Coqueteando
con la parca
“Muerte, no seas mujer”
Vivo en todo un palacete en las afueras de Villa de Leyva, ¡oh lá lá!
que me edificó el notable arquitecto Edmundo Moure con base en lo
que me sumaron en efectivo los premios de poesía, la liquidación de
mis servicios publicitarios a la sociedad de consumo,
y las entradas por concepto de pensión, pues gracias a mi jefe de la
primera oficina institucional Jaime Jaramillo Escobar, no me dormí
con ese sacramental requisito.
El poeta, su mujer, su perra y su casa. Foto Gilma Suárez
En la época existencialista me las tiré de desdichado y hambriento
todo lo que pude aguantar, pero mis compañeras de catre impidieron
que sucumbiera.
Algunos micos académicos de nuevo cuño me sacan en cara que después
de pasarme la vida dándole cascarazos a la burguesía me aburguesé.
Y yo qué culpa tengo si esos cascarazos me los pagaban a precio de
oro los medios de comunicación en cadena,
cuando se dieron cuenta que dados mis chascarrillos las propias
víctimas que eran los suscriptores se cagaban de risa y me pedían
más, como muchas de sus atildadas señoras.
Yo nunca hice voto de pobreza, por muy santo que fuera, ni de
castidad mucho menos.
Me costeó la publicidad la coexistencia bohemia con el combo de mis
poetas
y nunca me arrepentí de convencer a los muy brutos consumidores de
que compraran lo que nunca necesitaron, pues lo terminaron
necesitando.
Hice todo lo que pude porque la revolución sucediera (hasta puse
tachuelas bajo los tanques), pero fueron los propios camaradas
quienes la impidieron con su torpeza.
No he visto que le hicieran ningún tipo de reclamos a Pablo Neruda
ni a García Márquez, tan comunistas ellos como mero anarquista yo,
por haber decorado sus casas con un tapiz de dólares producto de su
talento.
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“El artista al que le toca comer mierda mientras empieza, y
persiste, termina cagando oro”, me dijo Gabo, tal vez refiriéndose a
su amigo el pintor Botero.
Me regodeo con mi salud a prueba de balas, y con mis privilegios
vitales a los que habría que restarles que a pesar de mi erotomanía
persistente el sexo ya no tenga cabida en casa.
Tal vez mi aun atractiva compañera entró en uso de esos tántricos
retiros espirituales del coito que están tan de moda, o no considera
que a estas alturas de mi vida deba continuar con el forcejeo
cuando más bien debo aplicar los alientos que me quedan en redondear
mis prosas eróticas, que para eso sí que soy bueno.
En escrito anterior hablé de mis coqueteos con la parca, y tuve el
atrevimiento de contar que salí a pasear con ella por la campiña
tomándome libertades manuales, a causa de mi forzada abstinencia.
Sentí que la había cagado, pues ningún mortal en la historia, poeta
o profano, se había propasado de esa manera con la huesuda.
“Oye -me dijo-, por ahí vi que escribiste en el periódico que
paseabas conmigo por la campiña tocándome el culo. Cosa que sé
agradecerte, pues ningún marrullero se habría atrevido a tanto. Y
debo confesar que me alebrestaste. No sabes el cotilleo que
despertaste en el inframundo”.
Palabras textuales y rituales de anoche, cuando víctima del insomnio
por llegar a los 81 bajé al bar de la biblioteca por un whisky sin
soda.
Estaba sentada en mi poltrona de la sala en el primer piso.
Y debo decir, para aclarar una idea errónea sembrada por los
caricaturistas, que no se trata para nada de un saco de huesos.
Es una hembra bien provista, toda una Perséfone hija de Zeus a punto
de ser violada por Hades,
reina del imperio de las sombras, según la griega mitología.
En ese momento el que comenzó a calentarse fui yo, tomé asiento, y
le dije de mi penuria, que me había obligado a tamaña profanación,
por la que le presentaba disculpas.
“Si fuiste capaz de hacer lo que hiciste no debes arrepentirte,
querido. Debo decirte que con tu caricia trasera me devolviste a la
vida. Cosa que no sé cómo pagarte. Ahora comprendo a todas esas
mujeres que te dijeron, como yo te lo digo ahora: Puedes hacer
conmigo lo que te provoque”.
La oportunidad la pintan calva, me dije. La tina es un lugar seguro,
con esencias de mirra y aceite Johnson.
Sentí que estaba a un paso de ganar la inmortalidad.
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Perséfone abría y cerraba las piernas provocándome un infierno de
sensaciones celestes. Se mostró parca y concreta: “Con esto te lo
digo todo, hazme tuya”.
Me imaginé que la poesía me había destinado desde siempre para
llegar a este momento crucial.
Pero desde el segundo piso me llegó la voz de mi esposa: “Tesoro, no
te demores, de repente me volvieron las ganas, puedes hacerme lo que
te provoque”. Lo increíble e inesperado. No dudé en responderle: “Ya
voy, querida”.
La parca malencarada se levantó dispuesta a retirarse diciéndome:
“Te salvó la campana, gran huevón”.
Y mientras se alejaba con los perros ladrándole dejó de ser
Perséfone y se fue convirtiendo en la calva y esmirriada creatura de
las caricaturas.
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