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Iglesia hacia el presente. Para algunos, eso fue inaceptable. Para otros,
una señal de esperanza.

Su forma de comunicar también fue revolucionaria. Francisco no solo cambió lo
que se decía, sino cómo se decía. Rompió con el tono solemne y distante del
Vaticano y adoptó un estilo directo, afectivo y comprensible. No hablaba desde
un trono, sino desde el corazón. En lugar de imponer, invitaba al diálogo. El
Sínodo sobre la Sinodalidad es prueba de ello: un proceso global de consulta que
incluyó a laicos, mujeres y voces tradicionalmente excluidas del debate
eclesiástico. Algunos lo calificaron como “el mayor ejercicio de consulta en la
historia de la humanidad”.
Y en un mundo plagado de líderes autoritarios, de discursos cargados de odio y
fronteras que se levantan más rápido que los puentes, Francisco fue, como
escribió David Gibson, una “voz moral cada vez más solitaria”. Mientras el
nacionalismo crecía y la desinformación se volvía moneda corriente, él recordaba
que todas las religiones pueden ser caminos hacia Dios, y que la dignidad humana
debe estar siempre por encima de las banderas.
No todos lo entendieron. No todos lo aceptaron. Incluso dentro de la Iglesia,
sus avances provocaron tensiones. Para los más progresistas, Francisco se quedó
corto. Para los conservadores, fue un provocador. Pero, como señaló Kate McElwee,
de la Conferencia de Ordenación de Mujeres, su visión llegó hasta los rincones
donde nadie más se atrevía a mirar: Mongolia, Indonesia, Singapur. En esos
países con pequeñas comunidades católicas, Francisco demostró que el centro de
la Iglesia no está en Roma, sino en cada corazón que cree, ama y espera.
Fue el Papa de las Periferias, no solo geográficas, sino también humanas. De
aquellos a quienes nadie escucha, de los que cargan con el dolor en silencio, de
quienes alguna vez creyeron que Dios no tenía espacio para ellos. Francisco les
habló con ternura, con coraje y con humildad. Y lo hizo sin perder el
equilibrio, sin romper la unidad que tanto valoraba. “No soy un dictador, soy un
puente”, decía.

Hoy, tras su fallecimiento a los 88 años, no queda una Iglesia completamente
transformada, pero sí una profundamente tocada. Su legado no está en decretos
infalibles, sino en la revolución silenciosa que logró desde el amor y la
escucha. Francisco no fue el papa de los cambios radicales, pero sí el de los
cambios reales. Fue, en definitiva, un pastor que caminó con su rebaño, que se
detuvo con los heridos, y que habló —como pocos— con el lenguaje de la
misericordia.
En un tiempo de ruido, su voz fue un susurro firme. En una época de muros,
construyó puentes. En una Iglesia marcada por el peso de la tradición, Francisco
se atrevió a mover el corazón. Y en el mundo que deja atrás, su eco seguirá
resonando como un llamado a la compasión, la justicia y la fe vivida con
humildad. |
Cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido como papa en 2013, pocos
imaginaban el giro que tomaría la Iglesia católica bajo su
liderazgo. Aquel cardenal argentino, de rostro sencillo y mirada
penetrante, se convertiría en Francisco, el pontífice que, sin
cambiar dogmas de manera radical, logró modificar profundamente la
forma en que el mundo —y los propios fieles— perciben al Vaticano.
Su legado no está en grandes reformas escritas en piedra, sino en
los pequeños gestos, en las palabras que resonaron más allá del
púlpito y en una manera de ser que supo mirar hacia las orillas,
donde la fe suele doler más.
Quizá uno de los momentos más reveladores de su papado ocurrió en
sus primeros meses, durante una entrevista con un sacerdote jesuita.
A la pregunta “¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?”, el Papa no se
escudó en títulos ni solemnidades. Su respuesta fue corta y
contundente: “Soy un pecador”. No lo dijo como una fórmula litúrgica
ni como una licencia poética. Lo dijo con la carga de alguien que
conoce sus sombras, y las abraza. Ese gesto, para muchos, fue la
puerta de entrada a un nuevo estilo de liderazgo eclesial: uno más
humano, más cercano y, sobre todo, más honesto.

Francisco no fue el papa que legalizó el matrimonio igualitario ni
el que ordenó a mujeres como sacerdotisas, pero sí fue el
líder espiritual que abrió el diálogo sobre esos
temas. Para activistas como Francis DeBernardo, del grupo New Ways
Ministry, su figura fue clave no por lo que logró imponer, sino por
lo que se atrevió a permitir: la conversación. En una Iglesia donde,
durante décadas, lo más difícil fue escuchar a quien pensaba
diferente, Francisco dijo “quiero oír sus opiniones, incluso si no
están de acuerdo conmigo”.
A lo largo de su pontificado, Francisco fue tejiendo una red de
cambios silenciosos pero contundentes. Elevó
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el debate sobre el cambio climático a un plano moral, denunció
los excesos del capitalismo y presionó por mayor transparencia financiera en el
Vaticano. Dijo que los sacerdotes no eran jefes de los laicos, pidió disculpas
por los errores cometidos en casos de abuso sexual y pidió perdón públicamente a
las víctimas. No lo hizo escondido detrás de comunicados diplomáticos. Lo hizo
con rostro, con cuerpo, con humanidad.
Francisco también entendió algo que muchos líderes religiosos aún esquivan: que
la compasión no es una amenaza para la doctrina. Que abrir las puertas a los
marginados, a los migrantes, a la comunidad LGBTQ+, a los no creyentes, no
debilita la fe, sino que la fortalece. “¿Quién soy yo para juzgar?”, dijo en
2013 al referirse a las personas homosexuales que buscan a Dios. Esas palabras
retumbaron en templos y en redes sociales, y se convirtieron en una consigna de
apertura en un entorno históricamente restrictivo.

Desde su natal Buenos Aires hasta Roma, Francisco mantuvo una coherencia entre
su discurso y sus actos. Mientras sus antecesores viajaban en autos lujosos, él
optó por un sencillo Ford Focus. En lugar de rechazar la cultura digital, se
convirtió en el primer papa realmente conectado con las redes sociales. Usó
Facebook Live, publicó encíclicas por Twitter, acumuló millones de seguidores en
Instagram y no temió transformarse, ocasionalmente, en meme. Pero no fue una
estrategia de marketing: fue un reflejo de su deseo de estar donde están las
personas. Incluso en el caótico mundo virtual.
Tal vez el momento más potente de esa vocación ocurrió cuando visitó la isla
mediterránea de Lampedusa, símbolo del drama migratorio. Allí, entre restos de
embarcaciones precarias que habían transportado sueños y desesperación, ofició
una misa sobre un altar construido con madera de barcos de refugiados. Fue una
imagen poderosa: un líder espiritual haciendo de la tragedia un espacio de
oración y denuncia.
Muchos de sus gestos fueron
pequeños, pero tenían un eco monumental. Al decir que los ateos podían ir al
cielo si vivían con rectitud, rompió barreras invisibles que por siglos
separaron a los “buenos” creyentes del resto. Al afirmar que la tradición no
debe ser una cárcel dogmática, empujó a la
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