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Pereira - Colombia. Año 61 - Segunda época - Nº 12.425-05 - Fecha: 07-29-2009                                         Página 07-1   

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REPORTAJES

 

intuiciones hayan resultado más perdurables que las historias de muchos autores contemporáneos suyos, que incluso fueron galardonados con premios internacionales. Podríamos continuar hablando hasta el infinito del sentido ambiguo y a la vez certero de las palabras y por eso le voy a hablar de un ejemplo más entre tantos. Cómo le parece a usted, que el anagrama de SEMANA SANTA es nada menos que SATÁN ES MANÁ y ahí tiene entonces una muestra simple de cómo a través de los tiempos la figura del demonio ha caminado siempre de la mano de lo que la religión cristiana conoce con el nombre de Dios, al punto de que podemos afirmar que el gran garante histórico y metafísico de la existencia de las religiones oficiales es precisamente aquél a quien consideran su peor enemigo. En las palabras y en los mundos que contienen y que se tejen a su alrededor, está pues cifrada la naturaleza de la vida y por eso, en mi condición de poeta que cree firmemente en su poder, todos mis actos están dirigidos a explorar el lenguaje hasta el fondo de sus posibilidades, porque el sentido exacto de la expresión “Y el verbo se hizo carne”, tan cara a la cosmovisión. El organizador del I Congreso Mundial de Brujería que se realizó en Bogotá a mediados de 1975, no podía ocultar su desazón ante la noticia que le comunicaba uno de sus asistentes: El Diablo no podría participar de manera oficial en  ninguna de las múltiples actividades diseñadas para darle realce al evento. Ni en tertulias, ni en recitales, ni en calidad de conferencista, y mucho menos en los rituales programados para honrar los poderes mágicos que, según muchos entendidos, gobiernan el mundo. Simón González se llevó el dedo índice a la nariz, gesto que para sus colaboradores más cercanos era la señal inequívoca de que las cosas no funcionaban como el deseaba. En todo caso la noticia implicaba un absurdo de proporciones mayúsculas: El Demonio, Lucifer, El príncipe de las tinieblas en persona, tendría que conformarse con ser un anónimo asistente, un invitado más al gran aquelarre, al encuentro que reuniría en la capital de Colombia a los más ilustres representantes de las logias y sectas que se habían dedicado desde el comienzo de los tiempos a conservar y difundir los más poderosos y temibles arcanos del universo. Definitivamente seguimos siendo el mismo país de godos y pacatos de los tiempos de Rafael Nuñez y su Regeneración, debió pensar el hijo del filósofo Fernando González, imaginando tal vez cómo podía alguien concebir un congreso de política internacional sin la presencia de Henry Kissinger, un encuentro de futbolistas en el que estuviera ausente Pelé o una muestra de cine en la que el recién premiado Marlon Brando brillara por su ausencia. En ese momento, paralizando a sus asistentes con la fuerza de su mirada de hombre acostumbrado a escudriñar el fondo de las cosas, González apenas tuvo tiempo para maldecir el momento en que Colombia, la tierra de la Expedición Botánica, de Antonio Nariño, de Uribe Uribe y de tantos masones ilustres, tuvo la mala idea de consagrarse en cuerpo y alma al Corazón de Jesús.

 

El diablo colgó el teléfono, y sintió que una mezcla de ironía y frustración se acumulaba en su garganta como una sustancia densa y ácida, parecida a la que dejan en la boca muchas noches de Whisky y desenfreno. Sin embargo prefirió dejarlo pasar: Después de todo no era cuestión de hacerse mala lecha por cuenta de la gazmoñería de unos tipos acostumbrados a pontificar sobre todo lo que pasaba frente a su mirada inquisitorial: la política y el sexo, la música y las películas, los negocios y la moral; sobre todo esta última había sido durante siglos patrimonio exclusivo de los jerarcas de esa iglesia que ahora se oponía de manera inapelable a su presencia en el evento. Si el Diablo... si el señor Escobar Gutiérrez participa en el congreso, nos opondremos con todas nuestras fuerzas a su realización, le dijo a Simón González uno de los sacerdotes

encargados de seguir de cerca el curso de un encuentro que muchos contemplaban con una ambigua mezcla de curiosidad e ironía, convencidos de que era una muestra más del invencible caos de exotismo y superstición en el que viven inmersos los habitantes de los tristes trópicos. No cabía duda, insistían: se  necesitaría una segunda Rama Dorada escrita por una mente de las dimensiones de Sir James George Frazer, para explicar tamaña capacidad de alucinación. De cualquier manera una cosa era cierta: El Diablo Escobar Gutiérrez no participaría como invitado especial al evento. El rey de este mundo sería pues un convidado de piedra en ese encuentro que ocupó por unos días la atención de los medios de comunicación del país y de muchos lugares del mundo.

 

¿Quién era ese hombre cuya sola mención provocaba urticaria en los sectores más conservadores de la curia e incluso en la vieja dirigencia política de su provincia natal? Su cédula de ciudadanía dice que se llama Héctor Escobar Gutiérrez y que nació en Pereira en el año de 1941. Bajo el signo de Géminis, añaden los manuales de astrología. Esa es la parte visible del asunto, porque sus más fieles devotos

insisten en que es el ungido, el elegido por las potencias infernales para propagar la doctrina en este lado del mundo y, sobre todo, para honrar con rituales más antiguos que el hombre al supremo artífice de todo lo creado, que en el umbral de los tiempos se confunde con la materia prima de que está hecha la vida. Una amplia y a veces pintoresca reseña biográfica suya aparece en el segundo tomo del libro sobre Historia de Pereira, escrito por Hugo Ángel Jaramillo en la década de los ochentas del siglo XX. Cuenta la leyenda que las beatas del barrio Providencia, donde reside desde hace décadas, todavía se santiguan y cambian de acera al pasar junto a su casa, pues hay quien jura hoy, en los tiempos del descubrimiento del genoma humano y la aventura del ciber espacio, que aún es posible escuchar ayes y gemidos flotando en un denso olor a azufre, los cuales tienen su origen en lo más profundo de esa vieja casa ubicada en la calle principal de un sector de clase media en decadencia, frecuentado al despuntar el siglo XXI por algunos de los representantes más audaces de las nuevas economías subterráneas.

 

Que por su casa han pasado los representantes más conspicuos de la dirigencia económica, política y cultural de la región. Que de hecho allí se realizaron durante mucho tiempo ceremonias diametralmente opuestas, pero en el fondo idénticas, a las contempladas en la liturgia cristiana. Que algunas de las mas preciadas virginidades de la generación de la era disco se perdieron en sus meandros. Que es de hecho, como buen representante de las potencias abisales, el más refinado seductor que uno pueda encontrarse en su camino. Que sus sonetos compuestos con precisión milimétrica son en realidad la clave cifrada de una conspiración dirigida a gobernar el mundo y que sus lecturas del Tarot son mucho más que un ejercicio de supervivencia. Estas son apenas algunas de las muchas cosas que se dicen en los centros culturales, en los medios periodísticos y en los clubes sociales donde las damas que juegan canasta le temen y lo veneran por igual. Sin embargo, qué tanto de verdad puedan contener esas aseveraciones, sólo El Diablo lo sabrá.

 

SACRIFICAR UN MUNDO

 

Sacrificar un mundo / para pulir un verso era la premisa de los llamados poetas parnasianos. Con todo, no es ese el caso del poeta Héctor Escobar Gutiérrez, pues lo suyo es más bien la terca voluntad de poner los versos al servicio de  su particular concepción del mundo, anclada en la convicción de que la historia espiritual y por lo tanto la Historia del hombre en general, está soportada sobre un grave malentendido y por eso regresar a instancias primordiales de la aparición de la vida en la tierra, después de

desandar el camino, y enfrentarse con lucidez y coraje a la esencia de lo que somos, es condición necesaria para emprender el sendero hacia la conquista de  nuestra verdadera identidad. No por casualidad uno de los ángeles caídos -según la iconografía cristiana- lleva el nombre de Lucifer, dijo en una ocasión en una de esas noches de bohemia que de repente se convierten en largas y deliciosas disertaciones sobre lo que más le apasiona en este mundo: el conocimiento de las facetas más ocultas de las criaturas. Sentado a la mesa en una sala presidida por buena parte de las imágenes que a través de los tiempos han sugerido la presencia de lo arcano y de la dualidad en cada un de las acciones del hombre, el poeta desgrana su credo particular, con un tono de voz pausado, en el que las palabras, más que pronunciarse, se saborean y se reinventan sobre la marcha, con el propósito de retornarlas a su condición esencial: la de laberinto- espejo en el que, si prestamos atención y no nos dejamos arrastrar por la banalidad del uso diario, podremos descubrir al fin el rostro de lo que en realidad somos, o lo que es los mismo, el aliento de la divinidad, de esa potencia a la vez creadora y terrible que habita en el fondo de nosotros mismos. Si hay algo a lo que el ser humano le teme es al encuentro consigo mismo. Con esa parte primordial que está más allá de las teorías y supersticiones que se conocen con el nombre de religiones, cuando en realidad, si nos atenemos a la etimología de la palabra Religión, encontraremos que el sentido de religare alude precisamente al imperativo vital de remitirnos hasta el fondo de nuestro propio ser, a esa comarca oscura que nos ha sido arrebatada por toda una caterva de inquisidores, para emprender de ese modo la construcción de una manera auténtica de estar en el mundo, que nos reconcilie con el substrato bestial que nos anima, con el mundo de los instintos y de las visiones ancestrales, para que a partir de allí logremos acceder a lo que los grandes iniciados postularon como la auténtica realidad, que poco o nada tiene que ver con las que se nos ha mostrado siempre desde el reino de la moral. A medida que hilvana las frases que contienen su ars vital y poética, su rostro se va animando y las palabras adquieren la tonalidad serena y a la vez llena de matices de quien se sabe portador de un legado que no solo ha conseguido sobrevivir, sino que se ha fortalecido con el paso de los siglos. Antes  de continuar se levanta de la mesa, y de los anaqueles de su vieja biblioteca extrae algunos ejemplares que le servirán para reforzar buena parte de su discurso. Allí están -como nó- El Fausto de Goethe y los poemas de León de Greiff, conviviendo al lado de los relatos de horror preternatural de Howard Philips Lovecraft y un par de biografías de Aleister Crowley, el nigromante que forma parte del panteón de profetas mayores de la demonología contemporánea. Cuando regresa de su incursión a ese reino de palabras mágicas y de visiones inefables, el poeta arquea aun más las cejas pobladas que ya forman parte de su leyenda y contempla los candelabros que guardan la entrada a su altar particular, antes de emprender la exposición de lo que igual puede ser una declaración de principios respecto a la literatura o el resumen de su cosmovisión. En esa búsqueda de sí mismo que ha sido el propósito único de los grandes sabios, la palabra juega por supuesto un papel fundamental, como quiera que es la piedra fundacional que soporta todos los pasos del iniciado, la que alumbra el camino de sus aciertos y sus yerros. Las palabras, bien lo sabemos, esconden detrás de su utilidad práctica, todo un universo de símbolos, alusiones y resonancias que dan cuenta del universo, tanto de aquél que los científicos pretenden develar, como de su cara oculta, que acaso por eso mismo es la más importante de todas. Mire usted algo tan sencillo como el nombre del barrio donde vivo: acaso no sea una casualidad que se llame precisamente Providencia, igual que el lugar de nacimiento de Lovecraft, ese poeta y narrador que muchos críticos todavía nos quieren  Continuar

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