Retrato del
nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Tiempos
aquellos
Andaba por mis 15
con un copete a lo Elvis que había logrado cultivar con Moroline de
día y Glostora de noche para mantener el brillo,
y con fijador Lechuga para preservar la forma.
Mis primeras afeitadas fueron coronadas con Old Spice, esa loción de
la barquita que volvía locas a las chicas en los bailes de cuota.
Estudiaba en Santa Librada y, cuando no cogía el Gris de San
Fernando -antes de que me compraran la bicicleta-,
echaba pata a través de la zona de tolerancia donde a las 6 de la
mañana continuaba la farra en aquellos burdeles inapagables.
La única alegría de llegar al colegio eran las clases de educación
física que impartía don Pablo Manrique,
quien vigilaba que antes de tirarse uno a la piscina hubiera pasado
por la regadera, para que no se fuera a mear in situ.
En esa misma piscina, años antes, había ocurrido una desgracia,
cuando uno de los hermanos Buenaventura se había arrojado del
trampolín
y había dado con la cabeza en un tablón salvavidas, desnucándose.
Andaba don Pablo siempre pendiente, con su pito,
de que en las duchas no hubiera dos bañándose al mismo tiempo, o se
quedaran
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fuera de las horas reglamentarias.
A las 5, cuando
salíamos, caminábamos hasta el almacén Ley de la carrera 8ª,
donde en la fuente
de soda del segundo piso hacíamos parte de la temible barra Tinto
Frío.
Mientras
requebrábamos a las vendedoras de los stands teníamos que espantar a
los sodomitas que nos hostigaban.
¡Pobre Naturaleza!, les decíamos increpándolos. Pobre naturaleza no,
pobres nosotros, respondían abochornados a ver si los consolábamos.
Si no levantábamos
muchachota en el Ley bajábamos dos cuadras al Jotagómez, donde las
dependientas eran más asequibles.
Bastaba con un helado de caramelo bien conversado y se le picaba
arrastre a la candidata al teatro Colombia,
en cuyas butacas de palco, mientras se veían películas mexicanas,
se practicaban todas las audacias que la oscuridad permitía.
Parejas para bailar los fines de semana había que írselas a levantar
a la salida de La Garantía.
Eran obreras textileras especializadas en tirar paso como reinas de
la colmena.
A ellas se las llevaba a tres sitios principales, bastante cercanos
entre si: la Terraza Belalcázar, el Danubio Azul y el Séptimo Cielo.
Si uno tenía billete suficiente o armaba vaca con otros amigotes
arrancaba para Juanchito,
donde la farra por lo general acababa en bronca, por la coquetería
de las jaibas.
La rumba de la Terraza era la más sana, allí predominaba el fox
trot;
la del Séptimo la más sensual, pues era oscurito y se prestaba para
brillar chapa hasta la salida del sol;
la del Danubio la más arrebatada, puesto que era frecuentada por los
camajanes más bravos,
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la mayoría de
ellos chivos de la zona de tolerancia,
expertos en la
caída de la hoja y la tijereta, pasos indispensables de la guaracha
impartidos por Clavillazo.
A la salida había
hospedajes de dos pesos, de habitaciones habilitadas con tablas de 2
x 1,
donde se hacía lo que se podía, escuchando, como si se tratara de
los hospitales de ultramar,
la quejumbre
desabrochada de todo el quilombo.
Los días suaves de la semana nos citábamos los de siempre en el
parque de San Nicolás, al pie de la estatua,
jugábamos un chico de billar donde Cuco
y arrancábamos en
nuestras bicicletas para el barrio Salomia, donde se decía que
vivían las niñas más lindas de Cali,
y allí nos metíamos en los bazares dispuestos a levantarnos a la
reina o a la virreina.
Como galanes de película las llevábamos en la barra hasta alguna
manga cercana,
donde les declarábamos todo el amor que se nos estaba escurriendo
del cuerpo.
No pocas veces fuimos sorprendidos en flagrancia por la linterna de
algún policía.
Ante su pertinaz amenaza de llevarnos a la permanencia por no sé
cuántos días acusados de irrespeto a la moral pública e inscribir a
la niña en el registro de prostitutas,
accedíamos a que se retirara muy orondo montado en la bicicleta.
Al que me birló la mía, recuerdo, lo arrolló la locomotora ‘La
Mocha’, a la medianoche del mismo día, en la 25.
Por fortuna mi cicla quedó intacta, al pie de la vía, y, mostrando
en la Inspección la factura de la compraventa, se la devolvieron a
mi papá.
Y a la semana
siguiente, el suscrito pedaleaba con otra reina montada sobre la
barra.
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