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El Orador En una hermosa mañana se celebraba el entierro del asesor colegiado Kirill Ivanovich Vavilonov, muerto de dos enfermedades sumamente frecuentes en nuestra patria: una esposa maligna y el vicio del alcohol. Mientras el cortejo fúnebre se dirigía de la iglesia al cementerio, uno de los compañeros de trabajo del difunto, un tal Poplavski, tomó un coche y se dirigió a toda prisa a casa de su amigo Grigorii Petrovich Zapoikin, hombre, aunque joven, ya bastante popular. Tenía Zapoikin (como saben los lectores) un talento extraordinario para pronunciar discursos en bodas, jubilaciones y entierros.
Estaba capacitado para hablar en cualquier momento: lo mismo recién despierto, que en ayunas, que borracho o que preso de fiebre. Su discurso fluía llanamente, sin interrupción..., tan abundantemente como fluye por una canaleta el agua de la lluvia.
Para
expresar aflicción, encerraba el vocabulario del orador muchas más
palabras que cucarachas tiene cualquier taberna. Sus discursos eran
tan elocuentes y largos, que a vece, sobre todo en las bodas de los
comerciantes, había que recurrir a la ayuda de la Policía para
hacerle callar. En el cementerio se celebró un oficio religioso. La suegra, la mujer y la cuñada, como es costumbre, lloraron copiosamente y la mujer hasta gritó cuando bajaban el ataúd a la fosa.
"¡Déjenme ir con él!..." A pesar de lo cual, y recordando sin duda la pensión por viudez que había de recibir... no se fue con él. Después de esperar un poco a que todo se tranquilizara, Zapoikin avanzó unos pasos, paseó su mirada
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Anton Chejov
sobre los presentes y empezó a decir:
-¿Puede uno creer lo que ven los ojos y oyen los oídos?... ¿Este ataúd... estas caras llorosas..., estos lamentos y estos sollozos..., no serán una pesadilla?...
¡Ay de mí! ¡No es un sueño, no! ¡No nos engaña la vista! ¡Aquel que hasta hace tan poco vimos lleno de vigor, de juventud, de frescura y lozanía!..., ¡aquel que aún hace tan poco tiempo, ante nuestros mismos ojos, llevaba su miel, cual abeja incansable, a la colmena común del bien del Estado...
¡es el mismo que vemos ahora convertido en nada..., en un mirage! ¡La muerte irreductible puso su mano sobre él cuando, a pesar de su avanzada edad, se encontraba aún lleno de fuerza y de esperanzas ultraterrenales!...
¡Su pérdida es irremplazable! ¿Quién nos lo puede reemplazar?...
Tenemos muchos buenos funcionarios, pero puede decirse que Procofii Osipich era único en su género...
Devoto hasta lo más profundo de su alma del honrado cumplimiento de sus obligaciones, lejos de regatear sus fuerzas, pasaba las noches en vela y era desinteresado e insobornable.
¡Cuánto despreciaba a aquellos que con perjuicio del interés general pretendían comprarlo!..., ¡que ofreciéndole tentadores bienes terrenales, se esforzaban en atraerlo hacia la traición a su deber! ¡Sí!...
¡Ante nuestros ojos hemos visto a Procofii Osipich repartir su modesto sueldo entre los más pobres de sus compañeros, y ustedes mismos acaban de oír hace un instante los sollozos de las viudas y de los huérfanos que vivían gracias a sus limosnas.
Esclavo del servicio, de su deber y de la bondad, no conoció la alegría, y hasta se rehusó a sí mismo la felicidad de la vida matrimonial. ¡Ya saben ustedes que hasta el final de su vida permaneció soltero! ¿Y como compañero?...
¿Quién podría reemplazarlo? ¡Lo mismo que si fuera ayer me parece ver su rostro conmovido y afeitado, dirigido hacia nosotros!...
¡Su
bondadosa sonrisa!... ¡Como si todavía fuera ayer, oigo su suave,
cariñosa y afable voz!... ¡Descansa en paz: Procofii Osipich!...
¡Descansa..., honrado y noble trabajador! |
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Zapoikin continuaba perorando, pero los oyentes empezaron a hablar entre sí en voz baja.
El discurso gustaba a todos y hacía verter algunas lágrimas. Mucho de él, sin embargo, resultaba extraño...
En primer lugar era incomprensible por qué el orador llamaba al difunto Procofii Osipich cuando su nombre era Kirill Ivanovich.
En segundo, todos sabían que éste había pasado la vida entera en perpetua lucha con su legítima esposa y que, por tanto, no podía calificarle de soltero..., y en tercero, era inexplicable que habiendo tenido una espesa barba de color rojizo, que en su vida había hecho afeitar ni una sola vez, hubiera llamado el orador a su rostro afeitado. Los oyentes se miraban con extrañeza.
-¡Procofii
Osipich! -proseguía el orador mirando inspirado a la tumba-. ¡Tu
rostro era feo!... ¡hasta deforme!... ¡Eras taciturno y severo, pero
todos sabíamos que bajo aquella corteza latía un corazón honrado y
afectuoso!...
Si soy feo y deforme..., ¡qué le vamos a hacer! ¿Para qué decir mi apellido delante de todo el mundo? ¡Esto es una ofensa!
Por: Autor Ruso Anton Chejov (1860-1904) 30 Jan 2010 |
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