Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Poeta de
madera
La madera que
soportaba felizmente tu cuerpo,
hoy no alcanza para guardar tus despojos.
Adolfo Vera Delgado
La madera de
escritor que me avizoraban hasta que decidí embarcarme de lleno en
el barco ebrio de la poesía
-con cuánto éxito, aun la crítica no ha exhalado su último suspiro-,
es afín con otro par de nobles maderas que me acompañaron desde mi
nacimiento en el barrio de San Nicolás en cama de palo.
Era una cama regalo de la abuela Carlota la que alborota a los
recién encatrados Jesús y Elvia, previamente taponada por ella
misma,
que se pasó a roncar en una modesta.
La había recibido de su vieja cuando ésta se mamó de parir bastardos.
Sobre sus doce tablas elásticas habían perdido sus once mil
prístinos hímenes
todas las mujeres insignia de la familia Arbeláez, de la A a la Z,
en esos tiempos que nadie sabe por qué los llamamos de upa,
en una casa de barro y cañabrava en Rionegro, Antioquia, vecina de
la quebrada de El Hoyo,
por cuya ventana se oía a las tres de la mañana el trote del caballo
de las tres patas camino del cementerio.
En ella había concebido, parido y amamantado a mi padre y sus otros
tres,
al momento venturosamente instalados en “la Sultana del Valle”.
En ella vine al mundo para marcharme. Pero para no verme morir en
ella, tras la muerte de la abuela edifiqué mi primera biblioteca con
sus tablas y unos ladrillos.
Mi padre, que tenía fama de cachaco y de asalta cunas y sabía
ganarse la vida con las tijeras y con un paño de agujas,
sintió que se le desprendía el corazón ante la joven hija del sastre
ecuatoriano Luis F. Ramos,
quien le había permitido ensayar el reemplazo de uno de los doce
pantaloneros y obreros de pecho
que con él habían llegado provenientes de Ambato en el Ecuador a
tomarse a Cali.
Hicieron el periplo con mesa y todo, protegidos del sol en el fresco
y oscuro interior de sus anaqueles,
en un planchón expreso de Guayaquil a Buenaventura, y por la
carretera al mar desafiando derrumbes y precipicios hasta la plaza
de Caycedo y Cuero,
la numerosa
familia Ramos Raza, los atildados sastres y sus corotos.
Alrededor de esta
mesa de sastrería, fabricada con cedros de Tungurahua, que medía
cinco espesos metros de larga por uno sesenta de ancha,
trabajaban con
tijeras, reglas, tizas y agujas los aplicados sastrecillos
ambateños,
y dando vueltas a
esa mesa sin tropezarse con los otros don Jesús Arbeláez entabló el
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asedio.
Del triunfo de
papá, que fumaba Camel’s, dependía que pudieran permanecer en este
lugar, donde les ofrecía candela el destino,
tan peregrinos colonizadores antioqueños sin porte de hacha.
No sé qué tanto avanzaría, con su nadadito de perro, cuando hacía su
aparición la vestal con la bandeja de tintos,
con ramos de qué flor atraería la atención hacia su persona, con qué
virus verbal le despertaría el mal de amores,
en algún rapto de
zumbón o de atravesado debió sugerirle al patrón la mano de la
muñeca, prevalido de que la suegra lo miraba con buenos ojos,
pero el golpe de suerte fue cuando don Luis F. debió entregar el
local que ocupaba su sastrería
y mientras encontraba un sitio mejor se preocupó por dónde guardar
la mesa.
El único acomedido fue mi padre, quien ofreció la casa arrendada por
su familia en San Nicolás, donde convivía con Adelfa, con Emilio y
con su mamá.
Bajaron desde el centro por la carrera cuarta hasta dar con la calle
20 los doce esforzados paladines como si llevaran a enterrar a un
gigante
portando con tanta parsimonia y echando el bofe esa mesa de
veinticuatro patas andantes
que los pacientes del pabellón de tísicos que los veían desde las
ventanas del Hospital de San Juan de Dios querían bajar a ayudarlos.
Al fin llegaron y difícilmente pudieron girarla en ángulo recto dada
la estrechez de la calle y el pito de los buses que venían de la 25
para embocarla por el zaguán que iba de la puerta de la calle al
contra portón que daba al patio de donde se barrieron las matas.
Casi podría decirse que hubo que echarle vaselina para que cupiera
por el estrecho corredor por donde un poco más tarde yo resbalaría
hacia la vida.
La mesa ocupó el comedor pero con ello papá aseguraría la pitanza,
pues en el comedor se impuso el taller donde continuaría el trabajo
de los discípulos, ahora bajo la dirección del joven convertido de
chiripa en maestro.
A todos los señores de Cali y no solo a los ricachones se les
alborotó el prurito de vestir bien
y acudían a la escogencia de paños, a la toma de las medidas, a las
pruebas, y finalmente a recoger la prenda con su pomposa marquilla.
Entretanto la niña de los ojos de mi papá iba a supervisar el
negocio y papá la supervisaba,
la medía con el metro, le enseñaba a ensartar la aguja con una mano,
la llevaba a pasear en su máquina de coser,
lo que debía poner mosca al viejo que la quería tanto como a su
mesa.
Hasta que alquiló un espacioso y bien localizado local, enseguida de
J. M. Ocampo, que era otro almacén de postín de trajes sobre
medidas,
y mandó por su mesa a los operarios con la liquidación de papá.
Estos llegaron a la casa de la cuarta, ingresaron, cargaron con el
pesado mueble de patas torneadas,
pero cuando lo fueron a sacar ni por el putas que cupo por el
zaguán. Hasta allí tuvo vigencia el axioma de que lo que cabe
entrando cabe saliendo. La medida excedía casi un jeme y ni siquiera
retirando las puertas con vitrales del contra portón cabía,
mucho menos iba a
pasar las puertas de la
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calle que abrían
hacia adentro y resultaron imposibles de desempotrar.
Ante lo inevitable
el viejo se hizo presente con su familia, la abuela Zoila Raza y sus
padres David y Delfina, finos zapateros de profesión, y sus demás
hijos,
y para no resignarse a perder el mueble que era parte del árbol
genealógico
consintieron en que la núbil Elvia podía argollarse con el recursivo
Jesús
y en su casa siguiera funcionando el taller mientras en el centro se
exhibían como almacén.
Para mí sigue siendo un misterio la penetración de esa mesa en la
casa, para quedarse. Y para que mamá viniera a tenderse en ella y en
la cama donde tan buenos ratos pasamos.
Mis hermanas que
ahora son ricas, me reprenden porque escribo una poesía tan escueta,
que no se permite una gala. Que no se note la pobreza, hermano, me
dicen.
En la casa nunca hubo adornos, entonces de dónde sacarlos para
ponérselos al poema. No son mi fuerte las metáforas, la metafísica,
ni tampoco es la meta uno de mis fines. En la poesía, como en la
vida, sólo busco por dónde irme, cómo salir.
En decir las cosas tales y como fueron, moliendo esa rutina en la
que nadie repara, se pueden provocar mejores sonrisas y despertar
más asombros que con adornos y galas.
Por esa mesa, pues, yo vivo, de esa mesa comí y en esa mesa escribí
con tiza de sastre mi primer poema, que era más o menos igual a
éste.
Tuve la idea, cuando a padre se lo estaba comiendo el cáncer, para
no correr el peligro de heredarla y tener que ejercer el arte
sartorial de mis dos familias,
de mandar a que el carpintero del barrio nos hiciera con toda esa
madera superlativa
los muebles de la sala y del comedor. Con la tabla sobrante,
el cajón funerario para embalar al difunto, eso si, con ventanilla
panorámica y manijas de bronce.
Como a mi papá lo cremamos, me devolvieron de recuerdo el cajón
macabro,
que como es paralelepípedo lo empleo en mi estudio para almacenar
los archivos del nadaísmo. Setenta y cinco tomos a doble espacio.
Así que esa madera, sobre la que tantas siestas hice como tareas,
que tan felizmente como la de la cama soportó mi cuerpo en la vida,
hoy no va a alcanzar para guardar mis despojos.
A no ser que el nadaísmo muera primero, sea cremado en su
integridad, sus poemas se publiquen como cenizas,
y la caja sea mi heredad para acomodarme como un faraón de farándula
rumbo a la puerta de salida que es giratoria.
Y, como a mí sí me van a enterrar en un campo santo, con bendición
de cura y discursos de los amigos,
hasta allí llegaremos coincidiendo en el tiempo
la madera de la mesa convertida en cajón, y yo.
ENVIO
Mi epitafio, escrito con tiza
sobre el paño mortuorio,
rezará simplemente:
Aquí yace Fue.
Aunque si muero muy rabioso, como lo estoy en este momento,
prefiero que sobre mi losa cuelguen un letrero que diga:
¡Cuidado con el muerto!
Bogotá,
1970
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