Pereira, Colombia - Edición: 13.485-1065 Fecha: Sábado 10-05-2025 |
COLUMNISTA |
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Retrato del nadaísta cachorro
Por: Jotamario Arbeláez
Los zapatos del bisabuelo
Tarde
vine a descubrir que el mejor vehículo para transportarse son los
zapatos. Con los que uno anda por la tierra y el pavimento, por el
mar en el transatlántico y por las nubes en el airbús. Cree uno que
para que le rinda el tiempo hay que andar en carro, y lo que hace es
perder el espacio que brinda Cronos cuando no se le pone más
velocidad de la que conlleva. Al comienzo de los años 50 pasaban por
nuestras ciudades los raidistas, provenientes del cono sur con
destino a donde llegaran, quienes después se llamaron los
caminantes, quienes nos remitían a Rimbaud, “caminante de la ancha
carretera por entre los bosques enanos”. Ahora marcho por la ciudad
por prescripción médica, pues el galeno me ha recetado caminar para
mantener el corazón mejor irrigado, los músculos más firmes, los
huesos más resistentes, y me doy cuenta de que me había perdido el
paisaje urbano por pasármela leyendo libros como pasajero en el
carro.
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puentes, trazaron
esta avenida? Desde los años sesenta no caminaba tanto, eran los tiempos
ruidosos del obligado septimazo, cuando se tenía la oportunidad de localizar
anfitriones sucesivos para el desayuno, el almuerzo y la comida sin olvidar la
bebida. ¡Eran tiempos aquellos a cual más bellos!
Mi bisa sí que era un buen caminante. El hombre siempre que salía de la casa nunca doblaba a la derecha, como ninguno de la familia, y los domingos subía hasta la carrera 8ª. y bajaba por ella, pasaba la carrilera por el paso-a-nivel de la 25, miraba que no viniera ‘La mocha’ y seguía 15 a 20 cuadras hasta la base aérea de El Guabito, donde está hoy el Parque de la caña de azúcar, allí se tomaba un jugo de piña que le alargaba una negra de culo’ebola, veía partir las naves adivinando sus insondables destinos, compraba bananos enanos para
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llevarle a su biznieto, y dirigía su regreso a la casa de mis papás, en San Nicolás, a descansar en la mecedora en tanto yo le leía de El Tiempo las aventuras de Don Pancho, que él celebraba con risotadas, porque yo por entonces no sabía leer y le inventaba los diálogos de don Pancho y doña Ramona.
Después de mi corta
y lenta y fraudulenta lectura él pasaba a contarme historias de las sierras
ecuatorianas, de los cruces de las familias Ramos y Raza, del nacimiento de los
vástagos, de la migración masiva a Colombia en la que algunos se quedaron en
Ipiales y en Pasto y los más llegaron a Cali, hasta que se iba quedando dormido
y entonces yo me paraba a comerme los bananitos.
Estaban amalgamados con el polvo de los caminos. Acusaban el principio de un desgaste en el centro de las suelas, y la caída de los remates de plástico en la punta de los cordones. Eran unos zapatos que sabían para qué los habían mandado a medir el mundo. Hoy soy yo el bisabuelo que rememora estos cuentos, sin un nieto o biznieto que los escuche y me ayude a quitar los míos. Pero para qué me los quito si de un momento a otro han de venir por mí y me temo que la caminata sea larga.
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