LORCA EN SU
AGUJERO
Ó
LA VERGÜENZA DE ESPAÑA
Por: Jotamario
Arbeláez
En
1964 cayó en mis manos uno de los pocos libros de mi biblioteca que
no he comprado: las obras completas de Federico García Lorca,
publicadas por Aguilar.
Delicada edición en papel cebolla (1.864 páginas) y carátula de
cuero, en la que por más que uno pasaba las páginas no avanzaba.
Se la
presté al caviloso poeta Jaime Jaramillo Escobar, quien por entonces
firmaba como X-504 y su máxima aspiración era viajar en busca de la
peste a Venecia.
Él la leyó de una sentada de dos semanas y, después de
revisar la meticulosa cronología del ibero, anotó con lápiz en la
última página:
“Todo este libro y no dicen lo que debieran haber dicho de
la muerte de Federico. Sólo dicen: ‘Agosto:
Muere’. En este silencio sobre la muerte de Federico está toda
la vergüenza de España”.
Mi edición está
fechada: Madrid, 1960. Tiempo en que ninguna editorial podía ni
quería pronunciarse en contra del régimen. No he cotejado con
ediciones posteriores a la muerte del Caudillo, para ver si son más
explícitas.
En Aguilar, donde muchos años después habría de publicar
mis Antimemorias, me desempeñaba como vendedor ambulante para seguir
los pasos de Gabo, y la tarde del eclipse cuando me liquidaron, el
libro se me quedó pegado del maletín.
Pensé
devolverme a devolverlo, pero el espíritu de Lorca tuvo el poder de
disuadirme. Algún día se me ocurriría decir algo acerca de su
asesinato al pie de la que sería su tumba compartida; para más
señas, fosa común con tres comunistas, como terminaría
descubriéndolo.
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Por mis revoltosos
años 60, de su crimen no hablaba nadie, ni los marxistas a quienes
no les interesaba la presunta sodomía del poeta, ni los mariconchis
a quienes no les interesaba la presunta aproximación al marxismo de
su adalid.
El hecho comprobado –e impune, para mayor vergüenza de
España– es que Federico fue mandado asesinar por el esbirro Ramón
Ruiz Alonso, después de sacarlo a rastras de la casa del poeta
falangista Luis Rosales, donde éste le había ofrecido refugio.
Pésimas lenguas aseguran que Rosales le gritaba a la
guardia cuando llegó a allanarlo que Federico no se encontraba
escondido en su casa,
mientras estiraba la trompa señalando debajo de la cama
donde el cantor de Granada se orinaba en los pantalones.
Lo condujeron a la sede del Gobierno Civil al compás de sus
bayonetas, lo trasladaron al pueblo de Visnar, lo vendaron, lo
ubicaron de espaldas ante una fosa en la cual cayó de culos luego de
la ráfaga del pelotón de fusilamiento.
(Se trata de una representación teatral)
No se sabe
cuántos disparos recibió. Los merecía todos. Su verdugo Ruiz Alonso
lo acusaba de ser “socialista y agente de Moscú”.
Quien conducía el automóvil, Juan Luis Trescastro, se jactó
de haber tomado parte en la ejecución, en un sitio conocido como ‘La
pajarera’, donde lo escuchó el concejal Ángel Saldaña:
“Venimos de matar a Federico García Lorca. Yo le metí un
tiro en el culo por maricón” (García
Lorca, asesinado: Toda la verdad. José Luis Vila-San-Juan.)
Ejecutaron enseguida a los banderilleros Francisco Galadí y Joaquín
Arcollas, y al maestro Giósciro Galindo, todos atados con las manos
a la espalda, por rojos.
Desde entonces reposan en los barrancos de Visnar, donde hay
por lo menos un millar de restos de ejecutados en Granada durante la
contienda civil.
El sitio se ha constituido en un piadoso parque en memoria
de los caídos. Pero los caídos ahora –y bien caídos– son sus
verdugos.
Federico y Salvador
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Si España tiene un
culo qué mostrar, ostensible, así sea expresado como documento de
papel de más de 1.800 páginas o de mármol a cambio de la Cibeles, es
el culo de Federico, más de varón varonil que las huevas de los
otros poetas en estampía.
Los familiares de los victimados horrendos se habían
abstenido de solicitar su exhumación y buscarles tumbas más dignas
que un cementerio colectivo.
Pero llegó el momento en que parientes de los
banderilleros y del maestro se decidieron a impetrarla al juez
Baltasar Garzón,
después de que éste estuvo en Colombia como testigo en una
de esas patéticas ceremonias de desenterramientos masivos de las
víctimas de asesinos paramilitares.
De paso, saltarían los restos del poeta granadino, de quien
sus familiares no han estado de acuerdo en que se remuevan. Por algo
será, pues también afirma el historiador que tienen un vergonzoso
“guardado” respecto de la muerte de Federico.
Debieron haber exigido esa exhumación los valientes poetas
salvados por el exilio cuando volvieron, para enaltecer la memoria
del –¿será posible?– mártir revolucionario.
O si no por lo menos sus colegas del otro extremo, los
“Faeries de
Norteamérica,
Pájaros de La Habana,
Jotos de México,
Sarasas de
Cádiz,
Apios de
Sevilla,
Cancos de
Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de
Portugal…
Abiertos en las plazas con fiebre de abanico…”,
aquellos que invoca en su Oda
a Walt Whitman.
Debe ser que el pudor los cubre, al verificar que el tiro de
gracia al más completo poeta y trágico de España, sí fue
precisamente donde lo confesó el carnífice Trescastro.
Lorca merece un digno panteón, que rezuma y resuma para eterna
memoria la vergüenza de España, esa ejecución injusta e irracional
–y por tanto digna de la maldición gitana– de un escritor que se la
jugó por la causa del hombre y no de la izquierda,
de un español cuya obra se acerca más a la de Shakespeare
que la del mismo Cervantes.
No importa por dónde le haya entrado el disparo que acabó con
su pluma.
Más vergüenza aún para los homofóbicos y entregados españoles
de turno,
que vieron con ojos ciegos que lo vejaran y lo contramataran.
Ojos que se tranquilizaron leyendo en la edición de Aguilar: “1936.
Agosto. Muere”.
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