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Pereira, Colombia - Edición: 13.358-938 Fecha: Sábado 02-10 -2024 |
COLUMNISTAS |
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Viendo estrellas en San Andrés
Por: Jotamario Arbeláez
Por motivos que remiten más a las trampas del azar angélico bajo el mapa celeste que a mi reiterada historieta de cortejante desavenido, quedó cosido a mis recuerdos ese mediodía cenital en la isla de San Andrés cuando, después de jorobar a más no poder a Samuel Ceballos , Elmo Valencia, Pablus Gallinazo y Eduardo Escobar para que nos trasladáramos en una lancha a ver cuartos traseros en el Johnny Cay, ya pasado de whiskys, me fui de frente contra una palma de coco y me granjeé un ojo negro como no había otro en todo el Caribe.
Acuciosos mis camaradas —quienes habían ordenado para yantar un cangrejo azul, un cangrejo rojo y un cangrejo araña de preparación japonesa que hubieron de dejar servidos—, me llevaron de las patas al hospital para la curación de rigor. El galeno me desahució por diez días y me recomendó abstenerme de circular por la isla de los amores, por consideraciones estéticas. Dijo que el sangrado interno de los vasos sanguíneos estropeados se podía tratar con hielo aplicado en bolsa diez minutos cada cuatro horas, pero que había sido tal el totazo que probablemente se presentara una caída del párpado, daños en la conjuntiva, la esclerótica, la córnea. y el cristalino y hasta desembocara en una visión nebulosa. Para disolver en forma hilarante el dictamen, Elmo dijo que parecía un ojo de buey cagado por una orca. Eduardo, que por lo menos dejaría por un rato de andarle arrastrando el ala a cualquier murciélaga. Gallinazo se rebanó la lengua de su zapato con un cuchillo y lo convirtió en un coqueto parche con una cuerda. Samuel, espetó que estaba como para una película de Fritz Lang —así me vería de espantoso—, y corrió a esconder el espejo del dispensario que podría, de pasada, masacrar mi autoestima. Quedé más aburrido que una ostra sin estrenar.
Instalado como un pachá en cuarentena con un bistec acaballado sobre mi cuenca, en el hotel campestre en restauración y por tanto huérfano de turistas asignado a la extraña comparsa lírica de pañamanes visitantes por el gobernador de las islas Simón González —cada vez que a él me refiero repito que es hijo del filósofo brujo Fernando González, que había sido nuestro maestro ya quien al morir le robaron la calavera—, veía pasar a media mirada las estrellas una por una por el tragaluz. Era un hotel exótico de cabañas independientes, y era la fecha del paso del cometa Halley frente a la tierra. Por lo tanto este episodio sucedió —de haber sucedido— en 1986. Miraba por la ventana el recorrido de esa bola de hielo sucio en forma de patata que se dirigía a darle la vuelta al sol, como lo había hecho desde la sala de su casa el astrónomo Julio Garavito con unos binóculos de teatro a su paso por
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Bogotá en 1910,
año en que el planeta fue sacudido por toda suerte de desastres naturales, entre
ellos las muertes del conde León Tolstoy y Mark Twain, contrastadas con el
nacimiento macedónico de la madre Teresa de Calcuta.
La volteé para examinar su procedencia celestial levantando su túnica, pero mi ojo brotado se detuvo peripatético en el
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combo estrellado de pecas que me había caído del cielo.
Hasta con el
ojo picho —pensé—, sigo siendo el donjuán invencible a que me condenara el
horóscopo.
El amor entra
por los ojos y el sexo por los oídos.
La pobre alma
que acababa de asistir al santísimo sacrificio abrió desmesuradamente las vistas
y se las tapó con las manos viscosas, como si la acabara de azotar el cometa con
el fuete de su cola. Y en ese momento supremo que se conoce como demasiado
tarde, me preguntó babeando:
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