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I
-¿Así que ella les dio calabaza a los dos? -dijo el dueño de la
posada a modo de despedida-. ¿Y ustedes qué dijeron?
Rod levantó el sombrero sin pronunciar una palabra y salió; lo mismo
hizo Crist. Los dos mineros se sentían molestos por haber hablado
demasiado la noche anterior bajo los efectos del alcohol. Ahora el
posadero se estaba riendo de ellos; al menos esta última pregunta no
ocultaba la intención de su burla.
Cuando la posada quedó detrás del recodo del camino, Rod dijo con
una risita incómoda:
-Fue idea tuya lo de tomar vodka. Si no fuera por eso Kate no
tendría que sonrojarse de pena por nuestra conversación, y eso que
la muchacha está a dos mil millas de aquí. Qué le importa a este
tiburón...
-Si no le dijimos nada importante -contestó Crist enfadado-.
Bueno... tú te enamoraste... yo me enamoré... nos enamoramos de la
misma. A ella le da lo mismo... Total, era una conversación sobre
las mujeres.
-Es que tú no entiendes -dijo Rod-. No estuvo bien mencionar su
nombre en este... en un mostrador. Bueno, que no se hable más de
esto.
Aunque la muchacha estaba bien instalada en el corazón de cada uno
de ellos, siguieron siendo amigos. Era difícil decir qué hubiera
pasado de haber preferido a uno. El infortunio sentimental los
acercó más todavía; en sus pensamientos estaban mirando a Kate por
un telescopio, y no existen almas tan cercanas como las de los
astrónomos. Por esta razón sus relaciones no se habían afectado.
Como había dicho Crist: “a Kate le daba lo mismo”. Pero no del todo.
Sin embargo ella callaba.
II
“El que ama llega hasta el final.” Cuando los dos hombres -Rod y
Crist- habían llegado para despedirse, ella pensó que el de
sentimiento más sólido y fuerte regresaría para repetir su
declaración de amor. Aunque quizás un poco cruel, éste era el
razonamiento de una Salomón con faldas de dieciocho años. Entre
tanto, a la muchacha le gustaban los dos. No entendía cómo ellos
podrían separarse de ella a más de veinticuatro millas sin el deseo
de regresar dentro de veinticuatro horas. Sin embargo, el aspecto
serio de los mineros, sus mochilas bien amarradas y las palabras que
se dicen solamente en una verdadera despedida, la enfadaron un poco.
Sintió un peso en el alma y se vengó.
-Vayan -dijo Kate-. El mundo es grande. No van a pasar toda la vida
pegados a la misma ventana.
Al decir esto ella pensaba que pronto, muy pronto, volvería el
alegre y simpático Crist. Después, cuando había pasado un mes, la
solidez de este período la llevó a pensar en Rod, con quien ella
siempre se había sentido más natural. Rod era cabezón, forzudo y de
pocas palabras, pero la miraba de una forma tan mansa que ella un
día le dijo: "¡Pío, pío, pío!"
III
Para
llegar a las Canteras del Sol por el camino más corto había que
atravesar las montañas, una rama de la cordillera que cruzaba el
bosque. De los senderos que pasaban por allá, de su sentido y
conexiones, los viajeros se enteraron en el hotel. Todo el día
caminaron siguiendo la ruta correcta, pero al caer la tarde
empezaron a confundirse. El error más grande lo cometieron al lado
de la Piedra Plana, un pedazo de roca derribado por un terremoto.
Por culpa del cansancio la memoria los había traicionado y empezaron
a ascender cuando había que caminar una milla y media a la izquierda
y sólo después subir.
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CATORCE PIES
[Cuento.
Texto completo]
Por Alexander Grin
A la
caída del sol, después de salir de una espesura casi impenetrable,
los mineros se encontraron frente a una grieta. El ancho del
precipicio era bastante significativo, pero parecía estar al alcance
del salto de un caballo.
Al verse perdidos los mineros se separaron: uno fue a la izquierda y
otro a la derecha; Crist llegó a un abismo infranqueable y regresó;
dentro de media hora regresó también Rod, había llegado al lugar
donde la grieta se dividía en dos corrientes de agua que caían al
precipicio.
Los caminantes se encontraron en el mismo lugar donde habían visto
la grieta por primera vez.
IV
El otro lado del precipicio parecía estar tan cerca, al alcance de
un puente corto. Crist, enojado, dio una patada en el suelo y se
rascó la nuca. El otro lado del precipicio estaba bastante inclinado
y cubierto de gravilla, pero entre todos los lugares que recorrieron
para encontrar un atajo éste era el más estrecho. Rod tiró la soga
con una piedra amarrada para medir la distancia: eran casi catorce
pies. Miró a su alrededor: los arbustos secos parecidos a un cepillo
cubrían el altiplano; se ponía el sol.
Podían regresar y perder un par de días, pero allí abajo, a lo
lejos, brillaba el fino lazo del río Ascenda, a la derecha de su
curva estaban las Montañas del Sol con sus minas de oro. Cruzando la
grieta ahorrarían unos cinco días de camino. Retroceder y retomar el
camino que los llevaría al río formaba una gran letra “S” que podían
cruzar ahora en línea recta.
-Si
hubiera un árbol -dijo Rod- pero no hay ningún árbol. Nada que poner
de puente, tampoco hay dónde enganchar la soga del otro lado. Hay
que saltar.
Crist miró y asintió con la cabeza. Realmente, el terreno estaba
cómodo para coger impulso, ligeramente inclinado hacía la grieta.
-Tienes que pensar que es una tela negra -dijo Rod-, eso nada más.
Imagínate que no hay precipicio.
-Claro -dijo Crist, distraído-. Un poco de frío... Como un baño...
Rod se quitó la mochila y la tiró al otro lado, lo mismo hizo Crist.
Ahora no tenían otra salida que cumplir lo que habían decidido.
-Vamos... -empezó Rod, pero Crist, que era más nervioso, incapaz de
aguantar la espera, lo apartó con la mano.
-Yo primero, después tú -dijo-. Es una bobería. Coser y cantar.
¡Mira!
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Actuando
sin pensar para prevenir un perdonable ataque de miedo, se apartó,
corrió, se impulsó con el pie, voló hacia su mochila y aterrizó de
bruces. En el punto más alto de este salto desesperado Rod hizo un
esfuerzo interior para ayudar al saltador con todo su ser.
Crist se levantó. Estaba un poco pálido.
-Listo -dijo-. Te espero con el primer correo.
Rod lentamente caminó hacía la parte elevada, se frotó las manos y
con la cabeza baja se echó a correr hacia el precipicio. Su cuerpo
pesado parecía despegar con la fuerza de un ave. Después que Rod
corrió, se impulsó y se separó de la tierra, Crist, sin esperarlo él
mismo, de pronto se lo imaginó cayendo al profundo abismo. Era un
pensamiento maligno, de los que un hombre no puede controlar. Es
posible que el saltador lo percibiera. Rod, dejando la tierra, tuvo
la imprudencia de mirar a Crist... y esto lo sacó de paso.
Cayó en el borde, enseguida levantó la mano y agarró la de Crist.
Todo el vacío de abajo retumbó dentro de él, pero Crist agarraba
duro, después de atraparlo en el último instante. Un momento más y
la mano de Rod se hubiera perdido en el vacío. Crist se acostó
resbalando sobre las pequeñas piedras que caían al precipicio. Su
brazo se estiró y se puso rígido bajo el peso de Rod, pero arañando
la tierra con las piernas y con el brazo libre, con la rabia de
sentirse víctima y con la pesada inspiración del peligro, aguantaba
la mano apretada de Rod.
Rod veía bien y comprendía que Crist estaba resbalando.
-Suéltame -dijo Rod con una voz tan horrible y fría que Crist gritó
pidiendo ayuda, sin saber a quién-. ¡Te vas a caer, te lo estoy
diciendo! -continuó Rod-. Suéltame y no te olvides, que es a ti a
quien ella estaba mirando de forma diferente.
Así Rod había delatado su secreta y amarga convicción. Crist no
contestó. Estaba callado y expiando su pensamiento: el pensamiento
sobre Rod saltando al vacío. Entonces Rod sacó la navaja del
bolsillo, la abrió con los dientes y la clavó en la mano de Crist.
La mano se abrió...
Crist miró abajo: con todas sus fuerzas evitó la caída, se alejó
arrastrándose y vendó la mano con el pañuelo. Pasó un tiempo
sentado, aguantando con las manos el corazón donde estaba tronando;
al fin se acostó, apretó las manos contra la cara y todo su cuerpo
empezó a sacudirse en silencio.
En invierno del próximo año entró al patio de la granja de Carroll
un hombre muy bien vestido y antes de que pudiera mirar a su
alrededor, una joven de aspecto independiente, pero con la cara
estirada y tensa, salió corriendo a su encuentro, después de tirar
varias puertas dentro de la casa y asustar a los pollos.
-¿Dónde está Rod? -preguntó apurada, casi sin saludar-. ¿Usted viene
solo, Crist?
“Si ya hiciste tu elección no te equivocaste” -pensó el visitante.
-Rod... -repitió Kate-. Ustedes siempre andaban juntos...
Crist tosió, miró a un lado y se lo contó todo.
FIN
"Catorce
pies", por el autor ruso Alexander Grin (1880-1932)
Traducción de Larisa Diakova: azul55.narod.ru
25 May 2005 |
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