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Columnista |
Pereira, Colombia -Edición: 12.897 - 477 Fecha: Jueves 17 - 03 -2022 |
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Septimazo
Jotamario Arbeláez
He andaregueado por medio siglo la Carrera séptima de Bogotá y no se me han acabado ni los zapatos ni el pie. Más se ha deteriorado el cemento de los andenes. Y no es porque tenga unos taches inextinguibles, ni un tarso y metatarso a prueba de tropezones y zancadillas, sino porque me ha acompañado una fe invencible en el triunfo de la poesía sobre la muerte, cuyo máximo canto son los avisos mortuorios en el periódico. No de mi poesía, que esa la puede hacer cualquiera que tenga Parker, sino de la poesía de la tribu, que es la que todos hacemos, mientras contemplo los quebrantos del ancho mundo desde las ventanas de marfil de mi biblioteca.
Los versículos de los jóvenes poetas de provincias en el altiplano, por esas épocas, eran apenas balbuceos para los críticos altivos y la Academia. El reino era de los petimetres de Piedra y cielo, atragantados con el lexicón del juanramonete y las consignas falangistas de Primo. Me limito a Carranza, pero éste significaba por derecha el piedracielismo, como Dalí el surrealismo, como el espiritismo Kardec.
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La ciudad de las lluvias más acogedoras del mundo, como que en ella vivimos todos los pueblerinos con ínfulas de megalopolitanos.
A ella llegué con zapatos blancos, como Gaitán a París. Con un amor a cuestas y una caja de poemas en borrador. Acuestas los amores y en vigilia con el poema, que por más inspirado por el espíritu santo que sea necesita carpintería, ebanistería y marquetería. Cepillar, lijar, pulir, taponar y enmarcar rompiendo los moldes. Eso hacía con esos versos broncos y callejeros que me había estimulado Ernesto Cardenal desde su seminario de vocaciones tardías en La Ceja (Antioquia), donde se ordenaba de sacerdote para salir a tumbar la dictadura de Somoza dando pie a la revolución sandinista. Para que después pasara el Papa a zumbarle su coscorrón.
mientras escuchaba la perorata galimática de León de Greiff, Luis Vidales, Jorge Zalamea, Arturo Camacho Ramírez, Germán Espinosa, Omar Rayo, Javier Arias Ramírez, Fernando Charry Lara, Eduardo Mendoza Varela, Fernando Arbeláez, Daniel Arango, Mardoqueo Montaña, Augusto Rivera,
incapaz de allegarles mi cartapacio, convencido de que me iban a poner de patitas en la calle con carcajadas, pues ya escribía así como ahora, como Cardenal me soplara..
Hoy no queda ninguno de ellos -a todos se los llevó la verraca-, y
aunque asistí a la mayoría de los funerales, lo único que les heredé
fue un paraguas descostillado. quienes brindaban brandy con leche y regalaban Spoon river a los demacrados aedos municipales, con tal de que no fueran a desenfundar sus infolios. Hoy reposan todos en la colina.
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No me dio ocasión de estirarle la carpeta con mis rapsodias.
Ya también salió Mario de circulación por la séptima; el último coup de dés se lo ganó la tramposa. Se hizo a una lado para darle paso a sus obras completas editadas en España por Francisco Cruz.
Me enfletaba hacia El Cisne, el paraíso de los espaguetis napolitanos, cerca de donde se construía el puente de la 26, en cuyos socavones dictó Gonzalo Arango su conferencia El nadaísmo en las catacumbas, donde iban los macilentos actores y directores de la televisión en blanco y negro, los teatreros de rictus pánicos, los pianistas de cola y los pintores duchampianos, los críticos destemplados, las balas perdidas en busca de una oportunidad de ser disparadas al éxito, los cacorros empedernidos y los poetas de vanguardia desprogramados. En este sitio me esperaban Amílcar Osorio, Darío Lemos, Diego León Giraldo, Alberto Escobar, Humberto Navarro, quienes hoy están de fiesta en la nada pura. Después de hacerme estampar mi firma Palmer en el manifiesto del día y, con tal de que no les fuera a dar a conocer in situ mis parvas inspiraciones, me llevaban a alguna rumba de mecenas desconocido de donde salía al trabado amanecer en busca de cobijo seguro en la Funeraria Gaviria, fungiendo de deudo. Ya que no lo podía hacer de difunto.
o por lo menos el astrágalo se me funda, y ya no veo a ningún poeta de esos que hicieron mis días. También se resbalaron Raúl Gómez Jattin, el estruendoso, y Jorge Ernesto Leyva, el discreto.
ya bajados sus párpados no tengo cómo dárselos a leer. Le va a tocará hacerlo a usted por ellos, ya que por lo menos está vivo y me está prestando sus ojos.
Bogotá, mayo 2013
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