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La máquina de escribir
A Carmen Boullosa
Por: Jotamario Arbeláez
Cuando a la entrada del Instituto Cervantes, en Nueva York donde
asistía a un festival poético, una periodista me hizo esa pregunta
que planteaba Breton a los surrealistas en sus inicios. “¿Usted por
qué escribe?”,
recordé que hace 58 años, a la misma pregunta de la periodista
Alegre Levy para el diario Occidente, cuando entraba a leer mis
poemas en un bar de mala reputa, en Fantasio,
le di lleno de ufanía esta respuesta obvia que no por ello se dejó
de considerar impactante:
“Escribo porque soy mecanógrafo. Y, además, porque tengo máquina de
escribir”.
Había que oír las risas de los amigos, en especial Éber Cordovez,
quien manejaba las cuentas de Bellas Artes,
cuando pasaba por su despacho a que me facilitara su máquina para
escribir mis poemas y en ella aplicaba ferviente mis dedos de
chuzógrafo.
“Y, además –repetía a moco tendido–, porque tengo máquina de
escribir. Jajajajá”.
Desde entonces fui declarado el zar de la pajudencia, de formular
frases rotundas sin apego a la realidad, que para entonces comenzaba
a percibir como una engañifa de los sentidos.
Como vivo en un país con una guerra más que setentenaria, contesté
en NY, que “escribo como escribía en su momento, para no tener que
disparar”.
Además para disparar qué. Si no tenía para una Remington mucho menos
para una Beretta o una Colt-Browning. |
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Con la palabra me propuse hacer el reclamo por los condenados de la
tierra, como nos enseñara Fanon, nos recomendara Sartre y nos
impusiera el Partido.
No me iba a dejar contar entre los practicantes de la “evasión”,
escribiéndole odas al marfil de su torre.
“Cómo no iba a escribir con la rabia del miedo -como expresa Cioran-,
de sentirme puesto manos arriba por una ametralladora”.
Si no hubiera dispuesto de la palabra, y de las máquinas de escribir
que después tuve de sobra,
no hubiera cumplido con el deber de denunciar la sevicia de los
hideputas que sabemos, como lo seguí haciendo desde mi complaciente
HP.
Al Cervantes entré de la mano de Carmen Boullosa, la espléndida
poeta española a quien hago reír hasta con mis relatos más trágicos.
Al perder el bachillerato había comenzado a configurarse en mi magín
virgen el poema vindicatorio Santa Librada College,
y lo pude escribir en la bien aceitada Brother del poeta X-504, que
me la facilitaba en su apartamento durante el día cuando salía a
trabajar
y de paso leía la resma de Poemas de la ofensa que iba acumulando a
su lado, y con ello fui estrenado deslumbramiento.
Pero cuando él se fué para Bogotá y en la calle me sorprendía el
apremio, me dirigía a esas oficinas de los otros amigos que
trabajaban.
En todo caso, a pesar de haber adquirido el manejo de una bonita
letra Palmer, no la utilizaba sino para apuntar los teléfonos de las
coquetonas y para dedicarles los libros.
Por entonces entre
la gentuza de letras daba más prestigio tener una buena máquina de
escribir que la más suculenta novia.
La primera máquina que pude decir que era mía, así como Philip Roth
aseguraba que lo único que podía decir que era verdaderamente suyo
era el falo,
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fue una Olivetti Lettera 22 que adquirí en San Andrés en mi primer
viaje a conocer el mar de siete colores con la modelo que fue el
amor de mi vida,
y viajara a donde viajara la llevaba en su funda (a la máquina).
Hasta que la dejé al tiempo con las teclas de esa mujer con quien
compartía las primeras lecturas de mis encantadores engendros.
Una vez que mi padre se dio cuenta de que la había llevado a la
prendería me espetó: “No se empeña la herramienta de trabajo” y me
presó los 5 pesos para sacarla.
Luego me pasé a una máquina eléctrica roja que me regaló el poeta
Jaramillo Escobar cuando hube de renunciar a su agencia publicitaria
y más tarde a un procesador de palabras que me gestionó con su
cuñado gringo Eduardo Escobar
y finalmente a sucesivas computadoras, donde por impericias técnicas
o por andar en las nubes he perdido no sé cuántos escritos.
Debo declarar que heredé la máquina de escribir Olivetti Studio 44
de letras cuadradas donde mi profeta Gonzalo Arango escribió sus
cuartillas completas,
casi todas ellas con copias al carbón porque el hombre sabía que su
mecanografía quedaría, lo cual es más digno que hablar de obra,
y aquí la conservo entre los Sagrados Archivos del Nadaísmo.
El profeta escribió todos los días de su vida por lo menos diez
horas diarias entre manifiestos, poemas, cuentos, novelas, notas de
prensa y su agotadora correspondencia.
“Hay que salvar el país con máquinas prestadas”, exclamaba Darío
Lemos quien nunca poseyó una.
Siempre escribía con bolígrafos kilométricos y guardaba sus
originales en carpetas que se le desleían bajo el sobaco.
O los guardaba en la cuna de Boris, que iba creciendo, y de donde
las tomé como Max Brod, sin permiso, para preparar la edición de su
libro Sinfonías para máquina de escribir.
Solo el poeta Jan Arb conserva su Remington Rand y en ella sigue
tecleando poemas místicos.
Por: Jotamario Arbeláez |
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