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Columnista |
Pereira, Colombia -Edición: 12.893 - 473 Fecha: Martes 08 - 03 -2022 |
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Pandemia en el Paraíso
Por Jotamario Árbelaez
“Tenemos que cotizar para la pensión, para poder tener una vejez sin afugias, dedicados a leer y a escribir como ha de ser nuestro mejor destino, antes de que la muerte nos pase la cuenta”. Así me advertía Jaime Jaramillo Escobar, el mejor poeta del mundo que tuve el privilegio de conocer, cuando por el año 70, en Bogotá, me veía mover la cabeza viendo que del sueldo de creativo publicitario de su agencia O. P. Institucional me había hecho el sacramental descuento. Ya había comenzado a trabajar con él 10 años antes, a los 20, en la Administración de Impuestos Municipales de Cali, cuando ni siquiera había sacado la cédula. Y dele con el mismo cuento.
Jaime Jaramillo Escobar y Jotamario dándose un septimazo por los años 70.
De modo que en contra de mi voluntad y por respeto al único nadaísta que se bañaba y se peluqueaba y comía tres veces al día y cedía el puesto en el bus, a través de más de 1600 semanas fui acumulando un considerable tesoro en el pensionario que reventó el 31 de diciembre del año 2000, dejándome todo el siglo 21 para la poesía, el sexo y la consumición de whisky con soda. Porque mientras haya libros para leer, botellas para ingerir y levantes para acostar, la vida tendrá un sentido.
Por ese mismo año 70 llegué de la Sucursal del cielo a la capital del país, investido de arrogante e ingenuo salvador de la patria, pues traía para publicar, y lo hice, El libro rojo de Rojas, donde denunciaba -y lo demostraba- que el gobierno del estadista más importante en nuestra historia le había escamoteado las elecciones al General.
Elmo Valencia y Jotamario en Bogotá, 1970.
Quien sin saber que había participado en las pedreas estudiantiles del 10 de Mayo de 1957 que lo tumbaron del solio, pero agradecido por el alegato que pretendía 13 años después volverlo a poner en él, me invitó al lanzamiento del Tercer partido, la Anapo, en una localidad con historia llamada Villa de Leyva. Allí llegué con mi compinche y coautor Elmo Valencia y nuestro cargamento de libros, que tuvieron poca demanda, pero yo quedé fascinado con ese feudo donde despachara un virrey
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y me dije que si la vida me arrastraba hasta la vejez sería del putas llegar allí de nuevo en busca del reposo final, como don Antonio Nariño.
Pues no salvé el país como no pudieron hacerlo otros más verracos y tesoneros que yo, y no logré la paz como lo hizo otro compañero del grupo a quien se la devolvieron, pero con el tiempo me pensioné en la publicidad, y con mi poesía por la que casi nadie daba 3 pesos gané tres concursos nacionales y uno internacional bien dolarado, y así tuve para edificar mi bunker al sol, precisamente en este oeste del paraíso,
al que llegué de la mano de la mujer maravilla que me había dado a Salomé y Salvador, dos lumbreras que no había considerado en mi agenda de picaflor urbano y enemigo del campo. Por esas calendas me impresionaba más un poste de luz que un roble frondoso, un aviso de neón que un crepúsculo arrebolado, un teléfono público que un frailejón de los páramos. Yo qué culpa tenía, si mis imperfectos maestros de la vanguardia me habían inculcado enfilar baterías en contra de lo bucólico.
Ya voy por la ochentena, mi mujer por la sesentena y mis hijos por la treintena. Ellos ya están haciendo su vida pero tienen cuarto propio en la casa que bauticé La montaña mágica, como lo vengo pregonando a los cuatro vientres. Nos acompaña una pareja de perros, Dina y León, rescatados del fango pero que ahora pisan con garbo.
La casa no puede estar más deslumbrante, engalanada por Claudia, con mis cuadros y retratos y la espesa biblioteca y el oratorio donde no paro de dar gracias a mis maestros espirituales Nicolás y Agustín por haberme conducido a esta etapa de dulce luz y al reencuentro con el Señor, ¡nada menos! Para fines de Navidad llega Salvador desde Bogotá y Salomé y su esposo Jeff Curtis y su preciosa hija de un año, Emilia, que es nuestro ídolado fetiche, desde Barcelona y Florida. ¿Puede haber más felicidad en una familia? No hago más que salir por la campiña a mandarle besos al cielo con las dos manos.
Aquí está pues reunida la sagrada familia de aquel que en su juventud existencialista veía sus desgracias con buenos ojos, pues peores eran las del resto del mundo que no podía conjurar, |
entre el azul y el verde de los dos paraísos equidistantes, brindando por la vida con zumo fermentado de uvas carnosas, escuchando las canciones a la guitarra del yerno Jeff, viendo las películas impactantes impuestas por Salvador, leyendo un párrafo de cada uno de los libros atesorados y escribiendo estas memorias apócrifas,
Claudia mimando a su nieta en el bosquecillo, la arenera, los columpios y el tobogán. Pero de pronto Salomé empieza a sentir como que no existe, se la lleva a caminar por el prado sin que registre, ya había estado con cierta tos por lo que la llevamos a hacerse el examen. 72 horas después, ese mismo día, resulta positivo el Covid-19. Siento que la sangre se me devuelve en las venas, que el corazón se sume, que el pensamiento titubea, que las huevas se me ponen de corbatín. Me regocijo porque los descritos no son los síntomas de la peste, pero me como las uñas de los dedos de alma para no mostrar mi terror. Descubrimos más tarde que el exagerado malaire equivalente a una pálida obedeció a que tomó por error una pastilla de Xanax que su marido ingiere por octavos para los ataques de pánico. Ella se pone su tapabocas y trata de mantenerse alejada a la hora de las comidas, siempre con su ni ña de pecho que nos turnamos. Claudia, que no hace sino ver documentales de médicos invisibles de salubridad metafísica y necrófilos trascendentales dice que no hay de qué preocuparse, que todos vamos a terminar enfermándonos pero como estamos triplemente vacunados será como pasar una gripe, que el universo es perfecto, que todo fluye. Salvador ha salido volando para Bogotá alegando que tiene compromisos cinematográficos. Pasan los días. Los aliviados a la hora de las comidas nos chequeamos unos a otros con la mirada confirmando que probablemente somos asintomáticos. Pero tenemos planes para viajar a Cali a ver la familia que ha estado en similares y peores quebrantos, al mar Caribe a calentar esqueletos y yo a la IX Internacional Nadaísta en el Eje Cafetero y en Medellín. Salomé ya sorteó el trance. Los demás acercamos hace tres horas nuestras narices para el examen de antígenos. Y ya nos llegaron por correo los resultados. Todos negativos. Me lo esperaba.
Ni una hoja de mi árbol corporal está seca, ni una rama podrida, y todos sus frutos son comestibles. Mi única dolencia –que no me duele–, es sentir semidormidos los dedos del pie derecho y el leve crujido de una rodilla al subir unas gradas o arrodillarme para besar, orar o jugar ajedrez con los perros. Creo que voy a morir de salud, por sobredosis de vida, como el disipado de Kirk Douglas, de 103. Espero que Salvador sea mi Michael. La muerte habrá de perdonarme los excesos que me he permitido, en mis últimos escritos, para con ella. No podía dejar que fuera la única dama a la que no cortejare.
La montaña mágica, Enero 11-22 |
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