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Columnista |
Pereira, Colombia -Edición: 12.890 - 470 Fecha: Martes 01 - 03 -2022 |
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El hombre que llegó a pesar 0 kilos
Jotamario Arbeláez
Ignacio Ramírez, hombre de radio, activista del arte y la literatura, viajero impenitente, amigo ardoroso e inacabable, aprendiz de brujo, seriamente aquejado desde hace añares de un crustáceo que lo atenaza, por quien sus amigos ateos han reculado para pedir por él, quien ha sabido despistar a la muerte con singular entereza despachando por Internet la revista Cronopios, donde tiene para cada escritor colombiano su generosa difusión de vivas –y quien ha enterrado y escrito oraciones fúnebres por muchos de sus colegas que desde hace cuatro años le vienen haciendo homenajes de despedida–, se levantó el lunes de su cama, llegó al baño, pasó de largo por el espejo, se subió a la báscula como todos los días para vigilar la pérdida progresiva de su gramaje, y se encontró con que la aguja no se movió, permaneció en 0 kilos.
Mierda –masculló el espectro–, morí, ayer estaba pesando 47. No podía soportar tamaña levedad de su ser. Y se devolvió despacito en busca de su cadáver sobre la cama. Pero sobre la cama sólo estaba la manta aún caliente. Se tocó, y a pesar de estar casi en los huesos se sintió con masa. |
Bueno, los muertos también tienen cuerpo. Debí haber fallecido mientras dormía. Y si estoy muerto, ¿por qué esta preocupación por dejar de ser? Lo raro es que me siento como ayer, como si estuviera vivo. ¿Será el no ser esta preocupación por dejar de amar? De este mundo que conocí lo amé casi todo. Porque, ¿qué gracia tiene conocer gente si es para odiarla? Tal vez los únicos que merecen mi maldición sean los que están exterminando a mi amada tribu Wayoo, hoy defendida por mi hija Karmencita. A las mujeres las amé en todos los tiempos a partir de Leonor de Aquitania, hasta los días que se me acaban de terminar leyendo su biografía.
Nada me dolió tanto como ver enzarzados en odiosa pugna a dos de mis más queridos amigos. Poetas que –llegué a pensar–, no eran tan excelsos como cada uno creía de sí mismo, ni tan insulsos como cada uno consideraba al otro. Actualmente estoy convencido de la soberana grandeza por lo menos de uno. Y de mis tres artistas del alma, otro de mis dolores es haber visto despintarse a Leonel Góngora y a Saturnino Ramírez. Menos mal que ayer almorcé cuchuco con Antonio Samudio. Y que pude abrazar a mi amado Antonio Correa y presentar su último libro en la Feria.
Sonó el teléfono, ¿aló? No había nadie en la línea. Lo dejó descolgado. Era la hora en que debía hacer el primer despacho de Cronopios. Cincuenta mil suscriptores desparramados por el mundo estarían atentos a su mensaje. Pero no se atrevió a abrir el Internet. ¿Qué tal si le pasara lo mismo que con la báscula y el teléfono y no le abría? ¿O encontrara en su propia página la noticia de su deceso? ¿O debería escribirla él, como última broma de un cronopio desencarnado?
Miró por la ventana el mismo sol que llevaba viendo nacer y morir siete veces a la semana. Los camiones pitaban, una ambulancia dejaba sentir la urgencia de su pasajero, un avión rayaba el cielo rumbo a Eldorado. No sabía si le quedaba bien sentarse en semejante trance.
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Después de verificar que pesaba 0 no sentía el cuerpo. Ni ganas de hacer popó, porque seguramente pesaría menos, lo cual sería ya la cagada.
¿Bañarse y afeitarse? ¡Qué farsa! Prendió el calentador. Recordó todos los libros que había leído en su vida, las películas que había visto, los países que visitara. Todos los besos que había dado, todos los pesos que por su trabajo había recibido. Volvió a contarlos con entusiasmo. Había sido rico. En esas estaba, ya caída la tarde, en levantadora, cuando oyó sonar el timbre. No se sintió capaz de abrir. ¿Qué tal que pasaran por delante de él sin verle? Los repetidos timbres no vencieron su incertidumbre hasta que gritaron: Nacho, por favor, abre. Era Olga Cristina Turriago, su amiga de la vida. Abrió súbito. Hola, Nacho, te he estado llamando pero el teléfono está dañado. Por eso vengo con el técnico, para que te lo arregle, y de paso la báscula, que ayer te la descompuse cuando me subí a pesarme y le reventé el sensor. Debo estar gordísima.
Hacía 10 años que no se tomaba un trago. Se sirvió un whisky.
Bogotá, El Tiempo. 2003
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