Retrato del
nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Llegar a
viejos sin salir de la juventud
Niños que éramos
en el barrio San Nicolás, sin dinero aún para comprar un balón, un
vecino del pasaje nos regaló el primero al que un policía que nos
tenía bronca le pegó un tiro.
Levemente traumatizados, después de que jugábamos en el parque a las
canicas, a La lleva, Rayuela o La libertad, que era la de policías y
bandidos en la que la mayoría pedíamos ser de los últimos para
liberar a los otros,
nos sentábamos en el pasto a comer las pepitas rojas de las matas de
coca sembradas por la Alcaldía, y a especular acerca de lo que nos
gustaría ser cuando grandes.
Víctor Mario se pedía ser aviador, como llegó a serlo,
el “negro” Mañosca quería ser timbalero y lo sigue siendo,
Luis Alfonso Ramírez alpinista y de allí no se baja,
Ramiro Montoya ferrocarrilero hasta que lo dejó el tren de la vida,
mi primo Fabio Ramos sastre y a la vez picaflor y aún sigue pica que
pica,
Humberto Pérsico decidió ejercer como fetichista,
Julio Jaramillo ayudante de ginecólogo pero pronto se aburrió de ver
entrepiernas
y Dimitri boxeador hasta que le hicieron tirar la toalla a coñazos.
Yo quería ser presidente de la república pero de una manera empírica
porque en casa no había dinero para ponerme a estudiar derecho.
Me tocaría coger fama de atarbán y de puñetero, de irreverente, de
procaz y de mientamadres a ver sí así alguna vez esos fueran valores
que me valdrían para proponerme como candidato en este país del
desangrado corazón de Jesús.
Mi tío padrino Picuenigua, que además de liberal quiebra “pájaros”
era pertinaz tumbalocas, me sopló que me iría bien si me resolvía a
ser poeta como Virgilio, Horacio, Ovidio y el Aretino,
y a la vez amante latino o macho alfa como Rodolfo Valentino,
Porfirio Rubirosa, Anthony Quinn y Carlos Gardel.
Y para empezar me regaló El
arte de amar de Ovidio y el de Erich Fromm, El tapiz del amor
celeste de Li-yun y El yate del amor perverso de Nathan Ashburton.
Con eso tuve.
Para que no me
olvidara de la política, La técnica del golpe de estado, La
Violencia en Colombia y El Cristo de espaldas me los regaló mi mamá.
Y para completar la carrera pícara
Pérsico
|
|
me
inició con Cáncer de Miller y
en la Plaza de Santa Rosa encontré un ejemplar subrayado de La
filosofía del tocador del Marqués de Sade.
Pero a decir verdad solo vine a graduarme con Mi
vida y mis amores de Frank Harris y con La
novela de la lujuria de Anónimo. De esa manera comenzó a armarse
mi biblioteca, y de paso yo.
Para adquirir un algo de presencia seguí por correspondencia el Método
de tensión dinámica de Charles Atlas que me proporcionaría
fuerza interior desdeñando la musculatura,
y aprendí a mover la pelvis como Elvis Presley de quien además le
copié la mota y el arte de manipular el micrófono, pero no para
cantar sino para leer mis poemas al compás del reloj.
Algo me picaba por todo el cuerpo y no lo podía contrarrestar con
sólo rascarme. Aprendí a bailar pegadito y amacizado en discotecas
pecaminosas y en los quioscos de Juanchito y así comenzó la cura que
terminaba en el nocturno refriegue.
Desde que estaba adolescente mis compañeros pensaban que alardeaba.
Por ejemplo si les decía que antes de la cita con una chica me
onanizaba imaginando lo que iría a pasar y después de que ella se
iba volvía a hacerlo recordando lo que había sucedido.
Pues bien, ya empezaba a gozar de las maravillas del mundo, como
eran las hojas de los libros y los lomos de las mujeres por
deshojar. Qué necesidad había de desear ir al cielo con la
angelología por disfrutar en este valle de lágrimas espermáticas.
Y eso que en cierta forma el seducido era yo, que por entonces de
inexperto me las tiraba.
Me faltaba el toque de gracia para perder la timidez y fue la
botella, que me permitiría mantenerme firme en mi sitio.
Resulté bueno para todos los alcoholes, de acuerdo con las
preferencias del anfitrión. Y tuve la fortuna de que nunca me dio
guayabo, tal vez porque nunca solté la copa.
Qué fácil era hacer el levante de cualquier hembra ya fuera peso
pesado, peso mosca, peso pluma o peso gallo, con tres tragos en cada
buche, escuchando en los bares Tomo y obligo. Así mi padre dijera
por defenderme ante los vecinos que yo era “buchipluma no más”.
Las mujeres, los libros y las botellas, la santísima trinidad que ha
regido mi vida de pasionario.
Hay libros espesísimos como La guerra y la paz que uno va leyendo
con el pesar de que acaben,
como litros de whisky que se van escanciando con el pavor de la
última gota,
como mujeres de quienes se teme que en algún momento no quieran o no
puedan darse más y se vuelvan a poner los calzones.
Al bar de La montaña mágica lo bauticé “Qué tomas, man”; a mi
espaciosa biblioteca “El jardín de senderos que se bifurcan” y a mi
cama desatendida “A la sombra de las muchachas en flor”.
Cuántas páginas con centenares de caracteres habrán absorbido los
ojos de mi
|
|
cerebro,
cuántos litros
etílicos habrá procesado mi
hígado para convertirlos en energía,
cuántos galones de
semen habrá prodigado mi próstata a la cavidad insaciable.
Habría que consultar a los investigadores del Record Guinnes. Cuando
a lo que debí apuntarme en consciencia desde el principio sería a
merecer el Nobel, el Cervantes o el Reina Sofía.
Casi todos los otros me los gané en franca lid, como el Cid.
Los libros, los licores y las mujeres, todo se agota. Recuerdo
cuando pasaba por la ventana de la casa de las agujas con una
carretilla de mano un comprador callejero gritando: “¡Compro frascos
y botellas vacíos!”. Y más adelante: “¡Libros viejos y ya leídos!”.
Pienso ahora que le quedó faltando: “¡Y mujeres usadas!”. Así como
detrás de él venía un vendedor con una inmensa bandeja a voz en
cuello ofreciendo: “Las panooochas calientes”, que son una especie
de arepas, en el buen sentido de la palabra.
Para evitar a mi madre el espectáculo de mis maculados
pantaloncillos a expensas de la tomadera y el toma y daca tomé las
de Villadiego, es decir hace 50 años las de Bogotá y ahora las de
Villa de Leyva.
No tenía un peso en el bolsillo y podía exclamar como Philip Roth
en El lamento de Pornoy que
“el pene era lo único que podía considerar realmente mío”.
Otros compañeros del grupo llegaron igualmente mozuelos a la capital
con una mano adelante y otra atrás. Yo me quité la delantera
mientras otros lo hacían con la trasera, y todos sobrevivimos porque
la poesía abarca todos los géneros.
Una de las mujeres de cuando decidí emparejarme –a la que le daba
sopa y seco desde la hora del desayuno- consultó con un médico, un
psiquiatra y hasta con un sacerdote, cómo hacer para conjurar mi ya
insoportable satiriasis,
y los tres le dijeron que querían tener una cita privada conmigo
para que les contara lo que comía o consumía.
La causa de mi priapismo debió haber sido la lectura de los libros
prohibidos, porque desde muy joven lo único exótico que me comía era
las uñas, de las que no he oído que tuvieran propiedades
afrodisíacas.
Hoy miro al género femenino con la gratitud de Adán cuando devoró la
manzana bajo el árbol de serpentinas
y me duele que por mis sinceras confesiones de excomulgado pueda ser
considerado como machista leninista por algunas femineístas,
como muchos machos con cachos piensan que son chicaneros embustes de
un impotente.
Han pasado los años sobre la cama donde se me han cumplido todos los
sueños, secos, húmedos y decididamente mojados.
Me he convertido en un octogenario alejado del mundo más no de sus
placeres que no desaparecen porque desaparezcan los cuerpos físicos.
He entrado en la
onda del amor cibernético. Todo fluye. Me visitan los ángeles
invisibles pero sensibles a pedirme autógrafos en las nalgas.
Lo único que espero es que no se me acabe pronto la tinta de mi
estilógrafo.
|