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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.086-666

Fecha: Martes-30-05-2023

 

Retrato del nadaísta cachorro

 

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

Poeta prendido del radio

 

Para Hernán Peláez

 

Por mantener prendido el radio, nunca le puse atención al canto de los pájaros, ni siquiera a los agoreros, que no cantan sino que graznan.

Me bastaba con El cuervo, de Poe, que cada vez que lo consultaba sólo pronunciaba “Nunca más”, como Sábato.

Y eso que en el tercer patio, el de atrás, de mi casa de las agujas, en la Cali de mis olvidados pesares,

había un totumo, sobre el que se cebaba un pájaro carpintero, rodeado por una corte de picaflores estacionarios.
Y en ese patio una ducha que daba al sol.

Y mi cuarto daba a ese patio.

En ese cuarto dormía toda la mañana, todas las mañanas, mientras ‘el loro’ transmitía las noticias atroces.

Mi padre, ése sí que sabía de pájaros. Creo que había nacido sabido, pues desde niño, en su pueblo, donde se firmó la radical constitución de Rionegro

–la que bautizó al país como Estados Unidos de Colombia, todo lo contrario de lo que somos ahora–,

no se dejaba despertar por el prosaico canto del gallo, sino, minutos antes, del primer gorjeo del jilguero,

que coincidía con el inicial rayo de sol que caía sobre una de las hojas de hierba del solar de su casa, que saltaba como un resorte.

Y eso que por la puerta de su casa gorgoteaba una caudalosa quebrada, la de El Hoyo, llena de espumas lavanderas que un poco más allá se disolvían en el Negro.

Ahora, es decir, entonces, en nuestra casa y nuestro patio caleños,

desde las 5 de la mañana se aposentaba papá en una piedra que había tomado la flaca curva de sus nalgas a ver y escuchar, según me contaba cuando yo le hacía caso de bajarle el volumen a mi cacharro,

el mirlo –porque la mirla era antioqueña–,

el sinsonte, la tapaculo, el copetón, el jilguero y la plañidera, pájaros emblemáticos del valle del río Cauca.

Algunos cantaban sin sonido, como hay poetas que no logran hacerse escuchar, no por falta de inspiración o laringe, sino, según radicales fonoaudiólogos,

por un defecto innato e irreparable de los oídos del público.

Al despuntar el ojo de mis escabrosas farras de adolescente,

con un periódico vomitado al pie de la cama, que antes de que entrara mamá con el café recogía con recato, enrollaba y escondía tras la mesa de noche,

y los calzoncillos almidonados con sucesivas poluciones nocturnas que igual hacía desaparecer debajo del colchón celestino,

me desayunaba con esa invocación inicial al sol naciente que es el Amanecer de Así habló Zarathustra, de Strauss,

no importándome que el astro calentador ya anduviera por el cenit,
 

o con la obertura de La urraca ladrona, de Rossini, o con la banda sonora de El doctor Zhivago, novela que duré un año en leer mientras iba dibujando en mi cuaderno Perna –tal como los imaginaba– a todos y cada uno de sus cien personajes.

Estas piezas de música semiculta, que serían una novedad en el barrio Obrero, las tomaba de las audiciones –desconcertantes para mí, que tengo un oído difuso– de Radio Musical cuando me apercibía a parar la oreja.

De tal forma que, no sólo me perdía de ese polifónico canto de lo connatural que embobaba a mi padre,

sino que contrarrestaba la bárbara charanga que desde la otra cuadra hacía tronar en su tocadiscos de contrabando el enano Valverde.

 

Además del Zenith Trans Oceanic ínsito en la sala de la casa, costeado –como la lámpara de lágrimas de seis brazos– por las hermanas menores que trabajaban,

yo disfrutaba para mí solo del antiguo Philco, de grandes bulbos, que ocupaba toda la superficie del nochero, obligándome a ponerle encima las ediciones en rústica de Barbey D’Orevilly, de Barbusse, de Malaparte y Pittigrilli, que por entonces me almorzaban el coco.
 

Enfrente de mi cama, colgando de un clavo de acero sobre la pared de bahareque precariamente encalada,

 

tenía una reproducción bastarda de Saturno devorando a su hijo, de Goya, que a papá no le hacía ninguna gracia. Nunca me dijo por qué. A lo mejor prefería el de Rubens.

 

 

 

O tal vez me consideraba ya un decadente. Me había descubierto el narguile con agua perfumada para inhalar la cannabis. Acababa de cumplir los 18. Me había tirado el bachillerato.

Todavía la naturaleza no tenía bien definido si iba a ser macho o marica.

La poesía comenzaba a hacerme cosquillas. Me sentía el dueño del mundo, un mundo que, según mis gratuitos vaticinios, duraría menos que yo.

Tenía también un radio pequeño, plano, transistorizado, de onda corta, antena discreta, que me encontré en una fiesta, y era mi más preciado tesoro,

para sintonizar Radio Habana, Radio Moscú, la BBC de Londres, y frecuencias cruzadas de radioaficionados de parajes para mí inexistentes en el planeta,

obsesionados, o en la detección de señales de criaturas inteligentes provenientes de otras galaxias,

o en impedir la destrucción de la fauna que iba taimadamente devorando la flora.

Toda la voz del mundo entraba por mis oídos desorbitados, si así pudiera decirse. Pobres pájaros.

Esta maravilla electromagnética marca Brignole requería de 4 pilas medianas que se consumían de acuerdo con la gravedad del suceso.

El zapatero del barrio, francmasón experto en los cátaros y templarios, me había confiado el secreto de recargarlas, que consistía en dejarlas toda la noche en la hielera del frigidaire.

Y como yo compartía el cuarto con la nevera, tenía una cuerda inacabable. Sólo un detalle vino a impedir que siguiera saliendo con mi ‘transis´ por la vía pública.

Apareció el que llamaron ‘asesino del transistor’ –pariente cercano del ‘monstruo de los mangones’–, un sicótico en bicicleta que disparaba contra todo aquel que veía discurrir con el artefacto en la oreja.

Fue uno de los primeros criminales en serie de la comarca, se quebró a 17, nunca fue capturado,

y de él solo quedaron las conjeturas de los psiquiatras de que se trataba de un individuo al que, cuando feto,

su mamá con las piernas abiertas lo enfrentaba, para irle puliendo el alma, a conciertos de Mozart por la emisora.

Apenas si salía de mi cuarto para botar los periódicos mancillados, meterme bajo el chorro de la ducha solar a lavarme con calzoncillos y todo,

comer de rapidez el ‘calentao’ de la intocada cena de anoche,

y volver a enfrascarme en el análisis de los iluminados con la tea de la revolución francesa que estaban acabando con todo.

Comencé con Russeau, con Emilio, y terminé con Zola, en La taberna. Y con los cuentos libertinos del enciclopedista Voltaire, que me hicieron volcar en Sade, perseguido por todos.

En medio de todas mis desazones intelectuales, siempre estaban allí el Philco o el Brignole, sonando.

Dializando del Circuito Todelar a La Voz de Cali, de Radio El Sol a Radio Pacífico, y de Radio Reloj a la única emisora que no daba la hora,

para recibir el eco de las mortandades contra los campesinos por parte de los ‘pájaros’, como se llamaba eufemísticamente a estos asesinos políticos, vaya usted a saber por qué putas,

descritas en la voz aurífera de locutores legendarios.

Quería adoptar, para un día dar a luz y sonido mis poemas con aliento imbatible, el tono de Joaquín Marino López o de Fernando Franco García, por ejemplo.

 

Después conocería –y trabajaría con él cara a cara–, a Otto Greiffestein, el más grande. Más grande que Montalbán, el del territorio Marlboro.

Escuchaba, además, las radionovelas. De El derecho de nacer, del cubano Félix B. Caignet, y sus consecuentes Albertico Limonta, la negra Mamá Dolores y la Virgencita de la Caridad del Cobre,

alcancé a desprenderme a tiempo, como lo hice para siempre de la novela María, ese batiborrillo de lágrimas que me aguaba la sopa.

Pero me mantuve capturado por algunas que eran producto del ingenio chispeante de mi amigo y maestro Fulvio González Caicedo, con quien me metí –pero no lo aspiré, como sí lo hizo Clinton– mi primer bareto,

libretista a su estilo del célebre detective Chan-Li-Pó (original también de Félix) y autor de éxitos memorables como Kalimán, Arandú y Renzo el gitano.

 

Qué maravilla era escuchar una historia dramatizada por radio. El tono y los matices de la voz del radio-actor describían, amén del carácter de su personaje, su forma de vestir, y de seducir,

el color de sus ojos, el peinado, la talla de sus miembros y sus zapatos.

Uno se enamoraba de esa voz que lo traía todo. Que casi que tenía cara y que tenía culo. Los efectos sonoros se encargaban del resto.

 

Algo todavía aproximado al texto literario, donde es la imaginación del lector la que monta la película.

 

 

 

Con el cine y la televisión es distinto. Todo viene ya interpretado. Tuvo razón Gabo en negarse a permitir que Cien años de soledad se atrofiase con la plancha de Anthony Quinn en el papel del coronel Aureliano Buendía.

Aunque hay que reconocer que se sobró con el griego.

Como lo hizo Burt Lancaster con El Gatopardo.

Un poco más atrás en el tiempo, cuando aún dormía con la abuela, la pertinaz fumadora de pucho, cansados de leer y rezar, a la medianoche,

encendíamos al oscuro la radio para escuchar el programa “Apague la luz y escuche”, donde la mano peluda con voz tremante comenzaba a narrarnos sus fechorías.

Sentíamos que esa mano que quién sabe dónde tenía la boca

se nos metía por debajo de las cobijas de las dos camas casi gemelas

y chillidos pegábamos cuando salían del receptor los pasos del asesino y el chirriar de las puertas,

y la garganta de la víctima entre los bulbos daba el último Ugggh y el control del estudio soltaba su pantallazo de suspenso.

El pavoroso asesinato continuaba en la pesadilla con todos sus decibeles

y el miedo que no duerme se hacía cargo de mi oceánica orinada en la cama

que sería castigada antes del desayuno con una buena paliza de mi padre con su mano peluda.

Amigos de mi tío Picuenigua que salían de la cárcel a visitarlo

decían que la vida era soportable en cualquier lugar de la tierra mientras existiera un radio y un cigarrillo. En ese caso la cárcel perdía todas sus pretensiones de ergástula.

El sufrimiento comenzaba cuando se iban acabando los fósforos y las pilas.

No muchos años después, escapado del pelotón de fusilamiento,

el cubano José Pardo Llada empezaría a romper el hielo informativo con su perorata caleña.

Primer caso de alguien que nos atacaba a los jóvenes insurrectos –no ‘comuñangas’– en público, pero nos invitaba a beber y bailar en privado

con esas viejas supersónicas que como “aviones” aparecían en las páginas abiertas de su “Mirador”.

Apostaba cada final de año a que Fidel caería al año siguiente y nosotros a que duraría medio siglo, como haríamos durar nuestro nadaísmo. Creo que ya podemos cantar victoria.

En un momento dado la radio se volvió joven. Con el auge de los grupos de melenudos que enmarihuanaron la atmósfera.

Se impuso el rock por sobre cualquier otro ritmo. Adiós a los aires de la montaña, a los tangos, a las rancheras.

El hippismo fue el primer y triunfante intento de instauración de la aldea global. Radio 15 se adelantó a Mayo del 68. El poder joven tronaba por las ondas hertzianas. Quien no estaba en la onda no estaba en nada.

Cuando entró la televisión a Colombia permanecí fiel a la radio. No iba a cambiar a Marconi por Rojas Pinilla.

Además, tenía con Alfredo Sánchez y demás nadaístas un programa por Radio El Sol, Esquirla en el aire,

que llegaba a sitios donde nunca se había oído hablar de la poesía.

No viaje a San Andrés por una pantalla. Esperaría, con Gloria Valencia, a que la televisión llegara en glorioso technicolor.

Cuando llegó, me llamaron a trabajar, primero en el periodismo, después en publicidad. Allí fue donde este bohemio puro comenzó a experimentar el declive de sus valores. A su pesar, y más aún, al pesar de sus enemigos, le comenzó a crecer la cuenta corriente.

Una vez en Bogotá, me engancharon para la radio. Un ‘gorila’ del periodismo a quien apodaban ‘El loco’, que fue el maestro de muchos,

pese a sus desvaríos posteriores, que le hayan perdonado Dios y la DEA, llamado Alberto Giraldo. En el Noticiero Todelar, El informe inconforme (Buenos días tendrá Colombia, y ojalá nos toque vivirlos), titulaba mi espacio.

Despotricaba contra todo lo divino, que era lo que me proponía desmontar. Y la Iglesia callada, a la que no le interesaba reanudar conmigo su Inquisición.

Al mismo tiempo mi colega de espacio, Jorge Enrique Pulido, en su Informe confidencial, despotricaba contra todo lo humano que consideraba inhumano. A él lo mató la mafia, a pesar de su bella voz de canto de ruiseñor.

 

Le sobrevivo. Como le sobrevivo a Jaime Garzón, quien también cantaba la tabla como el pájaro carpintero, a sus asesinos.

 

Como no fastidio a nadie a conciencia, ¿creen que podré seguir sentado escribiendo estos inocentes relatos de espaldas a la puerta abierta de casa? Mientras escucho en el patio de mi infancia al pájaro carpintero picoteándome la conciencia.

 

 

 

 

  

 

 

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