Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Poeta
prendido del radio
Para Hernán Peláez
Por mantener
prendido el radio, nunca le puse atención al canto de los pájaros,
ni siquiera a los agoreros, que no cantan sino que graznan.
Me bastaba con El cuervo, de Poe, que cada vez que lo consultaba
sólo pronunciaba “Nunca más”, como Sábato.
Y eso que en el tercer patio, el de atrás, de mi casa de las agujas,
en la Cali de mis olvidados pesares,
había un totumo, sobre el que se cebaba un pájaro carpintero,
rodeado por una corte de picaflores estacionarios.
Y en ese patio una ducha que daba al sol.
Y mi cuarto daba a ese patio.
En ese cuarto dormía toda la mañana, todas las mañanas, mientras ‘el
loro’ transmitía las noticias atroces.
Mi padre, ése sí que sabía de pájaros. Creo que había nacido sabido,
pues desde niño, en su pueblo, donde se firmó la radical
constitución de Rionegro
–la que bautizó al país como Estados Unidos de Colombia, todo lo
contrario de lo que somos ahora–,
no se dejaba despertar por el prosaico canto del gallo, sino,
minutos antes, del primer gorjeo del jilguero,
que coincidía con el inicial rayo de sol que caía sobre una de las
hojas de hierba del solar de su casa, que saltaba como un resorte.
Y eso que por la puerta de su casa gorgoteaba una caudalosa
quebrada, la de El Hoyo, llena de espumas lavanderas que un poco más
allá se disolvían en el Negro.
Ahora, es decir, entonces, en nuestra casa y nuestro patio caleños,
desde las 5 de la mañana se aposentaba papá en una piedra que había
tomado la flaca curva de sus nalgas a ver y escuchar, según me
contaba cuando yo le hacía caso de bajarle el volumen a mi cacharro,
el mirlo –porque la mirla era antioqueña–,
el sinsonte, la tapaculo, el copetón, el jilguero y la plañidera,
pájaros emblemáticos del valle del río Cauca.
Algunos cantaban sin sonido, como hay poetas que no logran hacerse
escuchar, no por falta de inspiración o laringe, sino, según
radicales fonoaudiólogos,
por un defecto innato e irreparable de los oídos del público.
Al despuntar el ojo de mis escabrosas farras de adolescente,
con un periódico vomitado al pie de la cama, que antes de que
entrara mamá con el café recogía con recato, enrollaba y escondía
tras la mesa de noche,
y los calzoncillos almidonados con sucesivas poluciones nocturnas
que igual hacía desaparecer debajo del colchón celestino,
me desayunaba con esa invocación inicial al sol naciente que es el
Amanecer de Así habló
Zarathustra, de Strauss,
no importándome que el astro calentador ya anduviera por el cenit,
o con la obertura
de La urraca ladrona, de
Rossini, o con la banda sonora de El
doctor Zhivago, novela que duré un año en leer mientras iba
dibujando en mi cuaderno Perna –tal como los imaginaba– a todos y
cada uno de sus cien personajes.
Estas piezas de música semiculta, que serían una novedad en el
barrio Obrero, las tomaba de las audiciones –desconcertantes para
mí, que tengo un oído difuso– de Radio Musical cuando me apercibía a
parar la oreja.
De tal forma que, no sólo me perdía de ese polifónico canto de lo
connatural que embobaba a mi padre,
sino que contrarrestaba la bárbara charanga que desde la otra cuadra
hacía tronar en su tocadiscos de contrabando el enano Valverde.
Además del Zenith
Trans Oceanic ínsito en la sala de la casa, costeado –como la
lámpara de lágrimas de seis brazos– por las hermanas menores que
trabajaban,
yo disfrutaba para mí solo del antiguo Philco, de grandes bulbos,
que ocupaba toda la superficie del nochero, obligándome a ponerle
encima las ediciones en rústica de Barbey D’Orevilly, de Barbusse,
de Malaparte y Pittigrilli, que por entonces me almorzaban el coco.
Enfrente de mi
cama, colgando de un clavo de acero sobre la pared de bahareque
precariamente encalada,
tenía una
reproducción bastarda de Saturno
devorando a su hijo, de Goya, que a papá no le hacía ninguna
gracia. Nunca me dijo por qué. A lo mejor prefería el de Rubens.
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O tal vez me
consideraba ya un decadente. Me había descubierto el narguile con
agua perfumada para inhalar la cannabis. Acababa de cumplir los 18.
Me había tirado el bachillerato.
Todavía la naturaleza no tenía bien definido si iba a ser macho o
marica.
La poesía comenzaba a hacerme cosquillas. Me sentía el dueño del
mundo, un mundo que, según mis gratuitos vaticinios, duraría menos
que yo.
Tenía también un radio pequeño, plano, transistorizado, de onda
corta, antena discreta, que me encontré en una fiesta, y era mi más
preciado tesoro,
para sintonizar Radio Habana, Radio Moscú, la BBC de Londres, y
frecuencias cruzadas de radioaficionados de parajes para mí
inexistentes en el planeta,
obsesionados, o en la detección de señales de criaturas inteligentes
provenientes de otras galaxias,
o en impedir la destrucción de la fauna que iba taimadamente
devorando la flora.
Toda la voz del mundo entraba por mis oídos desorbitados, si así
pudiera decirse. Pobres pájaros.
Esta maravilla electromagnética marca Brignole requería de 4 pilas
medianas que se consumían de acuerdo con la gravedad del suceso.
El zapatero del barrio, francmasón experto en los cátaros y
templarios, me había confiado el secreto de recargarlas, que
consistía en dejarlas toda la noche en la hielera del frigidaire.
Y como yo compartía el cuarto con la nevera, tenía una cuerda
inacabable. Sólo un detalle vino a impedir que siguiera saliendo con
mi ‘transis´ por la vía pública.
Apareció el que llamaron ‘asesino del transistor’ –pariente cercano
del ‘monstruo de los mangones’–, un sicótico en bicicleta que
disparaba contra todo aquel que veía discurrir con el artefacto en
la oreja.
Fue uno de los primeros criminales en serie de la comarca, se quebró
a 17, nunca fue capturado,
y de él solo quedaron las conjeturas de los psiquiatras de que se
trataba de un individuo al que, cuando feto,
su mamá con las piernas abiertas lo enfrentaba, para irle puliendo
el alma, a conciertos de Mozart por la emisora.
Apenas si salía de mi cuarto para botar los periódicos mancillados,
meterme bajo el chorro de la ducha solar a lavarme con calzoncillos
y todo,
comer de rapidez el ‘calentao’ de la intocada cena de anoche,
y volver a enfrascarme en el análisis de los iluminados con la tea
de la revolución francesa que estaban acabando con todo.
Comencé con Russeau, con Emilio,
y terminé con Zola, en La
taberna. Y con los cuentos libertinos del enciclopedista
Voltaire, que me hicieron volcar en Sade, perseguido por todos.
En medio de todas mis desazones intelectuales, siempre estaban allí
el Philco o el Brignole, sonando.
Dializando del Circuito Todelar a La Voz de Cali, de Radio El Sol a
Radio Pacífico, y de Radio Reloj a la única emisora que no daba la
hora,
para recibir el eco de las mortandades contra los campesinos por
parte de los ‘pájaros’, como se llamaba eufemísticamente a estos
asesinos políticos, vaya usted a saber por qué putas,
descritas en la voz aurífera de locutores legendarios.
Quería adoptar, para un día dar a luz y sonido mis poemas con
aliento imbatible, el tono de Joaquín Marino López o de Fernando
Franco García, por ejemplo.
Después conocería
–y trabajaría con él cara a cara–, a Otto Greiffestein, el más
grande. Más grande que Montalbán, el del territorio Marlboro.
Escuchaba, además, las radionovelas. De El
derecho de nacer, del cubano Félix B. Caignet, y sus
consecuentes Albertico Limonta, la negra Mamá Dolores y la
Virgencita de la Caridad del Cobre,
alcancé a desprenderme a tiempo, como lo hice para siempre de la
novela María, ese
batiborrillo de lágrimas que me aguaba la sopa.
Pero me mantuve capturado por algunas que eran producto del ingenio
chispeante de mi amigo y maestro Fulvio González Caicedo, con quien
me metí –pero no lo aspiré, como sí lo hizo Clinton– mi primer
bareto,
libretista a su estilo del célebre detective Chan-Li-Pó (original
también de Félix) y autor de éxitos memorables como Kalimán,
Arandú y Renzo el gitano.
Qué maravilla era
escuchar una historia dramatizada por radio. El tono y los matices
de la voz del radio-actor describían, amén del carácter de su
personaje, su forma de vestir, y de seducir,
el color de sus ojos, el peinado, la talla de sus miembros y sus
zapatos.
Uno se enamoraba de esa voz que lo traía todo. Que casi que tenía
cara y que tenía culo. Los efectos sonoros se encargaban del resto.
Algo todavía
aproximado al texto literario, donde es la imaginación del lector la
que monta la película.
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Con el cine y la
televisión es distinto. Todo viene ya interpretado. Tuvo razón Gabo
en negarse a permitir que Cien
años de soledad se atrofiase con la plancha de Anthony Quinn en
el papel del coronel Aureliano Buendía.
Aunque hay que reconocer que se sobró con el griego.
Como lo hizo Burt Lancaster con El
Gatopardo.
Un poco más atrás en el tiempo, cuando aún dormía con la abuela, la
pertinaz fumadora de pucho, cansados de leer y rezar, a la
medianoche,
encendíamos al oscuro la radio para escuchar el programa “Apague la
luz y escuche”, donde la mano peluda con voz tremante comenzaba a
narrarnos sus fechorías.
Sentíamos que esa mano que quién sabe dónde tenía la boca
se nos metía por debajo de las cobijas de las dos camas casi gemelas
y chillidos pegábamos cuando salían del receptor los pasos del
asesino y el chirriar de las puertas,
y la garganta de la víctima entre los bulbos daba el último Ugggh y
el control del estudio soltaba su pantallazo de suspenso.
El pavoroso asesinato continuaba en la pesadilla con todos sus
decibeles
y el miedo que no duerme se hacía cargo de mi oceánica orinada en la
cama
que sería castigada antes del desayuno con una buena paliza de mi
padre con su mano peluda.
Amigos de mi tío Picuenigua que salían de la cárcel a visitarlo
decían que la vida era soportable en cualquier lugar de la tierra
mientras existiera un radio y un cigarrillo. En ese caso la cárcel
perdía todas sus pretensiones de ergástula.
El sufrimiento comenzaba cuando se iban acabando los fósforos y las
pilas.
No muchos años después, escapado del pelotón de fusilamiento,
el cubano José Pardo Llada empezaría a romper el hielo informativo
con su perorata caleña.
Primer caso de alguien que nos atacaba a los jóvenes insurrectos –no
‘comuñangas’– en público, pero nos invitaba a beber y bailar en
privado
con esas viejas supersónicas que como “aviones” aparecían en las
páginas abiertas de su “Mirador”.
Apostaba cada final de año a que Fidel caería al año siguiente y
nosotros a que duraría medio siglo, como haríamos durar nuestro
nadaísmo. Creo que ya podemos cantar victoria.
En un momento dado la radio se volvió joven. Con el auge de los
grupos de melenudos que enmarihuanaron la atmósfera.
Se impuso el rock por sobre cualquier otro ritmo. Adiós a los aires
de la montaña, a los tangos, a las rancheras.
El hippismo fue el primer y triunfante intento de instauración de la
aldea global. Radio 15 se adelantó a Mayo del 68. El poder joven
tronaba por las ondas hertzianas. Quien no estaba en la onda no
estaba en nada.
Cuando entró la televisión a Colombia permanecí fiel a la radio. No
iba a cambiar a Marconi por Rojas Pinilla.
Además, tenía con Alfredo Sánchez y demás nadaístas un programa por
Radio El Sol, Esquirla en el
aire,
que llegaba a sitios donde nunca se había oído hablar de la poesía.
No viaje a San Andrés por una pantalla. Esperaría, con Gloria
Valencia, a que la televisión llegara en glorioso technicolor.
Cuando llegó, me llamaron a trabajar, primero en el periodismo,
después en publicidad. Allí fue donde este bohemio puro comenzó a
experimentar el declive de sus valores. A su pesar, y más aún, al
pesar de sus enemigos, le comenzó a crecer la cuenta corriente.
Una vez en Bogotá, me engancharon para la radio. Un ‘gorila’ del
periodismo a quien apodaban ‘El loco’, que fue el maestro de muchos,
pese a sus desvaríos posteriores, que le hayan perdonado Dios y la
DEA, llamado Alberto Giraldo. En el Noticiero Todelar, El
informe inconforme (Buenos días tendrá Colombia, y ojalá nos
toque vivirlos), titulaba mi espacio.
Despotricaba contra todo lo divino, que era lo que me proponía
desmontar. Y la Iglesia callada, a la que no le interesaba reanudar
conmigo su Inquisición.
Al mismo tiempo mi colega de espacio, Jorge Enrique Pulido, en su Informe
confidencial, despotricaba contra todo lo humano que consideraba
inhumano. A él lo mató la mafia, a pesar de su bella voz de canto de
ruiseñor.
Le sobrevivo. Como
le sobrevivo a Jaime Garzón, quien también cantaba la tabla como el
pájaro carpintero, a sus asesinos.
Como no fastidio a
nadie a conciencia, ¿creen que podré seguir sentado escribiendo
estos inocentes relatos de espaldas a la puerta abierta de casa?
Mientras escucho en el patio de mi infancia al pájaro carpintero
picoteándome la conciencia.
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