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Columnista

 Pereira, Colombia -Edición: 12.907- 487

Fecha: Jueves 07 - 04 -2022

 

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La máquina de escribir

 

A Carmen Boullosa


Por: Jotamario Arbeláez

Cuando a la entrada del Instituto Cervantes, en Nueva York donde asistía a un festival poético, una periodista me hizo esa pregunta que planteaba Breton a los surrealistas en sus inicios. “¿Usted por qué escribe?”,

recordé que hace 58 años, a la misma pregunta de la periodista Alegre Levy para el diario Occidente, cuando entraba a leer mis poemas en un bar de mala reputa, en Fantasio,

le di lleno de ufanía esta respuesta obvia que no por ello se dejó de considerar impactante:

“Escribo porque soy mecanógrafo. Y, además, porque tengo máquina de escribir”.



Había que oír las risas de los amigos, en especial Éber Cordovez, quien manejaba las cuentas de Bellas Artes,

cuando pasaba por su despacho a que me facilitara su máquina para escribir mis poemas y en ella aplicaba ferviente mis dedos de chuzógrafo.

“Y, además –repetía a moco tendido–, porque tengo máquina de escribir. Jajajajá”.

Desde entonces fui declarado el zar de la pajudencia, de formular frases rotundas sin apego a la realidad, que para entonces comenzaba a percibir como una engañifa de los sentidos.
 
Como vivo en un país con una guerra más que setentenaria, contesté en NY, que “escribo como escribía en su momento, para no tener que disparar”.

Además para disparar qué. Si no tenía para una Remington mucho menos para una Beretta o una Colt-Browning.

 


Con la palabra me propuse hacer el reclamo por los condenados de la tierra, como nos enseñara Fanon, nos recomendara Sartre y nos impusiera el Partido.

No me iba a dejar contar entre los practicantes de la “evasión”, escribiéndole odas al marfil de su torre.
 


“Cómo no iba a escribir con la rabia del miedo -como expresa Cioran-, de sentirme puesto manos arriba por una ametralladora”.

Si no hubiera dispuesto de la palabra, y de las máquinas de escribir que después tuve de sobra,

no hubiera cumplido con el deber de denunciar la sevicia de los hideputas que sabemos, como lo seguí haciendo desde mi complaciente HP.

Al Cervantes entré de la mano de Carmen Boullosa, la espléndida poeta española a quien hago reír hasta con mis relatos más trágicos.

Al perder el bachillerato había comenzado a configurarse en mi magín virgen el poema vindicatorio Santa Librada College,

y lo pude escribir en la bien aceitada Brother del poeta X-504, que me la facilitaba en su apartamento durante el día cuando salía a trabajar

y de paso leía la resma de Poemas de la ofensa que iba acumulando a su lado, y con ello fui estrenado deslumbramiento.

Pero cuando él se fué para Bogotá y en la calle me sorprendía el apremio, me dirigía a esas oficinas de los otros amigos que trabajaban.

En todo caso, a pesar de haber adquirido el manejo de una bonita letra Palmer, no la utilizaba sino para apuntar los teléfonos de las coquetonas y para dedicarles los libros.
 

Por entonces entre la gentuza de letras daba más prestigio tener una buena máquina de escribir que la más suculenta novia.

La primera máquina que pude decir que era mía, así como Philip Roth aseguraba que lo único que podía decir que era verdaderamente suyo era el falo,
 

 


fue una Olivetti Lettera 22 que adquirí en San Andrés en mi primer viaje a conocer el mar de siete colores con la modelo que fue el amor de mi vida,

y viajara a donde viajara la llevaba en su funda (a la máquina).

Hasta que la dejé al tiempo con las teclas de esa mujer con quien compartía las primeras lecturas de mis encantadores engendros.

Una vez que mi padre se dio cuenta de que la había llevado a la prendería me espetó: “No se empeña la herramienta de trabajo” y me presó los 5 pesos para sacarla.

Luego me pasé a una máquina eléctrica roja que me regaló el poeta Jaramillo Escobar cuando hube de renunciar a su agencia publicitaria

y más tarde a un procesador de palabras que me gestionó con su cuñado gringo Eduardo Escobar

y finalmente a sucesivas computadoras, donde por impericias técnicas o por andar en las nubes he perdido no sé cuántos escritos.

Debo declarar que heredé la máquina de escribir Olivetti Studio 44 de letras cuadradas donde mi profeta Gonzalo Arango escribió sus cuartillas completas,

casi todas ellas con copias al carbón porque el hombre sabía que su mecanografía quedaría, lo cual es más digno que hablar de obra,

y aquí la conservo entre los Sagrados Archivos del Nadaísmo.

El profeta escribió todos los días de su vida por lo menos diez horas diarias entre manifiestos, poemas, cuentos, novelas, notas de prensa y su agotadora correspondencia.

“Hay que salvar el país con máquinas prestadas”, exclamaba Darío Lemos quien nunca poseyó una.

Siempre escribía con bolígrafos kilométricos y guardaba sus originales en carpetas que se le desleían bajo el sobaco.

O los guardaba en la cuna de Boris, que iba creciendo, y de donde las tomé como Max Brod, sin permiso, para preparar la edición de su libro Sinfonías para máquina de escribir.

Solo el poeta Jan Arb conserva su Remington Rand y en ella sigue tecleando poemas místicos.

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

  

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