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Edición Nº 12.458-38 - Fecha: 03-14-2016                                                                                                                                                                            El Imparcial

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MAGAZÍN CULTURAL

 

 

Yukio Mishima (1925-1970)

 

 

 

de que el arte no imita la vida sino que la crea. Porque aunque tardía, esa idea, inventada por los renacentistas europeos, no había llegado sino con Mishima y sus maravillosos libros a un oriente que vive, en el arte, de una imitación casi que servil de los modelos. El éxito del Japón y de China, en estas postrimerías del siglo, proviene del perfeccionamiento de esa gran habilidad de los orientales para imitar tanto el modelo hasta convertirlo en cosa viva, suplantación idéntica, y no un golem, del original.

Mientras en occidente todo está resultando un remedo de las enormes realidades creadas desde los años de la Reforma y las Revoluciones, en oriente, sus sociedades están superando los arquetipos e ideologías borrando para siempre, de  copiarlas y ampliarlas y distribuirlas masivamente, las supersticiones de originalidad que pretendían aquellas otras de occidente. Hoy, gracias a los orientales, nada se parece a nada y todo a todo.

Mishima lo supo desde su juventud y niñez. Hay que obedecer hasta la humillación todo mandato, porque luego de cruzado ese mar de la abyección, a todos nos llegará la hora de quitarnos la máscara. Y ya, para entonces, habremos alcanzado la inmortalidad, la vida que nunca tuvimos.

 

Cafe Blanche

 

Creyendo que la mejor cura contra la melancolía

eran esas superficies radiantes y abiertas

fuiste hasta las memorables ruinas

y viste la estatua de basalto

que del cuerpo de Antonio hicieron.

Grecia era el testimonio, bajo esa copiosa

y virulenta luz, de cómo solo lo externo

tiene propia existencia.

Ética y belleza

eran una y lo mismo.

Tallar el cuerpo era

tallar también el alma.

Curar el odio a si mismo

era curar la soledad.

 

De vuelta a casa, liberado ya del pasado,

con aquellas camisas de colores chillones,

tus negros pantalones de tres prenses,

tus zapatos puntiagudos y habaneros,

el desnudo pecho mostrando la cadena

de oro macizo y los cinco medallones

entrabas al Blanche y pasabas las noches

bebiendo cubatas y quemando porros.

 

Todas y todos eran tuyos.

Te enamorabas, sin duda.

Amabas tanto los ritos de la carne,

su lenguaje y sus palabras

que incluso ahora, cuando escribes,

no sientes, tampoco, interés alguno

por el “acto final”.

Por Harold Alvarado Tenorio

 

Hace 45 años se hizo el harakiri. Una semblanza y un poema sobre uno de los más raros escritores del siglo pasado.

 

A las diez y cincuenta minutos de la mañana del veinticinco de Noviembre de mil novecientos setenta, Yukio Mishima, acompañado por cuatro cadetes de su Sociedad del Escudo, uno de ellos aparentemente su último amante, Masakaatsu Morita, fueron a visitar al Comandante de la Fuerza de Defensa de Japón. A una señal suya los cadetes tomaron como rehén al jefe, mientras Mishima exigía que el regimiento No. 32 se reuniera en el patio para escuchar  una arenga. Antes de las doce salió al balcón e invitó a los soldados a unirse a su causa y levantarse contra  un sistema, la democracia japonesa, que había privado a la nación de su ejército y su alma en la figura simbólica del emperador-dios. Los silbidos y las burlas de los ochocientos soldados sólo le permitieron hablar por siete minutos. De regreso a la oficina del Comando prisionero se hizo el seppuku, introduciéndose una pequeña espada en el costado iz­quierdo que luego bajó por el abdomen. A una señal de Mishima, Morita alcanzó a darle dos golpes en el cuello pero la cabeza no cayó, entonces otro de los cadetes, Furu-Koga le quitó la espada de las manos y decapitó a Mishima. Morita se arrodilló, se clavó la espada en el vientre, mientras Furu-Koga de un solo golpe maestro le quitó la cabeza. Terminado el incidente, los dos estudiantes cadetes sobrevivientes pusieron las cabezas sobre sus cue­llos y se inclinaron ante ellas con las manos juntas. Quitaron luego la mordaza al Comandante y le permitieron inclinarse también. Luego rompieron a llorar.

Así narra John Nathan (Mishima/A Biography, 1974), los últimos minutos de la vida de uno de los más singulares escritores japoneses contemporáneos, y quizás, el más conocido hoy en occidente. Un

 

prestigio que es resultado sin duda de la extraordinaria calidad de sus novelas, ensayos y piezas del teatro, el cual dio el toque definitivo al personaje que hizo de sí mismo, un samurai del siglo XX, luego de haber vendido su imagen como el más occidentalizado de los escritores de la postguerra.

Hijo de una familia de seudoaristócratas arruinados, Yukio Mishima fue educado de la manera japonesa más tradicional. A poco de haber nacido, su  abuela, una mujer que había sufrido de histeria durante toda su vida, se encargó de la crianza del niño hasta que éste entró en la escuela superior, época desde la cual todo su destino fue planeado por su padre, un hombre en extremo autoritario, que siempre se opuso a que su hijo se hiciera un escritor. Para un caballero japonés, la literatura es una ocupación deshonrosa, y sus productos, mentiras que conducen a la degeneración moral.

Mishima, que antes de ser famoso se llamó apenas Ki­mitake Hiraoka, hizo todo lo que estuvo a su alcance para satisfacer los deseos de su padre, desde estudiar en la Escuela de Nobles, donde se graduó en 1944, cursar derecho alemán en la Escuela Imperial donde se recibió en 1947 y por último, presentar los exámenes superiores para ingresar al Ministerio de Economía, donde trabajó los únicos nueve meses de su vida como burócrata. No obstante haber cumplido con estas tares para satisfacer a su familia, Mishima había escrito ya al menos ocho novelas cortas, tres largos ensayos sobre literatura clásica y un pequeño volumen de poemas.

La primera novela que Kimitake Hiraoka escribió después de renunciar a su carrera burócrata en 1948, fue la autobiografía Confesiones de una máscara, donde se retrata como un homosexual latente y como un hombre incapaz de sentir pasión o sentirse siquiera vivo, como no fuera mediante fantasías de corte sadomasoquistas hediondas a sangre y muerte. A partir de esta novela, el resto de su obra tanto

 

narrativa como dramática tendrá el mismo leiv-motiv: pensar en la propia muerte, segundo a segundo, para poder sentirse vivo.

En 1956, al cumplir los treintaiún años Mishima alcanzó la cúspide de la fama y la gloria. Sus novelas se vendían por miles y eran traducidas a otros idiomas, su vida se había hecho un asunto cotidiano para los periodistas y todo lo que hiciera o dejara de hacer iba a ser desde enton­ces objeto de la más difundida atención. Fue esta la época cuando decidió viajar por el mundo, casarse, tener hijos y llevar una vida excéntrica, que contaba entre sus rarezas la construcción de una casa absolutamente occidental y la dedicación al físico culturismo. Mishima visitó New York, París, Atenas y Río de Janeiro donde pudo al fin dar rienda suelta a su

homosexualidad, que como se sabe, para los japoneses no significa lo mismo que en occidente. Uno de los memorables momentos de esa cultura fue la sociedad Edo, cuyos más admirados personajes fueron siempre famosos bisexuales.

Si bien puede ser cierto que luego de su aparente occidentalización y la no obtención del Premio Nobel , Mishima, por causa, quizás, de una lenta pero continua pérdida de su contacto con el público y una disminución evidente en las ventas de sus nuevos libros, decidiera volver los ojos a sus latentes angustias de vida fijándose en la historia de la Liga del

Viento Divino, un grupo de samurais que se hizo el seppuku como respuesta a la occidentalización de las instituciones sagradas emprendida por el gobierno de 1888 luego de la restauración Meiji, tras la lectura de la biografía de Nathan, uno tiende a concluir que Mishima, con su dramática muerte, selló para siempre su historia con un incidente que difícilmente puede ser olvidado, al menos por las gentes del siglo XX.

Así, entonces, garantizaba, al menos para la inmediata posteridad, una continuidad para la máscara que creó de sí mismo, producto sin duda de la convicción

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