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servicios de salud o
viven en zonas donde la vacuna nunca llegó.
En Tolima, por ejemplo, solo el 54% de la población adulta está inmunizada. Y el
virus no perdona. Un 12% de los infectados desarrolla una forma grave, con
sangrados, daño hepático e ictericia. Entre el 30 y el 60% de esos casos termina
en muerte. Cada fallecimiento, según la doctora Cucunubá, “es un fracaso del
sistema. Es una enfermedad que no debería matar”.
Además, la movilidad constante de la población —especialmente en comunidades
migrantes o desplazadas— dificulta aún más la estrategia de vacunación. En
lugares como el Darién o la frontera con Venezuela, los equipos de salud no
pueden hacer seguimiento. A veces, cuando llegan con las dosis, la comunidad ya
se ha movido.
La fiebre amarilla y la ciencia del futuro

La vigilancia del virus también enfrenta limitaciones. Detectar brotes a tiempo
podría ser más fácil si se monitorearan las muertes de primates. En Brasil, una
app llamada SISS-Geo permite que cualquier persona reporte animales enfermos o
muertos desde su celular, enviando fotos georreferenciadas. Es ciencia ciudadana
en acción. Pero en Colombia, donde muchas zonas ni siquiera tienen conexión
estable, la implementación de estos sistemas es un reto logístico enorme.
Por ahora, el Ministerio de Salud estima que hay al menos 10 millones de
personas que necesitan vacunarse de forma urgente, especialmente en áreas
rurales. La planificación, sin embargo, se basa en mapas de riesgo que deben
actualizarse en tiempo real, según los expertos. ¿Dónde están los mosquitos hoy?
¿Cuántos viven cerca de una población no vacunada? ¿Cómo se llega a esos
lugares? Cada respuesta implica una logística colosal, y el reloj avanza.

Una historia que no debería repetirse
La historia de la fiebre amarilla en Colombia no es solo la historia de un
virus. Es el reflejo de un país profundamente desigual, con regiones donde el
Estado aún no llega, donde la selva se tala sin freno y donde los conflictos
armados siguen marcando la vida —y la muerte— de miles.
Es también una advertencia. La emergencia actual no es un hecho aislado. Se
trata de un síntoma más de un ecosistema desbalanceado, donde los seres humanos
forzamos una convivencia peligrosa con patógenos ancestrales. La selva tiene sus
propias reglas, sus propios ciclos, y cada vez que los interrumpimos, pagamos
las consecuencias.
La fiebre amarilla, esa enfermedad de otro siglo, vuelve a enseñarnos que la
salud no depende solo de hospitales o vacunas. Depende también de bosques en
pie, de comunidades protegidas, de ciencia al servicio del territorio, y de un
Estado que no deje a nadie atrás.
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Por estos días, mientras Colombia lidia con el
resurgimiento de una violencia que muchos creían relegada al pasado,
otro enemigo, más silencioso pero igual de letal, se abre paso por
los rincones selváticos del país. La fiebre amarilla, una enfermedad
que parecía bajo control desde hace décadas, vuelve a propagarse con
una rapidez alarmante, dejando muertes, miedo y más preguntas que
respuestas. Ya son 87 los casos confirmados desde octubre de 2024 y
39 las vidas que ha cobrado, hasta el corte del 10 de mayo de 2025.
El gobierno ha tenido que declarar emergencia sanitaria y económica,
pero muchos se preguntan si esta medida no llegó tarde.
La situación es compleja. Esta no es solo una historia de salud
pública, sino también de desigualdad, guerra, migración forzada y
una creciente crisis ambiental. En Tolima, epicentro del brote, la
fiebre amarilla no distingue entre campesinos, indígenas o migrantes.
Afecta a todos por igual, pero castiga con más fuerza a quienes
viven lejos de una carretera, de un hospital o incluso de una señal
de celular.
Colombia conoce bien la fiebre amarilla. Durante siglos azotó sus
puertos y se convirtió en un obstáculo para proyectos coloniales
como el Canal de Panamá. Hoy, sin embargo, el virus ya no espera en
las costas. Se ha internado en la cordillera, en zonas donde nunca
antes se había reportado y donde ahora encuentra un terreno fértil:
bosques fragmentados, primates desplazados, comunidades sin vacunar
y un sistema de salud sobrepasado.
Zulma Cucunubá, epidemióloga y directora del Instituto de Salud
Pública de la Pontificia Universidad Javeriana, resume así el
fenómeno: “Es la expansión geográfica más rápida y amplia que hemos
visto en Colombia”. Diez departamentos afectados, algunos en zonas
antes consideradas fuera de riesgo. El virus, de origen selvático,
circula entre primates no humanos y es transmitido por mosquitos
como Haemagogus y Sabethes. Pero el verdadero temor es que el Aedes
aegypti, el mismo vector del dengue y el zika, comience a
transmitirlo entre humanos. De ocurrir, se estaría frente a un
escenario urbano que no se ve en Colombia hace más de un siglo.
Y hay razones para preocuparse. El Aedes aegypti ya ha sido hallado
por encima de los 2.000 metros de altitud, un límite que
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parecía infranqueable hasta hace
pocos años. El cambio climático, según explican los expertos, ya no es una
amenaza futura: es el presente. Mosquitos que antes vivían solo en el trópico
húmedo ahora sobreviven en alturas templadas. Las temperaturas han cambiado. Las
reglas también.
Bosques en ruinas y humanos en movimiento
La deforestación es parte central
del problema. En 2024, Colombia perdió más de 100.000 hectáreas de selva. No es
solo una tragedia ambiental: es una bomba epidemiológica. Los primates,
huéspedes naturales del virus, al perder su hábitat, migran, y en su ruta llevan
consigo los patógenos. A menudo, terminan cerca de cultivos, zonas rurales o
incluso asentamientos informales donde el control sanitario es mínimo.
En regiones como Putumayo o Guaviare, donde la deforestación se ha disparado,
coinciden otros factores: expansión agrícola, presencia de cultivos ilícitos, y,
sobre todo, la reconfiguración del conflicto armado. Esos territorios están hoy
bajo el control de al menos una decena de grupos armados, según la Defensoría
del Pueblo. En esas condiciones, ingresar a vacunar, a fumigar o incluso a
diagnosticar se vuelve una misión casi imposible.

Los desplazamientos forzados también agravan la situación. Más de 50.000
personas fueron expulsadas de sus territorios por la violencia en 2024, y otras
138.000 quedaron confinadas. En zonas como el Chocó, donde el confinamiento
alcanza al 41% de su población, casi todos los municipios tienen riesgo alto o
muy alto de fiebre amarilla. ¿Cómo proteger a una comunidad a la que ni siquiera
se puede llegar?
Una vacuna, muchas barreras
La fiebre amarilla es prevenible. Existe una vacuna efectiva desde hace casi un
siglo, pero la cobertura en adultos es baja. El esquema nacional de vacunación
en Colombia incluye esta dosis desde 2002, y en menores de 20 años la cobertura
supera el 85%. El problema está en los adultos, especialmente los que no tienen
acceso a
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