varones
llamados a testificar, el doctor Alonso de Balboa, a la sazón
vicario general en la audiencia arzobispal de Alcalá de Henares,
declaró ante los jueces inquisidores del tribunal de Toledo que él
había prevenido a la religiosa para que no se metiera en esos
menesteres, recordándole que “las mujeres no habían de saber más de
hilar o labrar y hacer las haciendas de su casa”, en tanto que en
materias de fe y escritura lo mejor era “callar y encomendarlos a
Dios”.
En consecuencia, tomar la palabra en el espacio público, dominado
hegemónicamente por los varones, implicaba una cierta forma de
protesta contra la subordinación social y las discriminaciones
impuestas por el sistema patriarcal, entre las que se hallaban los
impedimentos que las mujeres tuvieron a la hora de instruirse. Así
lo expuso, entre otras, la monja madrileña María de Cristo al
comienzo de su autobiografía, concluida en el tercio final del siglo
XVII: “a escribir no me enseñaron porque mi padre no quiso, que
decía que las mujeres no habían menester saber escribir”. Menos mal
que el Señor, nuevamente Dios, le dio “grandísima inclinación a
ello”, guiándola en su aprendizaje: “yo muy acaso tomé un día la
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"APARECIÓ EL DEMONIO Y SE METIÓ EN MI CAMA"

Por Antonio Castillo
Gómez
pluma en la mano y
empecé a escribir como si hubiera muchos tiempos que lo ejercitara
según la velocidad con que lo hice”.
Con tantas adversidades, es lógico que las monjas autobiógrafas
pretendieran cimentar su atrevimiento en el mandato divino. Sus
manos pasaron a ser un instrumento al servicio de Dios, del mismo
modo que sus cuerpos macerados expresaron los arrebatos místicos
propios de una religión tan atormentada como aquélla de la
Contrarreforma. Sin ésta, además, tampoco se entendería el contenido
de las autobiografías espirituales femeninas. Decepcionantes en lo
que afecta a la vida familiar previa al ingreso en el convento o a
la cotidianeidad del monasterio, abundan, por el contrario, en el
relato de las revelaciones, milagros, estigmas y todo el repertorio
sobrenatural del éxtasis místico. No faltan, por supuesto, las más
diversas tentaciones del diablo, como el apuesto joven que se le
apareció a Ana de San Agustín, discípula de Teresa de Jesús, con el
propósito de acostarse con ella: “De recién profesa, una noche se me
apareció el demonio en forma de un hombre muy galán y fuese a meter
en la cama donde yo estaba; yo me levanté y me fui con la prelada,
diciéndola que tenía miedo, más no lo que me había pasado”. Aunque
curiosos, conviene también precisar que muchos de estos relatos no
siempre fueron exclusivos de cada monja, pues si algo define a este
género de escritura es la repetición de similares experiencias en
diferentes autobiografías.
La condición sobrenatural de muchas vivencias de las religiosas
barrocas fue otra razón de peso en la proliferación de este tipo de
escritos. Detrás de gran parte de ellos se encontraba el mandato de
los confesores, quienes así podían reconocer la santidad de algunas
monjas, convirtiéndolas en modelo para los demás, o poner el texto
en manos de la Inquisición para que ésta actuara. En
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cuanto a esto, son
bastantes las autobiografías espirituales que nacieron como
respuesta a los interrogatorios del Santo Oficio e incluso algunas
se escribieron entera o parcialmente entre los muros de alguna
cárcel inquisitorial, como el memorial autobiográfico de la beata
madrileña María Bautista.
Por su parte, María de
Vela y Cueto, monja cisterciense en el convento de Santa Ana en
Ávila, donde ingresó en 1576, escribió su autobiografía inducida por
el confesor, interesado en discernir si sus visiones eran diabólicas
o no. Y en la misma línea, Ana de San Agustín anotó en la suya que
fue el padre Alonso de Jesús María quien le mandó escribir, durante
una visita al convento, para saber lo que le pasaba en la oración,
“para ver en lo que iba errada y mirar con celo el bien de mi alma,
como prelado, los yerros y engaños que podía tener del demonio, y
para darme luz”. Unos y otros aspectos dejan ver la tensión desde la
que se escribieron muchos de estos textos, fruto de cierta
transacción entre lo que podía decirse y cuanto convenía callar. En
el plano gráfico, las huellas de los confesores se perciben,
efectivamente, en muchos manuscritos, corregidos, anotados y
censurados por ellos.
Dado que un número importante de las escritoras del Siglo de Oro
fueron religiosas, no han faltado los estudiosos que han visto el
convento como un espacio de libertad para las mujeres. Se ha alegado
que entre los claustros las monjas pudieron eludir las tareas
domésticas y otras imposiciones familiares, organizando el tiempo a
su antojo y hallando el respiro necesario para leer y escribir,
además de alcanzar una cierta independencia frente a las autoridades
masculinas.
Estas afirmaciones, empero, puede que sean algo generosas con
respecto a la realidad social y a los patrones ideológicos de
aquella época. De algún modo minusvaloran el hecho de que la vida
conventual también estaba sujeta a reglas y reproducía en su
interior la jerarquía inherente a la sociedad estamental. Por ello,
frente a la tesis del convento como un mundo de relaciones libres,
tal vez sea más correcto entenderlo en términos de libertad vigilada
y desigual, pues tampoco todas las monjas tuvieron las mismas
oportunidades. Sostener que no siempre respetaron la voluntad de sus
confesores, por más que algunas lo hicieran, contribuye a relajar la
función coercitiva de la tutela y el control ejercido por los
religiosos encargados de asistirlas en el plano espiritual. Como si
se tratara de una llamada de atención ante interpretaciones tan
generosas, conviene recordar que para la beata madrileña María de
Orozco y Luján su confesor mereció el título de “Dios visible”,
dando por sentado que su autoridad e intervención casi igualaban a
la divina.
FIN
Antonio Castillo
Gómez es profesor titular de Historia de la Cultura Escrita en la
Universidad de Alcalá y autor, entre otros, del libro Entre la pluma
y la pared. Una historia social de la escritura en los siglos de Oro
(Akal).
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