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Era una
gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve de
la mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un
rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun
cuando la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no
supieron decir si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un
anhelo.
Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo
corto, hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro
de la terraza. Todavía vaciló un instante -el tiempo para que la
cocinera diera un grito- y en breve estaba en la terraza del vecino,
de donde, en otro vuelo desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó
como un adorno mal colocado, dudando ora en uno, ora en otro pie. La
familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo junto
a una chimenea. El dueño de la casa, recordando la doble necesidad
de hacer esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió radiante
un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la gallina: con
saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula,
escogía con premura otro rumbo. La persecución se tornó más intensa.
De tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle. Poca
afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir
por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El
muchacho, sin embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que
fuese la presa había sonado para él el grito de conquista.
Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba
agitada, muda, concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa
un mundo de tejados y mientras el chico trepaba a otros
dificultosamente, ella tenía tiempo de recuperarse por un momento.
¡Y entonces parecía tan libre!
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga.
¿Qué es lo que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La
gallina es un ser. Aunque es cierto que no se podría contar con ella
para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el
gallo cree en su cresta. Su única ventaja era que había tantas
gallinas, que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante otra
tan igual como si fuese ella misma.
Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el
muchacho la alcanzó. Entre gritos y plumas fue apresada. Y enseguida
cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y depositada en
el piso de la cocina con
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UNA GALLINA
[Cuento. Texto completo]
Por Clarice Lispector
cierta
violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos
roncos e indecisos.
Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un
huevo. Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después que
naciera a la maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella.
Sentada sobre el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los ojos.
Su corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las
plumas, llenando de tibieza aquello que nunca podría ser un huevo.
Solamente la niña estaba cerca y observaba todo, aterrorizada.
Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del
suelo y escapó a los gritos:
-¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, puso un huevo!, ¡ella quiere
nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la
joven parturienta. Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni
arisca, ni alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. Lo
que no sugería ningún sentimiento
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ningún
sentimiento determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de la
gallina. El padre, por fin, decidió con cierta brusquedad:
-¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina
en mi vida!
-¡Y yo tampoco -juró la niña con ardor.
La madre, cansada, se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a
vivir con la familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba el
portafolios lejos sin interrumpir sus carreras hacia la cocina. El
padre todavía recordaba de vez en cuando: ¡"Y pensar que yo la
obligué a correr en ese estado!" La gallina se transformó en la
dueña de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su
existencia entre la cocina y los muros de la casa, usando de sus dos
capacidades: la apatía y el sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla
olvidado, se llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y
circulaba por los ladrillos, levantando el cuerpo por detrás de la
cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la
traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de
su especie mecanizado.
Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que
se había recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a
renunciar. En esos momentos llenaba los pulmones con el aire impuro
de la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las hembras, ella,
si bien no cantaría, cuando menos quedaría más contenta. Aunque ni
siquiera en esos instantes la expresión de su vacía cabeza se
alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o
mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina,
la misma que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.
Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.
FIN
"Una gallina", por la autora brasileña Clarice Lispector
(1920-1977).
http://es.wikipedia.org/wiki/Clarice_Lispector
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