Llamando al extraterrestre
Por Jotamario Arbeláez
He tenido esposas muy especiales, cada una
superior a sus colegas en el martirio,
si así puede llamarse a mi manera de mimarlas y protegerlas.
Porque si el tan cruel como sincero poeta Eduardo Escobar afirma
desde sus primeros poemas que tiene un aguijón para todo lo que ama,
yo mantengo un pezón cargado de miel.
Hasta que no fue demasiado tarde no me di cuenta de que hasta
la miel hastía. Y más aún si va mezclada con leche.
Todas ellas, pues, estarán excluidas del paraíso mahometano, que
tuve el espiritual privilegio de permitirles saborear en la tierra.
Tuve una que era modelo y no permanecía vestida sino en la casa.
Así, gocé del privilegio de verla como no la veía
nadie.
De la sala al comedor se paseaba como en un desfile de
pasarela.
De las paredes pendían cuadros con sus decúbitos pronos.
Otra que era cantante y no permitía que hiciéramos el amor si no
estaba ella encima con sus pistolas, entonando rancheras de lo más
charra.
Al terminar hacía dos disparos al aire y lanzaba el sombrero por la
terraza.
Otra que era yoguini y se la pasaba todo el día y toda la noche
practicando los más impresionantes asanas, parada en la cabeza a
donde llegáramos, hasta que me le logré poner a la par.
Otra que decía que había sido mi esposo en la encarnación anterior,
cuando yo había sido ella.
Que me acordara de lo que no me dejaba hacer para que ahora
fuera yo quien insistiera en hacérselo.
La penúltima moría por los extraterrestres.
De entre las entidades terrícolas era de las pocas que había tenido
el privilegio de verlos y compartir con ellos.
Reconocía que yo podía ser el mejor amante del mundo, pero no más
que eso, del mero mundo. Ella tenía aspiraciones más altas.
Se sentía de la mejor familia del cielo y añoraba una espada
ígnea.
A su pasión ufológica sumaba la adhesión a un reencauchado
cristianismo planetario que predicaba que estos visitantes
interestelares
–que no eran los marcianos como especulaba la prensa, sino las
mismísimas legiones celestes–,
vendrían a recoger a los 144.000 elegidos que habrían de
salvarse del Apocalipsis de sangre y fuego que pondría fin a la
tierra a partir de este país de dolores que se llama Colombia.
Y ella estaría entre estos privilegiados. La flotilla sería
comandada por el propio Jesucristo superstar.
Había creído ver en mí, en un principio, a un
adelantado en las doctrinas secretas,
por cuanto me dejaba hipnotizar por mi maestro de la cofradía del
Club de Arriba, Claudio Verne,
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no sólo para visitar desdoblado
parajes antaño inaccesibles como la luna y la Nueva Jerusalem,
sino las bóvedas del Banco de la República para comprobar que las
reservas de oro hace tiempos se las robaron,
y esos lupanares de luminarias, inaccesibles a mi bolsillo y por lo
tanto a mi bragueta deschavetada,
y solazarme en la contemplación de todo tipo de sutiles
perversiones burguesas que iba anotando en mis libretas, por si
algún día entre editores serios se pusiera de moda la pornografía.
Me veía además aplicado en los evangelios apócrifos para
ratificar mi carácter de falso profeta con documentos para
demostrarlo.
Se fue desengañando cuando le dije que no quería seguir los
pasos de Rasputín, de Cagliostro ni mucho menos de Conde de Saint
Germain,
y por una iluminación repentina, más de luz negra que
del espíritu santo,
acepté colaborar como creativo roñoso con la decadencia del
establecimiento redactando sofismas consumistas para una agencia de
publicidad,
donde me permitían de vez en cuando salir por la ventana en
mi alfombra mágica.
Los viernes, cuando me despertaba luego de un jueves de pánico, ella
ya había partido hacia La Calera,
esa montaña helada vecina de Bogotá donde los fieles de la
franja lunática se reunían a atalayar a los ufonautas para recibir
su mensaje de bienaventuranza.
Por entonces todos habíamos visto platillos voladores, u
objetos volantes no identificados, ovnis o ufos,
no sólo bajo el estímulo de ácidos lisérgicos y hongos de la Miel,
que proliferaban por el parque de los hippies donde Manuel Quinto
era el rey,
sino ante la visión objetiva con sólo alzar al cielo los ojos
adiamantados.
Ella, desde luego, iba más adelantada que yo en el empedrado
camino de la evolución.
Yo me había estancado en el zen. Ella ya probaba dimensiones
para mí inescrutables.
Para que no me fuera a llamar a engaño, me mantenía al tanto
de sus experiencias suprasensibles.
Yo suelo ser celoso, pero sólo con los amigos. Además, debo
confesarlo,
estaba ansioso de ver despegar a la dama, mientras más lejos
mejor, así fuera al propio cielo estrellado.
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Según sus informes, tuvo un
contacto del primer tipo un día saliendo de nuestro Sancta-sanctorum
en La Perseverancia,
cuando levantó la vista hacia el domo del cielo y vio pasar
la nave haciéndole señales con los cocuyos.
El contacto del segundo tipo consistió en sentir, al
entrar en el Uranium Templum, que le puyaban la membrana que hay
entre el dedo pulgar y el índice
y por allí le entraba un sensor para comunicarle las citas.
El contacto del tercer tipo sucedió en La Calera, donde vio
descender de la nave
que no alcanzó a posarse sobre los pastos calcinados por el
verano,
un ser de una belleza deslumbrante, quien se la quedó mirando con
sus ojos de lapislázuli.
El contacto del cuarto tipo tuvo lugar una semana después,
cuando el mismo ente luminoso la invitó a penetrar en la nave
–y me imagino que ella lo invitó a penetrar en la suya–,
donde le impartió algunas enseñanzas acerca del polen cósmico que
ni a mí me podía revelar.
Y dos semanas más tarde, viernes santo, ocurrió el contacto del
quinto tipo, consistente en que –después de subir– la nave arrancó
con ella.
Lo extraño es que a partir de este rapto galáctico casi nunca
se volvió a oír hablar de ovnis,
y tanto la Nasa como nuestro Comando antiextorsión y
secuestro (Caes) hace 20 años archivaron sus investigaciones al
respecto.
Los 144.000 elegidos se habrían esfumado calladamente. Nadie
ha pedido por ellos al cielo. ¿Serán acaso los “desaparecidos”?
No puedo negar que creo en los ovnis, es evidente.
Pero a partir de ese momento, yo, que no podía ver a un
extraterrestre ni en fotografía, comencé a adorarlos.
El que debe estar furioso es el ser estelar conmigo, por no
haber defendido con más denuedo la posesión de mi damisela,
dueña de una cantaleta que le daba la vuelta a la tierra,
y habérsela endosado sin mayor lucha.
El sábado leí en la revista Nueva, que hay una entidad llamada
Contacto Ovni, dirigida por tres especialistas en ufología,
que no paran de escrutar el cielo buscando evidencias.
A ellos deseo dirigirles mi consulta y mi plegaria:
¿Habrán quedado hartos los seres luminosos con el rapto de la
elegida?
Busquen establecer contacto con ellos y díganles que espero
que su enojo no será eterno.
Y si ya en los planos siderales cundió el olvido, que miren a
ver si regresan,
que aquí les tengo otro angelito.
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