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COLUMNISTAS

 

Pereira, Colombia - Edición: 12.924-504

Fecha: Jueves 19-05-2022

 

Mi vida

de perros

Jotamario Arbeláez

 

Por haber mantenido una irrefrenable pasión por las evas contemporáneas, de todas las edades, colores, olores y sabores, por lo general con prolongado y feliz disfrute pero con infeliz final,

todo ello calcado de Don Juan y de Casanova sin olvidar a Frank Harris,

nunca detuve mi afecto en los animales, ni domésticos ni selváticos.

No tuve un perro ni un gato ni un caballo ni un jilguero ni un loro ni un pez en una pecera.

Me entristecían como a Nietzsche los caballos de los zorreros con sus cargas pesadas y el fuete a la grupa,

y de ver tantos canes gamineando las calles de donde los recogían para la cámara de gases de la alcaldía, pensaba que el hombre era el peor amigo del perro.

 

 

Me preocupaba –y dolía– que de aquellos seres humanos que se debatían en las más precarias condiciones se les dijera que llevaban una vida de perros.

Más tarde vine a darme cuenta que había perros –y perras, como hay que decir ahora– que llevaban vidas de príncipes, con aposentos y atuendos y peluqueros y manicuristas de seda.

Y no debe ser mal visto que en vista de mi escasa fortuna e incierto porvenir con la poesía deseara algún día correr esa suerte.

No se me pasaba por esos días de adolescente brioso y rabioso pensar que la vida era bella, como se muestra en una película atípica,

aquejado de la gonorrea del existencialismo y las prédicas de Schopenhauer: “Es difícil encontrar la felicidad dentro de uno mismo, pero es imposible encontrarla en otro lugar”, y Renard: “Eso malo que temes no sucederá, sucederá algo peor”, y Cioran: “Del inconveniente de haber nacido”,

y arropado con las sábanas de los fantasmas de la postguerra mundial y la postviolencia nacional primera.

Respecto del futuro de la especie no había con qué hacer un caldo. Había que ponerlo todo al revés a ver si cambiaba.

 

 
 

Y no es que desdeñara las relaciones con los humanos, al contrario, tenía con mis amigos afanes redentoristas, con la previa convicción del fracaso.

 

Pero van transcurriendo los años y a medida que la luna envejece uno va cambiando como de ropa, algunos de sus hábitos y pareceres.

 

Abandoné el aire contaminado de la gran ciudad que era el que le daba consistencia a mis aspiraciones pulmonares ya que el aire puro me provocaba resfríos

y ahora en el campo andan de fiesta mis fuelles respiratorios que hasta a mi conciencia refrescan;

dejé de asistir a los bares a emborracharme con los arregladores del mundo y a las cintas de cine rojo de donde sacaba temas para mis pretendidos relatos autobiográficos.

No volví a tirar piedras contra el establecimiento nefasto cuando vi que lo que tenía entre las manos eran piedras preciosas para construirme un futuro así fuera con frases alquiladas al oficio publicitario.

Dejé de rascarme las pelotas y de pensar en los huevos del gallo y me hice a mujer e hijos que no estaban en mi agenda de reprobado y no pudo haber resultado la cosecha más bella y satisfactoria.  

Con mi mujer y mi arquitecto nos construimos una casa al estilo de las que se ven en Marbella, me encerré con ella a mirar el cielo y sus nubes y estrellas y fenómenos atmosféricos como el eclipse de anoche cada uno por su ventana

y se encendieron mis amoríos con la perramenta.

Mis referencias previas se limitaban a ladradores de biblioteca porque en ella se encuentran muchos que se rascan las pulgas con fuerte estilo; como  Argos el fiel compañero que esperó 20 años a Ulises para malmorir en un charco puerco y el Can Cerbero que custodiaba la puerta de los infiernos;

el Flush de Virginia Woolf y el Mister Bones de Tombuctú de Paul Auster,

el Totó de El Mago de Oz y Lassie, de cuya novela Lassie vuelve a casa se desprendieron doce películas.

 

Mi primera adquisición tan pronto tomé posesión del campo fue una canchosa cachorra que nuestra odontóloga Rubiela descubrió envuelta en un costal en un basurero y la rescató y nos la ofreció mientras me calzaba una muela. Se entronizó como reina en nuestra floresta.

La bauticé Dina en honor de la nadaísta que me inspiró El cuerpo de ella, quien ahora redacta sus celebrados poemas a las focas y caballitos marinos en el ancianato de San Andrés.

No sé qué tan apropiado sea bautizar a los perros con el nombre de amigos o de enemigos.

 

Manuelita la amante de Bolívar en su refugio de Paita tenía varios chuchos bautizados con el nombre de los héroes de la Independencia comenzando por Córdoba y Santander, entendiéndose la indirecta. Y a cuánto can no han bautizado Trotsky en repudio o reconocimiento al revolucionario autor de Mi vida.

 

   

Yo lo hago por amor, para repetir en el día varias veces el nombre de personas que me son caras al recuerdo aunque ya no vea sus caras.

Dina necesitaba una compañía, pensamos, ya que con nosotros la conversación no era muy fluida,

y en una bomba caminera vimos una perrita bebé de la misma palamenta de manchas cafés de Dina y la recogimos. Le puse por nombre Alelí, como una cantautora de temas acuáticos que adoro como a Platón.

Nos acompañó por un año siendo la más jovial alegría de la casa y de las caminatas por el boscaje. Un día mientras andaba de viaje me informaron que la había arrollado un carro.

La lloré casi tanto como había llorado a mi pupila María de las Estrellas cuando 40 años atrás tuvo su accidente de tránsito por la vida. Fue enterrada en el bosquecillo que circunda nuestra morada.

Para amainar la tragedia nuestro hijo Salvador andando por Subachoque encontró en el parque adonde acudían perros marginales por su alimento a uno cafecito que le gustó.

Lo bautizó Trotsky por admiración hacia el líder y cuando nos lo trajo le cambié su apelativo por León, para no desairar del todo al muchacho.

Qué temporada de maravilla pasé con este par de seres inteligentes y juguetones marchando a la par conmigo y acompañando mis cervezas en la tienda con cocacola.

Sentí como que eran ellos quienes inspiraban mis poemas y mis columnas de prensa.

Desde por la mañana nos mirábamos los tres fijamente como diciendo cada uno te amo y en las noches nos deseábamos felices sueños porque los perros sueñan mejor que uno con uno.

 

 

Estaba en la Feria del libro presentando la edición final de Mi reino por este mundo cuando me avisó la empleada que León había amanecido muerto en las puertas de casa, envenenado seguramente con el agua encharcada del recién fumigado cultivo de papas vecino.

Fue enterrado en la fosa común canina con Alelí. Volví a llorar como si se me hubiera incendiado la biblioteca o hubiera perdido la capacidad amatoria.

Mi hija Salomé hizo contactos desde Barcelona con una señora de un grupo de wiky mujeres quien le ofreció un perro negro de poca casta que estamos esperando con ansia

y al que bautizaremos Elmito, en honor del desaparecido poeta Elmo Valencia, el mito del nadaísmo.

Mi mujer está cumpliendo 60 años. A ella y a mí nos cayó el Covid 19. Lo superamos con dos pastillas baratas y agua bendita.

Y con el nuevo gozque en nuestra parcela y el nuevo presidente que se avecina a propiciar un cambiazo, esperamos que nos siga la fiesta de la esperanza

 

 

  

 

 

  

 

 

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