 |
|
desde 1967, cuando ambos militaban en los Tupamaros. Nunca
tuvieron hijos, pero compartieron un país y una visión del mundo.
Mujica también supo ganarse el respeto y la amistad de figuras diversas, desde
Fidel Castro hasta Barack Obama. Conoció a líderes como el Che Guevara, Mao
Zedong, y más recientemente, entabló diálogos con artistas como Residente, el
cantante puertorriqueño que encontró en Mujica inspiración para hacer de su
música una trinchera política. La cultura popular también lo abrazó.
Y Latinoamérica no se quedó atrás. En julio de 2024, ya enfermo, recibió en su
jardín —rodeado de árboles, mate y humildad— a los presidentes Gustavo Petro y
Luiz Inácio Lula da Silva. Ambos lo condecoraron con las máximas distinciones de
Colombia y Brasil, la Cruz de Boyacá y la Orden del Cruzeiro do Sul,
respectivamente. Fue un gesto simbólico, pero profundamente político: un
reconocimiento a uno de los últimos gigantes del continente.
Mujica nunca fue neutral. Fue un hombre de izquierda, sí, pero también un
autodidacta que entendía que los extremos podían ser tan peligrosos como el
cinismo. Siempre apostó por el diálogo, por la moderación sin renunciar a los
principios. Y aunque fue muy crítico del modelo capitalista, jamás promovió el
odio ni la violencia.
Lejos del dogma, cerca del pueblo. Esa fue la esencia de Mujica. Por eso su
muerte duele más allá de Uruguay. Duele en Colombia, en Chile, en Argentina, en
todos los rincones de América Latina donde la política todavía guarda espacio
para los soñadores. Porque Pepe fue eso: un soñador que no se dejó comprar, que
eligió siempre el camino más difícil, el de la coherencia.
Hoy, sus frases resuenan con una mezcla de nostalgia y vigencia. “Vivir con lo
justo para que las cosas no me roben la libertad”. O aquella otra: “La política
no debe ser una profesión sino una pasión”. Mujica no dejó herederos políticos,
pero sí un legado moral y ético que será difícil de igualar.
En medio de un continente marcado por la polarización, la corrupción y el
desencanto, su vida se levanta como un faro, como un recordatorio de que sí es
posible hacer política sin perder el alma.

Se fue el guerrero. Queda su palabra. Queda su ejemplo. Y sobre todo, queda su
silencio —ese que ahora habla más fuerte que nunca— en un mundo que, quizás,
necesitaba más de Pepe Mujica de lo que estaba dispuesto a admitir. |
Montevideo amaneció de luto y con el corazón encogido el martes 13
de mayo. A los 89 años, falleció José "Pepe" Mujica, el expresidente
uruguayo que, con su austeridad radical, pensamiento libertario y
una coherencia infrecuente en la política latinoamericana, dejó una
huella imborrable. El cáncer de esófago que lo venía aquejando desde
hacía meses terminó por ganarle la batalla, pero no le robó su
lucidez ni su convicción hasta el final.
La noticia, aunque esperada por muchos tras el anuncio de su esposa,
Lucía Topolansky, sobre su fase terminal, cayó con la fuerza de una
piedra en el pecho. Mujica se había despedido en vida, con la
sinceridad que siempre lo caracterizó: "Ya terminó mi ciclo. Me
estoy muriendo y el guerrero tiene derecho a su descanso", dijo en
enero pasado. Así, sin dramatismos ni falsas promesas, bajaba el
telón de una vida que parecía sacada de una novela.

Pero su historia fue bien real. Nacido en Montevideo en 1935, hijo
de agricultores, Mujica conoció desde temprano el peso de la
desigualdad. En los años 60, se unió al Movimiento de Liberación
Nacional-Tupamaros, una guerrilla urbana de inspiración socialista.
Su militancia lo llevó a la cárcel durante 13 años, en condiciones
infrahumanas. Pasó largos periodos de aislamiento, tortura física y
psicológica. Allí, en la oscuridad y el silencio, sembró las bases
de un pensamiento que luego conmovería al mundo entero.
Salió en libertad en 1985, con la democracia restaurada en Uruguay,
y en lugar de replegarse, se reinventó. Ingresó a la vida política
legal, se unió al Frente Amplio y empezó a
ocupar cargos públicos. Ministro, legislador y, finalmente,
presidente entre 2010 y 2015. En cada uno de esos roles,
Mujica hizo lo impensable: vivir como hablaba.
“Yo no soy pobre, soy sobrio”, decía mientras habitaba una pequeña
chacra
|
|
a las afueras de
Montevideo, sin guardias, sin lujos, con sus perros y su inseparable escarabajo
celeste. Una vida minimalista que lo convirtió en “el presidente más pobre del
mundo”, etiqueta que nunca terminó de agradarle. A un jeque árabe que le ofreció
un millón de dólares por su escarabajo, le respondió con firmeza: “Yo no tengo
compromiso con los fierros”.
No era pose. Mujica donaba el 90 % de su sueldo presidencial a causas sociales.
En foros internacionales, como su célebre intervención en la ONU en 2013,
llamaba a reflexionar sobre el consumismo y la sostenibilidad: “¿Estamos
gobernando la globalización o la globalización nos gobierna?”, preguntaba con su
tono sereno, casi paternal.
En el gobierno impulsó reformas históricas que colocaron a Uruguay a la
vanguardia del progresismo mundial. Legalizó el aborto en las primeras 12
semanas (2012), reguló la producción y venta de marihuana (2013) y abrió las
puertas al matrimonio igualitario (2013). Fue una era de transformaciones
profundas, marcadas por un espíritu de equidad, libertad y respeto por la
diversidad.

Pero Mujica no era un político común. Fue también un filósofo de lo cotidiano,
un hombre que hablaba con la misma profundidad tanto de política como de la
vida, del amor, del tiempo. Esa capacidad para mezclar lo íntimo con lo público
le ganó afectos incluso entre quienes no compartían sus ideas. En su hogar, al
lado de Lucía Topolansky —su compañera de lucha y de vida—, tejió una relación
de lealtad que iba más allá del amor romántico: era complicidad política, era
historia compartida, era resistencia.
Lucía, que fue senadora, ministra y vicepresidenta, lo acompañó
hasta el final. Se casaron en 2005, aunque vivían juntos
|