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COLUMNISTA

 

Pereira, Colombia - Edición:13.157-737

Fecha: Jueves-09-11-2023

 

El río Cali

 

Por: Jotamario Arbeláez

 

El río Cali es raudo y profundo. No es apto para bañarse como el Santa Rita y el Aguacatal, sus afluentes de la cercana periferia, donde los domingos madrugamos a tirarnos desnudos.

Atraviesa la ciudad y la ciudad lo atraviesa por el Puente España, vecino del charco donde se ahogó un burro famoso;

el Puente Ortiz, con una leve precipitación que marea;

el Puente de los Bomberos, cuyos bordes son unos arcos altos,

y el puente de la calle 25, por la que pasa además el puente del tren.

Cuando se crece amenaza con llevarse los puentes.

Y forma varios ramales en su cauce arenoso, a los que me dirijo con paso firme sobre mis botas de caucho, los días que me escapo de la escuela San Nicolás.

Queda a tres cuadras de la casa hacia la carrera primera.

Con un tarro vacío de galletas y la tela de un costal incursiono en sus profundidades, en busca de esos pequeños peces multicolores llamados cupis, o de corronchos, los pescados más feos del agua dulce.

El sol cae a plomo derretido sobre mi pequeña cabeza a la orilla del manso río.

La primera vez vine con Ramiro, que tiene zancas de grulla. Un moreno alto que estaba en el caño con los pantalones arremangados nos enseñó a meter las manos por entre los fangosos matorrales del

 

 

 

fondo y sacar un grueso pescado cabezón con antenas,

 

que al uno sobarlo le pasa un corrientazo que hace que uno lo suelte para querer volver a buscarlo para volver a sentir el escalofrío y así se pasan las orondas horas del día.

De pronto oigo el grito insolado de mamá que me llama caminando por el borde del muro que sirve de contención para que no se inunde el barrio. Maaariooo!

 

Salgo del charco como sapo de ojos saltones antes de que ella pierda el equilibrio y se precipite.

Me pega un coscorrón sobre la cabeza caliente y un regaño que me revienta los oídos.

 

No sólo porque haya capado clases sino porque por estos sitios, dice, hay hombres corrompidos que quién sabe qué puedan hacer con los niños, hasta ahogarlos.

 

Me lleva para la casa y Ramiro se queda

 

 

jugando con el pescado.

 

De retorno a casa camino con la cabeza gacha, no sólo por el molondrón en el sitio más sensible de la cocorota ─lo que me puede dejar bruto como ha dictaminado la abuela─,

sino por la cantaleta materna de que cómo se me ocurre desertar de la instrucción de la escuela por este caño salvaje donde puedo contraer una pulmonía o picarme un bicho,

y que debería agradecer el esfuerzo que hacen para darme una educación, no sea que le salga a la abuela que ni siquiera firmar sabe,

y señoras humildes salen a las puertas de las casas y me miran con aire de reprobación

mientras contemplo en el agua turbia del tarro de galletas que lo que consideraba mi pesca milagrosa de milimétricos peces iluminados,

no es más que un iracundo banco de renacuajos.

 

 

 

 

 

  

 

 

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