EDITORIAL
La violencia no
vista
En la narrativa colombiana, el
campo ha sido tradicionalmente el escenario de la violencia,
mientras que las ciudades parecen ostentar una supuesta tranquilidad.
Sin embargo, esta dicotomía es una ilusión peligrosa. Las urbes son,
en realidad, espacios donde las microviolencias florecen con
sutileza y constancia, dejando cicatrices invisibles en quienes las
habitan.
La historia de la violencia citadina comienza en las aulas y los
barrios. Allí, el hijo del "duro" es intocable, y su poder se ejerce
mediante amenazas veladas o actos de agresión directa. Para los
demás jóvenes, cualquier diferencia puede ser motivo suficiente para
desencadenar un conflicto, con el riesgo latente de terminar herido
o marcado por el miedo. Este ambiente hostil genera una dinámica en
la que la única opción parece ser la de formar parte de un grupo que
ofrezca respaldo a cualquier costo, perpetuando un ciclo de
violencia que ahoga la posibilidad de desarrollo personal y
colectivo.
La inseguridad y la agresividad se convierten en los únicos
mecanismos de defensa. Los jóvenes de los barrios más afectados
crecen condicionados por una violencia constante, que moldea su
carácter y su visión del mundo. Unos se vuelven inseguros y
retraídos; otros adoptan una soberbia destructiva, convencidos de
que la única manera de sobrevivir es atacar primero.
Aunque el problema es evidente, las soluciones parecen ser meros
parches. Las políticas culturales y educativas buscan crear espacios
de transformación, pero estas iniciativas no logran llegar a quienes
más las necesitan. Los programas gratuitos de arte, música o deporte
son inalcanzables para jóvenes cuyos padres no pueden costear el
transporte o el tiempo necesario para participar. En otros casos,
las actividades son vetadas por los “duros” del barrio, quienes ven
en estas iniciativas una amenaza para su control territorial o
político.
La violencia urbana no es solo cuestión de balas y pandillas. Es un
sistema de opresión cotidiana que establece reglas implícitas sobre
quién puede hablar, actuar o incluso soñar. Es un monstruo que se
alimenta de indiferencia y que, si no se aborda, crecerá hasta
devorar los cimientos de la sociedad.
Es urgente replantear cómo enfrentamos estas realidades. No basta
con iniciativas simbólicas o soluciones fragmentadas. Hace falta un
cambio profundo que involucre a la comunidad, a las instituciones y
a las políticas públicas para desmontar las estructuras que
perpetúan estas dinámicas. Porque, al final, si seguimos ignorando
las microviolencias de la ciudad, nos enfrentaremos a un monstruo
mucho mayor: la total deshumanización de nuestras urbes.
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El deber de cada
uno es protegernos y proteger nuestro entorno

Por: Zahur K. Zapata
zapatazahurk@gmail.com
Somos sociedades de eslabones en
la cadena evolutiva de la especie humana. Esto nos hace más
interesantes como conjunto humano por la variedad intelectual que
mueve el mundo.
Sin esta variedad seríamos piezas biológicas que funcionarían como
el mecanismo de un reloj. Y el universo no existiría porque él de
por sí es un organismo que funciona bajo leyes astrofísicas que
todavía no hemos descifrado en nuestro intelecto.
Nuestra existencia como entidad biológica en la actualidad nos
proporciona una intelectualidad que nos permite discernir bajo
razonamiento empírico las cosas existentes que nos rodean y
entenderlas por sus beneficios que nos aportan para nuestra
sobrevivencia diaria.
Gracias a esa capacidad que hemos alcanzado estamos en el pináculo
de la evolución humana. Pero no todos están en la cumbre del
desarrollo por esa variedad biológica en la que nos encontramos en
este proceso evolutivo.
Ahora bien, si entendemos estos planteamientos podemos avanzar y
abrir las puertas para que todos podamos convivir bajo el libre
albedrío que nuestra naturaleza nos brinda. Sin hacer daño a quienes
comparten con nosotros este espacio en el planeta y el universo.
Cada ser humano se reconoce así mismo hasta cierto punto y reconoce
su entorno y a quienes lo habitan, sin el equilibrio emocional e
intelectual no podría vivir en sociedad. Cuando hay un
reconocimiento de igualdad en quienes hacen parte de la sociedad,
estos están en el deber de proteger a quienes carecen de la
razonabilidad para manejar o entender la parafernalia del
establecimiento público.
Siempre en una sociedad existen personajes que quieren atropellar a
otros que carecen del conocimiento de las cosas del bienestar social
y así ellos usufructuar los beneficios que le pertenecen a la
sociedad.
Actuar por el bienestar social es actuar por el bien personal,
porque si la sociedad en la que uno vive ella prospera, todos
quienes viven en ella pueden disfrutar de lo que ella produce porque
esos productos representan el esfuerzo de todos. Y esto ya está
demostrado a través de la historia.
Si la sociedad está entronizada en el poder y dirige sus
administradores para el buen manejo de la cosa pública ella puede
disfrutar de esos avances que ella alcanza. Por eso la autonomía de
los municipios y los Estados es importante para que se den estos
resultados. Por lo general esto produce envidia en personajes que
gobiernan otros Estados por la imposibilidad de ellos en manejar
bajo la libertad y autonomía su gobierno.
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Hay personajes en la sociedad que toman la
iniciativa de organizarse como autonomías regionales y establecer rutas de
manejo y administración de la cosa pública y así alcanzar el bienestar que todos
desean y desean vivir.
Nunca serán los políticos o líderes quienes van a conducir a la sociedad por el
buen camino, ellos solo piensan en el bienestar personal y el de su partido.
MENTALIDAD DE PESEBRE
Crónica #1028

Por: Gustavo Alvarez Gardeazábal
Audio:
https://youtu.be/vTFePEvKh3o
Fui criado en un hogar en donde el pesebre decembrino era una
ceremonia y una obligación. Mi madre lo inauguró cada 16 de diciembre hasta
cuando las brumas del olvido la envolvieron.
A su alrededor siempre ví rezar la novena de aguinaldo y, por supuesto,
con esa memoria de gato que he cargado, todavía recuerdo la primera oración
“begnísimo Dios de infinita caridad, que tanto amasteis a los hombres” o los
gozos de “dulce jesús mío, mi niño adorado ven a nuestras almas, ven no tardes
tanto”.
Por alguna razón, que no es el caso detallar, perdí la fe y
la costumbre en todo lo religioso pero seguí respetando el ceremonial del
montaje del pesebre y las novenas de aguinaldo que cuando la familia se disgregó
mi madre, violín en mano, las rellenó con los villancicos que cantaba la
pobresía de los barrios que ella ayudaba con mercados semanales y a quienes
mandaba traer en busetas para que abarrotaran su casa, en donde el pesebre
copaba totalmente la sala principal.
Añorando esos recuerdos y analizando su gesta pienso que si en Colombia
hubiéramos admitido que la iglesia que nos forjó como patria nos construyó las
estructuras legales y de comportamiento con mentalidad de pesebre, habríamos
buscado el futuro batallando por salir adelante y no armando guerras y guerritas
por pedazos de tierra agreste.
Resultamos tan provincianos como los pesebres y tan lejanos del saber y
la información que nos quedamos pensando como la burra y el buey y obedeciendo
como pastores subyugados.
Hemos sido un país sometido primero a la iglesia, después a los políticos
y ahora último a las bandas de los traquetos y los ejércitos de contratistas.
Por andar acomodándonos antes que rebotándonos nos dejamos cambiar a 12
millones de campesinos que producían lo que comíamos y nos entronizaron a 12
familias que importan todos los alimentos.
Nuestra mentalidad de pesebre apenas si nos ha dejado entonar el
villancico de vamos pastores, vamos, pero para que todos obedezcamos.
El Porce, diciembre 19 del 2024
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