Poemas de amor y desamor
Jotamario Arbeláez
Ilustraciones Hernán Darío Correa
Se dice que los poetas son los
cantores del amor. Desde el cantar de los cantares hasta los
cantares de los juglares,
y en los tiempos corrientes desde Pablo Neruda hasta Amílcar
Osorio, quien alcanzó a balbucir antes morir como Ofelia: “El amor
no es efímero. Es efímero el tiempo”.
En su casa de Isla Negra escribió Neruda. “Amo el amor de los
marineros / que besan y se van”.
A lo que le parodió Allen Ginsberg, que como buen marica conocía
lo que significa un marino: “Odio el amor de los marineros / que
besan y se quedan”.
Al afro lusitano poeta Pessoa, refiriéndose a las misivas
románticas y aromáticas, redivivos poemas de amor que todavía
requieren sobre y estampilla, sentencia:
“Todas las cartas de amor son / ridículas / no serían cartas de
amor si no fueran / ridículas”, para terminar absolviéndose diciendo
que son aún más ridículos los que no son capaces de escribir un
poema o carta de amor.
Es el mismo caso de Louis Aragon, quien sostiene obstinadamente
en un espléndido poema que “No hay ningún amor feliz”, para terminar
congraciándonos con una resignación contundente: “pero es nuestro
amor”.
A propósito mi mujer que no lo ha leído suele decir algo parecido
en nuestras partidas de naipe con las visitas: Se nos acabó el amor,
pero nos seguimos amando”.
Que yo le corregiría como: “Se nos acabó el
Debo decir que, en mi caso, me
fui apartando del poema de amor, por razones que explicaré.
Suelen pensar los poetas que amor con amor se paga, como cantaba
Jorge Negrete antes de casarse con doña Bárbara, desvalorizando el
esfuerzo de la dama por procurarte un buen sacudón.
En tal forma el mal
paganini resulta uno. Si pretende levantárselas a punta de trovas
dejará constancia de que es muy poco efectivo.
El romanticismo tuvo su clímax cuando el objetivo era el virgo,
ese símbolo de pureza del que se desprendiera el hijo del hombre.
Pero una vez perdió su prestigio con la entronización del amor
libre como se logró desde los 60, sólo puede llamarse romántico a
quien toma Kola Román,
bebida emblemática de Cartagena de Indias inventada 20 años atrás
que la Coca-Cola.
Advierto que nunca escribí un poema a una mujer para irrespetarla,
sino para lo contrario, para hacerle el homenaje de punzarla con él,
con el debido respeto,
así como nunca escribí un
poema de ardorosas lisonjas buscando merecer los favores posteriores
de una mujer.
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amor,
pero seguimos queriendo”.
Pensé que, si se aplicaba para eso, el poema era un arma innoble,
por cuanto su milenario prestigio bastaba para hacerle perder a la
pretendida las eternas defensas.
Para eso existen otros recursos no violadores de los pactos de
Ginebra con tónica, como son los diamantes, las flores, las
serenatas y los chocolates de menta.
Además, que si era a una mujer demasiado bella el poema corría
el peligro de no estar a su altura.
A esas mujeres que despiertan los deseos del mundo entero no
tiene uno por qué ponerse a soñarlas, pues si -a pesar de que el
poema no es un valor de cambio-, llegare a abrirse la oportunidad o
la grieta, no encontraría uno dónde meterse.
En una conferencia donde planteaba estos teoremas alguien me
ripostó que había leído una poesía que yo le había escrito a una
dama,
a lo que le tuve que contestar que era uno de esos poemas con
fecha de vencimiento, corregido por otro que le escribí cuando ya
nos estábamos quitando las servilletas, y que mandé a reemplazar al
fallido en la antología.
O sea que los poemas son para saborearse después de quedar
saciado y no para cortar camino cuando se propone un levante.
Hace poco leí que un maniático corresponsal electrónico -quien
resultó caníbal-
contactaba a sus víctimas con poemas virtuales teñidos con un
toque de tantra y esoterismo
y las féminas descrestadas terminaban no sólo cayendo en sus
garras sino en sus fauces.
Y había qué leer los tales poemas. “Ven a mí con tu cuerpo
astral y floral”, y desastres por el estilo.
Una mujer que caiga con esa lírica merece que se la coman.
Yo mismo tuve una experiencia que nunca olvido. Estaba loco por una
mujer a la que tenía que conquistar como fuera, antes de que se
acabara el mundo como sucedería si no lo hacía.
Y tuve el desatino de pretender hacerlo con un poema. Decía más
o menos,
“Ven a mí y te daré a conocer unas sensaciones extrañas de las
que no podrás después desprenderte” y cosas por el estilo, no muy
lejanas de las del caníbal.
Pensé que caería ipso facto. Y lo que hizo fue perderse,
dejándome no sólo encalabazado sino preocupado por la infectividad
de mi vena lírica, y por consiguiente de su calidad antológica.
Volví a encontrármela algunos años después, acompañada de otro
bombón superior a ella. Las invité a tomar un drink
y en un momento dado le pregunté qué había pasado con mi poema. A
lo que me
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respondió: “Con ese poema me
levanté a esta”.
En vista de mi cara de
asombro y antes de que hiciera algún reclamo por derechos de autor,
me dijo complaciente: “En gratitud ahora puedes gozar de las dos”.
Agradecí pero decliné. Nunca he sido lo mío el ‘menage-a-trois’.
Además me moría del susto de lo que pudieran hacerme.
Por múltiples circunstancias de este tenor resolví cortar con los
poemas de amor.
Las chicas que con ellos me levantaba, a la hora de partir
cobijas lo primero que me devolvían eran los poemas despedazados.
Entonces me solazaba en escribir poemas de desamor, que son los
que ahora practico y me procuran levantes más efectivos que con la
versificación pedigüeña.
El poema de desamor es una
especie de patente de divorcio de la saliente, que en no pocas
ocasiones termina en fotocopia futura con la presente.
Pasan sobre todo los hombres en los romances por estadios bien
definidos:
el enamoramiento o flechazo
hacia la mujer más bella que miraron sus ojo, y por ingenua
deducción la más pura;
el cortejo (del que participan, en veces, el inocente poema, las
flores, la sortija, la serenata, la invitación a comer o a bailar o
a mirar el rosicler del atardecer);
el cuadre (donde intervienen el pechiche, las carantoñas, el
apapacho, los arrumacos, los arrechuches, la caricia profunda, el
desfogue, el éxtasis mutuo);
la consolidación con o sin ministerio, con o sin cohabitación
permanente, con o sin hijos, con o sin responsabilidad consecuente,
con o sin felicidad aparente;
la infidelidad (donde el uno se va con otra y la otra se va con
uno),
la desilusión, decepción, desengaño, desamor y despecho con
destrucción de cartas y de retratos, intentos de suicidio o por lo
menos de abandono del mundo. Más el poema de desamor para cuadrar
caja.
Cuántos poetas no se han
arrepentido de sus endechas cuando la inspiratriz resultó inferior a
sus loas de encumbramiento.
Y cuántas amadas cantadas no se burlaron del tenor de los cantos
de su cantor.
Pero en cambio con los poemas de desamor qué bien despedidas
resultan las que se fueron, dejando a sus amantes ad portas del
pistoletazo,
no tanto por el dolor del brochazo como por la vergüenza de la
cantata.
“Déjala que se vaya que otra
volverá”, me sopló El monje loco ante la desazón de mi primer
desamor. Le hice caso. Y no pueden imaginarse cuántas volvieron.
Octubre 28-2018
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