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Conozco muchas viejas y hermosas princesas, pero solamente a
aquellas que son tan pobres que apenas tienen una pequeña sirvienta
vestida de negro y que están reducidas a vivir en alguna degradada
villa toscana, una de esas escondidas villas donde dos cipreses
polvorientos montan guardia junto a un portal de rejas murado.
Si encuentran alguna en el salón de una condesa viuda y fuera de
moda llámenla Alteza y háblenle en francés, ese francés
internacional, clásico, incoloro que pueden aprender en los Contes
Moraux del abate Marmontel; el francés, en fin, de las gens de
qualitéi. Mis princesas responderán casi siempre y luego que hayan
penetrado en sus pobres almas -pequeñas y llenas de polvo y de
quincallería, como oratorios de fines del siglo XVII-, se darán
cuenta de que la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha
sido tan necia como parecía poniéndonos en el mundo.
¡Qué secretos extraordinarios me han susurrado mis hermosas y viejas
princesas! Ellas adoran los polvos faciales pero quizás todavía más
la conversación y, aunque todas sean alemanas -una sola es rusa,
pero por azar-, su delicioso francés ancien régime algunas veces me
regala emociones de ningún modo ordinarias, y en ciertos momentos mi
corazón se conmueve y siento casi ganas -lo confieso- de llorar como
un estúpido enamorado.
Una noche, no demasiado tarde, en el salón de una villa toscana,
sentado sobre un sillón de estilo Imperio ante la mesa donde me
habían ofrecido un té excesivamente aguado, yo callaba junto a la
más vieja y la más bella de mis princesas.
Vestida de negro, su rostro estaba rodeado de un velo negro y sus
cabellos, que yo sabía blancos y siempre algo rizados, se hallaban
cubiertos por un sombrero negro. Parecía que a su alrededor flotase
como una aureola de oscuridad. Esto me agradaba y me esforzaba en
creer que aquella mujer fuera solamente una aparición provocada por
mi voluntad. El hecho no era difícil porque la habitación se hallaba
casi en tinieblas y la única vela encendida iluminaba única y
débilmente su rostro empolvado. Todo el resto se confundía con la
oscuridad de modo que yo podía creer que tenía ante mi solamente a
una cabeza pensil, una cabeza separada del cuerpo y suspendida cerca
de mí a un metro del pavimento.
Pero la Princesa comenzó a hablar y toda otra fantasía era imposible
en ese momento.
-Ecoutez donc, monsieur -me decía- ce qui m’arriva il y a quarante
ans, quand j’étais encore assez jeune pour avoir le droit de
paraître folle1.
Y continuó con su grácil voz narrándome una de sus innumerables
historias de amor: un general francés se había dedicado a ser actor
por amor a ella y había sido asesinado de noche por un payaso
borracho.
Pero ya conocía yo ese estilo suyo de imaginación y quería otra cosa
mucho más extraña, más lejana, más inverosímil. La Princesa quiso
ser gentil hasta el final:
-Me obliga usted -dijo- a narrarle el último secreto que me queda y
que ha permanecido siempre secreto, justamente porque es más
inverosímil que todos los otros. Pero sé que debo morir dentro de
algunos meses, antes de que termine el invierno, y no estoy segura
de hallar otro hombre que se interese como usted por las cosas
absurdas...
“Este secreto mío empezó cuando tenía veintidós años. En esa época
yo era la más graciosa princesa de Viena y todavía no había matado a
mi primer marido. Esto ocurrió dos años más tarde, cuando me enamoré
de... Pero usted ya conoce la historia. Passons! Sucedió, pues, que
cuando llegaba al término de mis veintiún años recibí la visita de
un viejo señor, condecorado y afeitado, quien me solicitó una breve
entrevista secreta. No bien estuvimos solos, me dijo:
‘Tengo una hija que amo inmensamente y que está muy enferma. Tengo
necesidad de volverla a la vida y a la salud y para ello estoy
buscando años juveniles para comprar o tomar en préstamo. Si usted
quisiera darme uno de sus años se lo devolveré poco a poco, día a
día, antes de que termine su vida. Cuando haya cumplido los
veintidós años, en vez de pasar al vigésimo tercero usted envejecerá
un año y entrará en el vigésimo cuarto. Es usted todavía muy joven y
casi ni se dará cuenta del salto, pero yo le devolveré hasta el
último de los trescientos sesenta y cinco días, de a dos o tres por
vez, y cuando sea vieja podrá recuperar a su voluntad las horas de
auténtica juventud, con imprevistos retornos de salud y de belleza.
No crea usted que habla con un bromista o con un demonio. Soy
simplemente un pobre padre que ha rogado tanto al Señor que le ha
sido concedido hacer lo que para los demás es imposible. Con gran
trabajo he cosechado ya tres años pero tengo necesidad de tener
todavía muchos más. ¡Deme uno de los suyos y no se arrepentirá
nunca!’
“En esa
época estaba habituada ya a las aventuras curiosas y en el mundo en
que vivía nada era considerado imposible. Por lo tanto, consentí en
realizar el singular préstamo y pocos días después envejecí un año
más. Casi nadie se dio cuenta y hasta los cuarenta años viví
alegremente mi vida sin acudir al año que había dado en depósito y
que debía serme restituido.
“El viejo
señor me había dejado su dirección junto con el contrato y me
solicitó que le avisara por lo menos un mes antes acerca del día o
la
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EL DÍA NO RESTITUIDO
[Cuento.
Texto completo]
Por Giovanni Papini
semana en
que yo deseara disfrutar de la juventud, prometiéndome que recibiría
lo que pidiese en el momento fijado.
“Después de cumplir mis cuarenta años, cuando mi belleza estaba por
ajarse, me retiré a uno de los pocos castillos que le habían quedado
a mi familia y no fui a Viena más que dos o tres veces por año.
Escribía con la debida anticipación a mi deudor y luego participaba
de los bailes de la Corte, en los salones de la capital, joven y
hermosa como debía ser a los veintitrés años, maravillando a todos
los que habían conocido mi belleza en decadencia. ¡Qué curiosas eran
las vigilias de mis reapariciones! La noche anterior me adormecía
cansada y fanée como siempre y por la mañana me levantaba alegre y
ligera como un pájaro que hubiese aprendido a volar hacía poco, y
corría a mirarme en el espejo. Las arrugas habían desaparecido, mi
cuerpo estaba fresco y suave, los cabellos habían vuelto a ser
totalmente rubios y los labios eran rojos, tan rojos que yo misma
los habría besado con furor. En Viena los galanteadores se apiñaban
a mi alrededor, gritaban maravillas, me acusaban de hechicería y, en
el fondo, no entendían nada. Poco antes de vencer el período de
juventud que había solicitado, subía a mi carroza y volvía furiosa
al castillo, en donde rehusaba recibir a nadie. Una vez un joven
conde bohemio que se había enamorado terriblemente de mí durante una
de mis visitas a Viena logró entrar, no sé cómo, a mi departamento y
estuvo a punto de morir del estupor al ver cuánto me parecía a su
adorada pero también cuánto más fea y más vieja era que aquella que
lo había embriagado en las calles de Viena.
“Nadie, desde entonces, logró forzar mi voluntaria clausura,
interrumpida sólo por la extraña alegría y la profunda melancolía de
las raras pausas de juventud en el curso lamentable de mi continua
decadencia. ¿Puede imaginarse aquella fantástica vida de largos
meses de vejez solitaria separados cada tanto por los fuegos
fugitivos de unos pocos días de belleza y de pasión?
“Al principio esos trescientos sesenta y cinco días me parecían
inagotables y no imaginaba que pudieran terminar alguna vez. Por eso
fui demasiado pródiga con mi reserva y escribí muy a menudo al
misterioso Deudor de Vida. Pero éste es un hombre terriblemente
exacto. Una vez fui a su casa y vi sus libros de cuentas. Yo no soy
la única con la que hizo contratos de ese género y sé que
contabiliza muy cuidadosamente la disminución de sus entregas. Vi
también a su hija: una palidísima mujer sentada sobre una terraza
llena de flores.
“Nunca he podido saber de dónde saca la vida que restituye tan
puntualmente, en cuotas de días, pero tengo motivos para creerme que
recurre a nuevas deudas. ¿Cuáles serán las mujeres que le han dado
los días que me restituye a mí? Quisiera conocer a algunas de ellas
pero por más que le haya hecho hábiles preguntas muy a menudo, nunca
he tenido la suerte de descubrirlas. Mais, peut être, elles ne
seraient pas si étranges que je crois...
“De todos modos ese hombre es extraordinariamente interesante, lo
que no le impide hacer bien sus cuentas. Usted no puede imaginar qué
espantosa se volvió mi vida cuando me anunció, con la calma de un
banquero, que no quedaban a mi disposición sino once días solamente.
Durante todo ese año no le escribí y por un momento tuve la
tentación de regalárselos y de no atormentarme más. ¿Comprende usted
la razón, no es cierto? Cada vez que yo me volvía joven, el momento
del despertar era siempre más doloroso porque la diferencia entre mi
estado normal y mis veintitrés años se hacía, con la edad, mucho más
grande.
“Por otra parte, era imposible resistir. ¿Cómo puede usted pensar
que una pobre vieja solitaria rechace cada tanto una jornada o dos o
tres de belleza y de amor, de gracia y de alegría? ¡Ser amada por un
día, deseada por una hora, feliz por un momento! Vous êtes trop
jeune pour comprendre tout mon ravissement!
“Pero los días están por acabarse; mi crédito va a concluir por la
eternidad. Piense: ¡me queda solamente un día para disfrutar!
Después, seré definitivamente vieja y estaré consagrada a la muerte.
¡Un día de luz y luego la oscuridad para siempre! Medite bien, se lo
ruego, en la imprevista tragedia de mi vida. Antes de solicitar
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este
día...
“¿Pero cuándo lo pediré? ¿Qué haré con él? Hace tres años que no
vuelvo a ser joven y en Viena casi nadie me recuerda ya y toda mi
belleza parecería espectral. Y sin embargo, siento necesidad de un
amante, un amante sin escrúpulos y lleno de fuego. Tengo necesidad
de que todo mi cuerpo sea acariciado una vez más. Esta cara rugosa
se volverá de nuevo fresca y rosada y mis labios darán, por la vez
última, la voluptuosidad. ¡Pobres labios, blancos y agrietados!
¡Todavía quieren ser por un día más rojos y cálidos, por un solo
día, para un último amante, para una última boca!
“Pero no llego a decidirme. No tengo el valor para gastar la última
monedita de verdadera vida que me queda y no sé cómo hacerlo y tengo
un loco deseo de gastarla...”
¡Pobre y querida Princesa! Unos momentos antes había levantado su
velo y las lágrimas abrieron surcos sutiles en el polvo del rostro.
En ese momento, los sollozos, aunque aristocráticamente contenidos,
le impidieron continuar. Experimenté entonces un gran deseo de
consolar a todo costo a la deliciosa vieja y caí a sus pies -al pie
de una princesa arrugada y vestida de negro-, y le dije que la
hubiera amado más que cualquier caballero loco y le rogué, con las
más dulces palabras, que me concediera a mí, a mí solo, el último
día de su bella juventud.
No recuerdo precisamente todo lo que le dije, pero mi actitud y mis
palabras la conmovieron profundamente y me prometió, con algunas
frases algo teatrales, que sería su último amante, durante un solo
día, dentro de un mes. Me dio una cita para cierta fecha en la misma
villa y me despedí muy perturbado, luego de haberle besado las
magras y blancas manos.
Mientras regresaba a la ciudad, ya de noche, la luna no totalmente
llena me miraba insistentemente con aire piadoso, pero pensaba
demasiado en la bella Princesa para tomarla en serio. Ese mes fue
muy largo, el mes más largo de mi vida. Había prometido a mi futura
amante que no la volvería a ver hasta el día fijado y mantuve mi
galante compromiso. A pesar de todo, el día llegó y fue el más largo
de aquel larguísimo mes. Pero llegó también la noche y luego de
haberme elegantemente vestido fui hacia la villa con el corazón
estremecido y el paso inseguro.
Vi desde lejos las ventanas iluminadas como no las había visto nunca
y al acercarme hallé la puerta de hierro abierta y el balcón lleno
de flores. Entré en la residencia y fui introducido en un salón
donde ardían todas las antorchas de dos fantásticas arañas.
Me dijeron que esperara y esperé. Nadie venía. Toda la casa estaba
silenciosa. Las luces ardían y las flores perfumaban para la
soledad. Después de una hora de agitada expectativa, no pude
contenerme y pasé al comedor. Sobre la mesa estaban preparados dos
cubiertos y flores y frutas en gran cantidad. Pasé a un pequeño
salón, suavemente iluminado y desierto. Finalmente llegué a una
puerta que yo sabía era la del dormitorio de la Princesa. Di dos o
tres golpes, pero no tuve respuesta. Entonces me hice de coraje
pensando que un amante puede olvidar la etiqueta y abrí la puerta,
deteniéndome en el umbral.
La habitación estaba llena de suntuosos vestidos tirados por todas
partes como en el furor de un saqueo. Cuatro candelabros esparcían
alrededor una luz alegre. La Princesa estaba echada en un sillón
frente al espejo, ataviada con uno de los más espléndidos vestidos
que yo jamás viera.
La llamé y no contestó.
Me acerqué, la toqué y no hizo el menor movimiento. Me di cuenta
entonces de que su rostro estaba como siempre lo había visto,
pequeño y blanco y algo más triste que de costumbre y un poco
asustado. Posé una mano sobre su boca y no sentí respiración alguna;
la coloqué sobre su pecho y no sentí ningún latido.
La pobre Princesa estaba muerta; había muerto dulcemente de
improviso mientras acechaba ante el espejo el retorno de su belleza.
Una carta que hallé en el piso, junto a ella, me explicó el misterio
de su inesperado fin. Contenía unas pocas líneas de escritura
vertical y marcial, y decía:
“Gentil Princesa:
Me duele sinceramente no poder restituirle el último día de juventud
que le debo. No logro ya encontrar mujeres lo suficientemente
inteligentes para creer en mi increíble promesa y mi hija se halla
en peligro.
Realizaré todavía nuevas tentativas y le comunicaré los resultados,
porque es mi más vivo deseo satisfacerla hasta lo último.
Considéreme, ilustre Princesa, su devotísimo...”
FIN
"El día
no restituido", por el autor italiano Giovanni Papini (1881-1956) 10
Oct 2008
1. En francés en el original: “Escuche, pues, señor, lo que me
ocurrió hace cuarenta años, cuando yo era todavía demasiado joven
para tener el derecho de parecer loca”. 1. En francés en el
original: “Escuche, pues, señor, lo que me ocurrió hace cuarenta
años, cuando yo era todavía demasiado joven para tener el derecho de
parecer loca”.
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