Pereira, Colombia - Edición: 13.276-876

Fecha: Martes 11-06-2024

 

 COLUMNISTAS

 

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La trompada del fin del mundo

Por: Jotamario Arbeláez

 

Cuando leímos La ciudad y los perros, esa novela que narra la vida de los adolescentes peruanos en el Colegio Militar Leoncio Prado, supimos que el precoz autor iba a llegar muy lejos. Cuando repasamos Historia de un deicidio, el trascendental mamotreto de reimpresión prohibida acerca de la obra de García Márquez, supimos que el joven había decidido –y con harto juicio– deificar a nuestro fabulador macondiano, haciendo gala de auténtica veneración. Cuando nos sumergimos en La guerra del fin del mundo, intuimos que habíamos tenido razón en nuestra corazonada. Era una obra suprema, a nuestro entender, antes de descubrir que existían Los sertones de Euclides da Cunha y el Gran Sertón Veredas de Guimaraes Rosa.

No lo volvimos a leer, al pujante Mario Vargas Llosa. Su rechinante rechazo a la revolución cubana y el desmonte de la ‘chiva’ de la historia para subir con Montaner y Plinio –más su hijo– en el pullman del neoliberalismo, nos hicieron dudar de la sinceridad de su anterior posición de avanzada. En una crisis de hace 30 años, cuando el caso del poeta Heberto Padilla (al que salvó Gabo, según se supo), Marito quiso retirarse arrastrando al Boom, fenómeno literario de moda, de la solidaridad con la isla del caimán barbudo que prácticamente los había prefabricado, quedando solo Gabo colgado de las barbas de brocha del líder contra el imperio. Tiempo después, se devolvió a su lado Cortázar.

 

 

 

     

En el 1977 el exitoso y bien plantado arequipeño, futuro candidato a la presidencia del Perú, hizo desde Europa un viaje a su patria a cumplir algún compromiso, al que le mezcló un plan galante. Al enterarse del marital desaguisado, la muy aristócrata Patricia Llosa de Vargas acudió al pundonoroso Gabo a ponerle la queja. Las versiones vacilan. Escritores y editores cercanos a los dos rivales callan para siempre, o adelantan piadosas interpretaciones. Que él le aconsejó que se hiciera la desentendida. Que le planteara el divorcio. Que aprovechó para arrastrarle el ala. El caso es que una tarde, en México, en la ceremonia de apertura de un Festival de cine donde Gabo y señora asistían al estreno de la película del avión que en 1972 cayó en los Andes y de los pasajeros que se comieron unos a otros, con un retraso deliberado llegó Vargas Llosa con su musa reconciliada y, cuando nuestro futuro Nobel le abrió los brazos, le descargó una fenomenal trompada que le hizo caer de culos sobre la alfombra roja. Se supuso de inmediato que era el cobro de una deuda de honor (“Esto es por lo que le hiciste a Patricia en Barcelona”) a pesar de que Mercedes Barcha saltó a recriminarle a la Llosa que su marido no tenía necesidad de acudir a ñapangas, cuando podía acceder a las mujeres más bellas del mundo (según le habría contado Plinio). Lo peor fue que la película también resultó un desastre.

 

A diferencia de los prosistas colombianos, que con deshonrosas excepciones corren detrás de Vargas Llosa agitándole incienso cuando éste pisa nuestro país –como ahora que llega con las botas embarradas de perseguir a Gauguin y a Flora Tristán–, los nadaístas, por lo menos el que esto firma, permanecemos fieles a Gabo. Tanto que hasta que no rompa él con Fidel no romperemos nosotros, a pesar de que ya lo hayan hecho mamertos tan bravos como Saramago y Galeano y Tabuchi, y nos

 

 

 

 

anuncian que también los muy respetables Grass y Enzensberger.

 

Lo que sí le exigimos al autor de La fiesta del chivo, para acabar de una vez con el chinchorreo, es que nos diga –a quienes por la misma causa hemos propinado y recibido puñetazos similares con igual trascendencia nula, por lo que se nos cae la vergüenza de la cara–, por qué se comportó como un perro, de los del Leoncio Prado, con el Amadís de América. ¿Qué tanto creyó de las imprudentes consejas de su querida, que lo reaventó al deicidio? ¿Por qué los dos colosos se mantienen impávidos ante los buenos oficios conciliatorios de amigos tan comunes como Daniel Samper Pizano y Plinio Mendoza? ¿Será que el mamporro se debió, más que a los celos improbables, al presentimiento de que el macondiano habría de madrugarle a Estocolmo, así como se dice que se fueron a los puños Sartre y Camus, o a que mantuviera su indeclinable apoyo hacia Fidel Castro?

 

 

El único que nos podría sacar de dudas es el propio ‘escribidor’ invitado. Mientras no explique el sopapo, con toda seguridad que el Nobel se le demora. Y ni siquiera acumula méritos para la presidencia de su país.

Abril 30-03

Del libro El excelentísimo Gabo y los burros costeños

 

 

  

 

 

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