El Imparcial-Pagina 16

 

                                                                                                                                 Pereira, Colombia -   Edición: 12.595-175 - Fecha: 29-03-2020

MAGAZÍN LITERARIO                                                           Pgs. 1-19

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ARTEMITO, 

EL  CERDO  QUE  COMÍA  POESÍA

 

Relato de:

ALEXÁNDER  GRANADA  RESTREPO
lascaravanasdematusalem@hotmail.com

 

Del chorro de agua fresca que bajaba por la manguera verde, y que caía como manantial natural en el tanque enladrillado junto a la cocina de la casa de don Artemo; de allí sacaba agua con las palmas puestas en forma de cuenco para lavarse el jabón de la cara que le había quedado tras la minuciosa afeitada.

 

-¡Estamos listos!

 

Le dijo Artemo a Hortelio Velásquez para que trajera a Artemito. Hortelio cuidaba los cerdos de don Artemo; sabía que los sábados en la tarde debía separar de la cochera a Artemito y llevarlo al almacén donde se guardaban las herramientas, después de haberlo bañado, para que el domingo pudieran asistir limpios y perfumados a la Tertulia de Poesía del pueblo. Hortelio, los domingos antes que llegara Rosendo Gómez Peláez de Mocatán en su campero rojo para recoger a don Artemo, colocaba a Artemito un sombrero de hilo negro elaborado con estilo similar al sombrero de don Artemo. Ya estaba listo Artemito, había desayunado muy bien y portaba impetuoso el perfumado sombrero. Artemito se alegró al escuchar la ruidosa bocina del campero de Rosendo que anunciaba su llegada.

Tan pronto llegaron al pueblo, don Artemo se dirigió al parque donde estaban los poetas, pues en algunos minutos, según anunciaron por el altavoz, empezaba la Tertulia de Poesía. Ya habían llegado todos los poetas; Etéreo Villegas, el organizador, les daba la bienvenida. Don Artemo  reconoció a Vigod Gallego, Milicia Londoño, Joba Manrique, Gustavo Manjarrés, Ecléctica Perdomo, y a su poeta preferida, Claudia Milena Ruiz  de Lotto. Luego de las cortas palabras protocolarias de Juan Bautista Martínez, el secretario de la cultura; Etéreo, dio inicio a la tertulia invitando a Milena Ruiz de Lotto, quien compartió su poema Nubia-Korai:

 

          No mueras

          En el poniente,

          Korai, amor de mis amores.

          Aguanta un poco

          Yo veo más tu vida.

          Duerme tranquila

          Que en el amanecer

          En ti, no habrá dolores;

          Sólo tendrás paz,

          Korai, amor de mis amores.

 

Dibujos de: Gustavo E. Herrera Valencia

 

Don Artemo fue el primero en aplaudir conmovido por el poema de Milena. Al momento, todos estuvieron de pie ovacionando a la poeta. Artemito se veía tranquilo y dispuesto, acostado en la cobija de edredón que le colocó don Artemo haciéndole un nido.

Prosiguió la poeta Joba Manrique con su poema Elevación:

 

          Hoy día

          Me gusta casi todo.

          Esto ha logrado

          Que, en sí,

          Me guste

          Mucho nada.

 

Después de un simpático silencio acompañado de risueñas miradas, Joba fue igualmente aplaudida. También Vigod Gallego recitó su poema Guillotinerías:

 

          ¡No puedo!

          Si ordenara ejecutar

          A todo ser ingrato

          De este escondido pueblo,

          Sólo quedarían:

          Mi familia y los verdugos.

          ¡No puedo!

    

   

Entre tanto, en la vieja cancha de fútbol, la que está junto al matadero por la vía a la Villa de las Cáscaras, se realizaba la Feria de los Porcinos. Los porcicultores del pueblo y los alrededores exponían sus animales para lograr alguna venta o un cambio favorable. Los más aventajados participaban con su piara en la subasta, y los que tenías hasta tres animales estaban autorizados por el alcalde para vender o hacer intercambios directos. Cuando terminó la jornada de poesía, don Artemo llevó a Artemito a uno de los potreros cerca de la feria, por el lado donde están los tanques, para darle agua y refrescar su cuerpo, mientras esperaban a Rosendo. Senén Hernández, atraído por la belleza y la buena salud que mostraba Artemito, ofreció a don Artemo cincuenta doblones por el animal. Don Artemo  con ceño de disgustado respondió secamente a Senén: NO LO VENDO. Senén subió la oferta a sesenta doblones y dijo que le encimaría un zurriago en madera de guayabo que había comprado en la última feria de Arrayanal. Don Artemo, con su cabeza, le indicó nuevamente a Senén que no se lo vendía.

 

¿Entonces cuánto pide usted por el animal? ¿o es que también va a cobrarme el sombrerito? Le increpó Senén un poco congestionado. En ese momento se escuchó la bocina del campero de Rosendo, y mientras Rosendo y don Artemo subían a Artemito al campero, éste le reiteró a Senén:

 

NO LO VENDO.

 

Para el domingo siguiente, aunque no había feria en el pueblo, Senén Hernández ya había alertado a algunos compradores sobre el extraño comportamiento de don Artemo con el cerdo. Venían con él, Facundo Moncada y Emeterio Guzmán, el director de la feria. Emeterio saludo de manera jovial a don Artemo, lo invitó a negociar el cerdo con Facundo que estaba ofreciendo cien doblones. Le dijo Emeterio al oído a don Artemo: “aproveche, esa cantidad se está pagando por un animal de setenta kilos, y este cerdo, aunque rosado y muy blanquito, le apuesto lo que estime, que no logra subir la báscula a sesenta. Don Artemo se ratificó diciendo que Artemito no estaba para la venta. El miércoles siguiente, que era miércoles de ceniza, don Artemo fue citado por el alcalde Vitalino Zapata para que explicara la razón por la que estaba violando las normas de la feria; estaba acusado de ser vendedor selectivo y altamente especulador. “Don Vitalino”, le dijo Artemo al alcalde en presencia de Emeterio Guzmán y de Maniqueo Cárdenas el inspector de la higiene pública; “el cerdo, al que Hortelio ha llamada Artemito, NO LO VENDO, es mi amigo”. Todos quedaron estupefactos; dolorosamente concluyeron que don Artemo había perdido la razón. Fueron delegados, entonces, Maniqueo Cárdenas y Rebeco Saldarriaga, el veterinario, para hacer una inspección general, esa misma semana, a los cerdos y las cocheras de la finca de don Artemo.

 

Dibujos de: Gustavo E. Herrera Valencia

 

El domingo don Artemo y Artemito estaban en primera fila escuchando a los poetas. Recitaba Ecléctica Perdomo su poema Fe:

 

 

           ¿Quién le dijo

           A la luna

           Que esperara,

           Y que no

           Durmiera,

           Al majestuoso Sol?

 

           ¿Quién les dijo

           A los ríos

           Que corrieran,

           Y al jurel,

           Quién le dijo,

           Que al danzar

           Sería más digno

           Que el salmón?

 

           ¿Cómo sabe

           La raíz,

           Que lo profundo

           Es su destino,

           Y cómo sabe

           El orgulloso tallo

           Que al crecer

           Honrará a Dios?

 

           ¿Quién les dijo

           A las palomas

           Que volaran,

           Y al recién nacido,

           Quién le dijo,

           Que en el pecho

           De su madre

           Está el amor?

 

   

Cuando Ecléctica terminó de recitar su poema, llegaron a la Tertulia dos policías, Carmelo Rave y Esteban Ciro, con una orden de detención para Artemito, firmada por el alcalde, Maniqueo Cárdenas y Rebeco Saldarriaga. Se acusaba a Artemito de ser portador de una enfermedad contagiosa. El policía Carmelo Rave leyó la orden de detención a don Artemo, que decía entre apartes, lo siguiente: “… el cerdo llamado Artemito, natural de la finca los Naranjos, de la vereda la Holanda, padece enfermedad contagiosa…”. Pese a la lucha y protesta de don Artemo y de los poetas, Artemito fue dejado en la parte trasera de la alcaldía, en el patio donde guardan las sillas y las cosas inservibles de las escuelas rurales. No pudieron llevar a Artemito a las cocheras de cuarentena de la feria porque las llaves solo las portaba Emeterio Guzmán, y en ese momento andaba con Maniqueo y el alcalde en la entrada del pueblo, liderando un comité de bienvenida, porque esa tarde llegaba el Ilustre Senador que había ayudado a don Vitalino el año pasado a ganar la alcaldía, en el tiempo cuando ni siquiera mostraba alguna favorabilidad. Don Artemo estuvo el lunes muy temprano en el pueblo llevando una bolsa con comida para Artemito. La amarró con una cuerda larga y la lanzó por encima del muro del patio de la alcaldía donde había ubicado a Artemito.

 

Don Artemo llamaba a Artemito con las estridulaciones  que hacía con el dedo pulgar y el dedo corazón, que, Artemito cuando reconocía su sonido, se presentaba siempre cerca de él.  La Negrita Muñoz, vecina de la alcaldía, se percató de la situación y atinó traer una manguera para dejar caer agua por el muro y calmar la sed de Artemito.  Al cabo de un corto tiempo Artemito volvió a gruñir sin parar, don Artemo no sabía qué hacer. La Negrita Muñoz fue a su casa y trajo más comida, pero Artemito seguía emitiendo gruñidos. Don Artemo se acordó de algunos poemas de Milena Ruíz de Lotto y Artemito al escucharlos dejó de gruñir. Al día siguiente don Artemo volvió al pueblo y trajo más comida y nuevos poemas. Con ellos logró nuevamente que Artemito estuviera tranquilo. Contando con la bondad de La Negrita Muñoz, quien se comprometió a darle agua y comida a Artemito, don Artemo aceptó no regresar hasta el domingo y ocuparse de sus otros asuntos, sólo si La Negrita Muñoz le leía poesía a Artemito los días que estuviera a su cuidado. Don Artemo entrego a La Negrita Muñoz el fólder azul con acetatos donde celosamente guardaba los poemas más insignes de Milena.

 

El domingo don Artemo estuvo muy temprano junto al patio de la alcaldía para saludar y alimentar a Artemito; no lo oía gruñir y no contestaba a sus estridulaciones. La Negrita Muñoz vino presurosa y frente a don Artemo dejo ver completo el blanco de sus ojos, diciendo: A Artemito se lo llevaron ayer y no lo volvieron a traer. La alcaldía estaba cerrada y nadie daba razón del cerdito.  Cansado y angustiado por la infructuosa búsqueda de Artemito, don Artemo ingresó a la cantina de Perfidio Montoya, llamada La Peregrina,  Para tomarse una cerveza fría. Perfidio le sirvió la cerveza, a pesar, que la cantina aún no estaba en servicio. Don Artemo tomaba despacio la cerveza mientras miraba fijamente la mesa y pensaba en la suerte de Artemito. Patricia Piraquive, la bailarina de Santágueda, salió de una de las habitaciones de arriendo temporal  con el cabello recogido por un moño  de carey mediano con dientes de caimán, y se dirigió al baño. No habían puesto la música ni habían arreglado el salón principal. El desorden era tal, que sumado a la desteñida y semigótica  imagen de Patricia, había en el piso vasos, botellas, colillas de cigarrillo y basura de todo tipo; el salón parecía más bien un retrato maltrecho del Guernica de Picasso. Bueno, también es justo decir, que Patricia era una mujer alta y delgada, tenía una piel suave y blanca más blanca que el blanco que pudieran tener sus huesos; en el pliegue izquierdo de sus labios había tatuado un lindo lunar negro muy pequeño, logrando contrastar la blancura de su cara con un horizonte erosionado de sombra negra que cubría totalmente sus párpados. Por algún enigmático destello, Patricia atrapaba la mirada de casi todos los clientes que llegaban a La Peregrina buscando un cálido abrazo o un típico consuelo. Cuando Patricia se sentaba en uno de las sillas de madera que estaban en el mostrador, dejaba ver el desvanecimiento general de sus carnes, provocado por el tiempo y el abuso. Claro, otro asunto muy distinto ocurría cuando Patricia bailaba; se convertía en una cascada oriental de agua caliente que quemaba por igual el corazón de los hombres más viriles y el de los más afeminados. Con el calor del baile y el suave rubor que deja ver la llegada del deseo sexual, el rostro de Patricia, decían, se asemejaba al rostro de una virgen; sus clientes no tenían problema en esperar por Patricia, pues todos parecían haber adquirido, por su exoftálmica mirada,  la absurda paciencia que tienen los peregrinos cuando viajan por medio mundo buscando encontrar una piedra para adorarla e intentar complacer a su Dios; el mismo Dios que un día les dijo que no adoraran las piedras.

 

CONTINUARÁ

En la próxima edición dominical

 

 

 

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