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EL GOLPE DE GRACIA
[Cuento. Texto completo]
Por Ambrose Bierce
La lucha había sido
dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el gusto
de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo
quedaba auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos...; "limpiar
un poco", como decía el humorista del pelotón de sepultureros. Era
bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista
dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de
hombres y caballos, entre los que se movían los camilleros
recogiendo y transportando a los pocos que daban señales de vida. La
mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta
el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían
que esperar, reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor
manera de cuidarlos es ganar la batalla. Debe admitirse que la
victoria es una indudable ventaja para un hombre que necesita
atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.
Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte,
mientras se cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos,
que estaban demasiado lejos, se les enterraba donde habían caído.
Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en la
mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en
el mismo terreno que contribuyeran a segar anotaban los nombres de
los muertos victoriosos. A las bajas enemigas, ya era bastante que
las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a muchos los
contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el
comunicado del comandante vencedor denotaba más bien una esperanza
que un resultado.
A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de
enterradores había establecido su "vivac de la muerte", un oficial
de los federales se apoyaba contra un árbol. Desde los pies hasta el
cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase
inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba.
Quizá no sabía en qué dirección marcharse. Lo más probable era que
no permaneciese allí mucho tiempo, porque ya los rayos oblicuos del
sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los soldados
exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los
muertos. Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le
preguntaban a uno el paradero de alguna sección del ejército... como
si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba
extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los
pelotones de sepultureros.
Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en
dirección al rojo poniente, cuya luz le manchaba la cara con
reflejos sanguíneos. El aire de confianza con que ahora avanzaba
sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse.
Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda.
Tampoco le detenía la sorda queja de algún infeliz, olvidado por los
grupos de rescate, que pasaría mala noche bajo las estrellas, sin
más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico,
no tenía agua.
Al extremo de una angosta quebrada -una simple depresión del
terreno- yacía un pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de
pronto del camino que seguía y caminó rápido hacia ellos.
Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta
distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró
atentamente: parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la
cara. El cuerpo gritó.
El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de
infantería de Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de
hombre honorable.
En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y
Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento en la compañía del
capitán Madwell. Y esos dos hombres, el sargento y el capitán, eran
íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de
graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la
disciplina militar, estaban siempre juntos. En realidad, se habían
criado juntos. Y una costumbre del corazón no se desarraiga
fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni
en sus gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba
desagradable; y por eso se alistó en la compañía de la que Madwell
era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos grados, pero entre
el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social
es ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con
dificultad, ya no podía ser idéntica.
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capitán Madwell apartó
los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.
El hombre que había
padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos movía
las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado
la cara del amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su
feroz agonía, había arañado el suelo en que se encontraba tendido;
sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos. No
conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo
que no fuera dolor. La expresión de su rostro era un ruego; en sus
ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué pedía?
Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la
había visto con demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos
labios aún podían suplicar la muerte. Conscientemente o no, este
retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del sufrimiento, esta
mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo,
suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la
bendición de no existir. A la tierra y al cielo, a los árboles, al
hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en la
conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.
¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura
desprovista de razón para pedirlo, lo que sólo negamos a los
infortunados de nuestra propia especie: la anhelada liberación, el
rito de compasión máxima, el golpe de gracia.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y
otra vez, sin resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus
lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre aquel pálido rostro. Ahora
no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos eran más
claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos.
Dio media vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los
cerdos, al verlo, alzaron los hocicos encarnados, lo miraron
suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al unísono,
se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente
astillada por un cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un
doloroso relincho. Madwell avanzó un paso, desenfundó el revólver, y
le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la
pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y
violenta. Pero al fin quedó inmóvil. Los tensos músculos de los
belfos, que habían desnudado los dientes en una mueca atroz,
parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió
un aspecto de profunda paz y reposo.
En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían
los últimos esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los
troncos de los árboles se había degradado a un gris tierno; en lo
alto de las copas anidaban las sombras como grandes pájaros oscuros.
Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se
extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin
embargo, ahí estaba, junto al animal muerto, desvinculado al parecer
de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en el suelo, la mano
izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De
pronto alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente
a su lado. Se arrodilló a medias, montó el arma, apoyó el cañón en
la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el gatillo.
No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo.
El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La
espuma que brotaba de ellos tenía un tinte sanguinolento. El capitán
Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los dedos de la
mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta.
La tendió recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no
temblaba. El mortecino fulgor que reflejaba la luz del cielo,
permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano
izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de
la espada sobre el corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando
la empuñadura con ambas manos, empujó con todas sus fuerzas. La hoja
se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se clavó en
la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra.
El moribundo encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el
brazo al pecho, sujetando el acero con tanta fuerza que los nudillos
de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero inútil
esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que
escapó un hilo de sangre, que se filtró sinuosamente por el roto
uniforme.
En ese momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de
arbustos que había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían
angarillas.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.
Ambrose Bierce (1842-1914)
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Creede Halcrow, hermano
de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico, saturnino.
Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las
circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en
activa animosidad. De no mediar la influencia moderadora de Caffal,
es indudable que cada uno de estos patriotas habría tratado de
privar a su país de los servicios del otro...
*
Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión
de avanzada, a una milla del cuerpo principal del ejército. Fue
atacado y casi rodeado en el bosque, pero mantuvo a pie firme el
terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor Halcrow se
dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo
el mayor:
-Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el
nacimiento de esa quebrada, y mantener la posición hasta nueva
orden. No necesito subrayarle el carácter peligroso de la maniobra,
pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a su
primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta
substitución. Es simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:
-Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado
sería un blanco perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que
usted valdría más si estuviera muerto.
Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la
réplica.
Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada
de su posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus
efectivos. Entre los muertos estaba el sargento Halcrow. Poco
después el regimiento debió replegarse a las líneas principales, y
al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.
El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.
El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado
uniforme dejaba ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca
habían sido arrancados y estaban dispersos por el suelo, con otros
fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba partido, y
parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había
mucha sangre derramada. La única herida visible era un ancho e
irregular desgarrón en el abdomen, sucio de tierra y hojas muertas,
por donde asomaba un extremo lacerado de intestino. En toda su
experiencia, el capitán Madwell no habla visto una herida semejante.
No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias
que la acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón
partido, las manchas de la piel. Se arrodilló para efectuar un
examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los ojos en varias
direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de
distancia, en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio
varios objetos oscuros que se movían entre los hombres caídos...:
una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los cuartos
delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la
cabeza baja era invisible. La erizada eminencia del lomo se
recortaba en negro contra el rojo poniente. El |