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COLUMNISTAS

 

Pereira, Colombia - Edición: 12.928-508

Fecha: Sábado 28-05-2022

 

La confesión frente al espejo

Jotamario Arbeláez

A Yulissa Ruiz

 

Ayer cumplí 20 años y tal vez no cumpla uno más.

El poeta Jaime Jaramillo Escobar me los celebró invitándome a un peach-melba[i] en la Librería Nacional, último postre al que le metería la cucharilla

porque a partir de entonces, antes de ingerir algo, me advierto: “Nada que me nutra”.

En su sitio conservo todos mis dientes, uñas y pelo, mugrientos eso si, a la manera de los Jeans de la nueva ola del cine francés, verbigracia Paul Belmondo, Claude Brialy y Louis Trintignant.

Me he ido dejando crecer la barba a la manera del rey asirio cazador de leones, a ras de la quijada, con dos picos adicionales sobre los pómulos. 

El aire contaminado de los árboles interesa mis dos pulmones, a los que no ha maculado una pizca de nicotina,

y la sangre circula airosa por mi torrente como la corriente del Golfo.

Mis cinco sentidos permanecen en estado de alerta, pero así fuera ciego, sordo, mudo, ageusico y apselafésico,

no por ello dejaría de percibir y celebrar la fantasía meteórica de este mundo en descomposición. Estoy hecho.

Todas las mañanas se me para la verga como un relojito buscando cuerda. Si no tengo a mi lado un recipiente carnoso me entretengo en un solitario de cinco dedos, la mente detenida en la última cinta de Brigitte Bardot.

Hago del cuerpo unos cilindros cabezones y de cola más aguzada, con una densidad consistente, color dorado amarillento uniforme y un olor soportable por lo menos para mi olfato.

Como narciso de albañal me arrodillo a contemplarlos en la taza del sanitario donde el agua se mantiene impoluta, pienso que debería echarme la bendición por la perfección del desecho,

pero en lugar de ello le doy gracias a la materia por la perfecta espiritualidad de que me reviste. 

 
 

Con esta máquina de escribir Hermes Baby de 44 teclas que me trajo de San Andrés mi papá, cinta nueva, puesta sobre una caja de jabones de madera que me sirve de modesto escritorio,

dejaré constancia soberbia de lo que irá sucediendo en los días que me resten.

 

 

El Poeta me dijo que el diario de un hombre sincero y sin trapisondas, con la memoria de sus sueños, excesos y desvaríos, amén de sus aventuras virtuosas,

era el mejor legado para una humanidad de tramposos. 

 

Aunque es de considerar si no es más tramposo el hombre que cuenta su vida con el solo auxilio de su memoria, y no de la de quienes le acompañaron y le sufrieron.

He forzado la resistencia de mi musculatura de ajedrecista

 

al echarme sobre mis poco atléticos hombros la pesadumbre del planeta sin que nadie lo sepa ni me agradezca.

 

Más que por redentor –de lo que tengo bien poco, porque crucificado no quiero volver a morir–,

lo hice para poner a prueba la efectividad del Método de Tensión Dinámica de Charles Atlas, al que me suscribí a California,

para dejar de ser el alfeñique de 44 kilos y medio al que todos empujaban sin que él les haga nada[i].

 

Humanista que le salí a mi papá, que además era liberal de Rionegro y afecto de Zola y de Víctor Hugo, me inicié pensando en militar hasta el sacrificio por abolir los ejércitos.

 

 

 

Hay testimonio fotográfico de esa lágrima tuerta que surcó mi mejilla izquierda por los infortunios del tercer mundo.

 

Me dejé taladrar los huesos del alma por la piedad, mas no por la caridad, pues hasta ahora no he tenido de sobra para repartir a los otros.  No sé cómo se gana un peso.

 

Me convertí en un hombre hosco, de malos modales, con una arruga en el entrecejo y mi navaja automática en el bolsillo trasero.

En las relaciones sociales a duras penas contesto el saludo, y evito los apretones de manos. Doy un nombre aleatorio cuando me presentan a alguien. En mis tarjetas de visita, bajo mi apelativo sin apellido, dice simplemente: Retardado sexual.

He tropezado con más de un zapato sin dueño y le he propinado qué patada al zapato.

Sólo tengo ojos para el sube y baja de mis pestañas y el paisaje del pensamiento.

Creo que este mundo hace aguas. No porque esté siendo mal gobernado, sino porque desde el principio estuvo mal hecho.

Sin llegar a negar a Dios –para ello habría que darle validez a la negación–,

dudo del dogma que se impone al razonamiento, del razonamiento que cierra la puerta a la alucinación y el azar,

de la decadencia de occidente, del impacto de la ciencia sobre la sociedad, de los diez días que estremecieron al mundo, de que todos los hombres son mortales y de que el porvenir está en los huevos[ii].

Pero creo firmemente en la infalibilidad del falo.

Los orgasmos de mi pistola de mano salen disparados a una velocidad de 45 k.p.h. y, haciendo un paraboloides, van a caer a .5 metros, en descampado[iii]

Sostengo que los marcianos somos nosotros[iv].

Y no me apunto a una insulsa vidorria. Ya cumplió papá con tenerme. Ahora me toca a mí sostenerme. Para ello me debo sacudir el mundo de encima. Echar a andar a pie por las anchas autopistas con este saco de ideas. Si fuere necesario parando el sol con mis gafas.

Manque me llamen desclasado, desnaturalizado, desarraigado, me iré tan lejos de lo que vivo que no van a reconocerme.

Así me toque colgar los tenis en el hall de la fama.

¡Qué culicagao tan engreído!, me decía el profesor de gramática, poniéndome un cero.

 

Cali, Diciembre 1-61

Obra: Los días contados.

Volumen: El séptimo piso

 

  

 

 

  

 

 

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