El Imparcial-Pagina 7-2

 

                                                                                                                              Pereira, Colombia - Edición: 12.480-60 - Fecha: 12-19-2018

 MAGAZÍN LITERARIO

 

 

especie de túnica de color azulado desvaído que, como observó el barón contemplándola atentamente, estaba ornamentada llevando por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd. También llevaba las piernas cubiertas por planchas de ataúd, a modo de armadura; y sobre el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía hecho con los restos de un paño mortuorio. No prestaba atención al barón, pues miraba fijamente el fuego.
 

-¡Hola! -exclamó el barón al tiempo que golpeaba el suelo con los pies para llamar su atención.
 

-¡Hola! -replicó el otro dirigiendo la mirada hacia el barón, pero sólo los ojos, no el rostro-. ¿Qué pasa?
 

-¿Que qué pasa? -contestó el barón sin acobardarse en lo más mínimo por la voz hueca y la mirada carente de brillo del otro-. Soy yo el que debería hacer esa pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?
 

 

-Por la puerta -contestó la figura.
 

-¿Quién es? -preguntó el barón.
 

-Un hombre -contestó la figura.
 

-No le creo -dijo el barón.
 

-Pues no lo crea -contestó la figura.
 

-Eso es lo que haré -replicó el barón.
 

La figura se quedó mirando un tiempo al osado barón de Grogzwig, y luego, en tono familiar dijo:
 

-Ya veo que nadie lo puede persuadir. ¡No soy un hombre!
 

-Entonces ¿qué es? -preguntó el barón.
 

-Un genio -contestó la figura.
 

-Pues no se parece mucho a ninguno -contestó burlonamente el barón.
 

-Soy el genio de la desesperación y el suicidio. Ahora ya me conoce.
 

Tras decir esas palabras, la aparición se puso de cara al barón, como si se preparara para una conversación; y lo más notable de todo fue que apartó el manto hacia un lado, mostrando así una estaca que le recorría el centro del cuerpo. Se la sacó con un movimiento brusco y la dejó sobre la mesa con el mismo cuidado que si se tratara de un bastón de paseo.
 

-¿Está dispuesto ya para mí? -preguntó la figura fijando la mirada en el cuchillo de caza.
 

-No del todo. Primero he de terminar esta pipa.
 

-Entonces aligere -exclamó la figura.
 

-Parece tener prisa -contestó el barón.
 

-Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora muchos asuntos de los míos en Inglaterra y Francia, y mi tiempo está ocupadísimo.
 

 

 

-¿Bebe? -preguntó el barón tocando la botella con la cazoleta de la pipa.
 

-Nueve veces de cada diez, y siempre con exageración

-replicó secamente la figura.
 

-¿Nunca con moderación?
 

-Jamás -contestó la figura con un estremecimiento-. Eso produce alegría.

 

El barón echó otra ojeada a su nuevo amigo, a quien consideró como un parroquiano verdaderamente extraño, y finalmente le preguntó si tomaba parte activa en acontecimientos como los que había estado contemplando.
 

-No -contestó la figura en tono evasivo-. Pero estoy siempre presente.
 

-Para contemplar imparcialmente, supongo -dijo el barón.
 

-Exactamente -contestó la figura jugueteando con la estaca y examinando la punta-. Dese toda la prisa que pueda, ¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora me necesita porque le aflige el tener demasiado dinero y tiempo libre, o eso me parece.
 

-¿Va a suicidarse porque tiene demasiado dinero? -exclamó el barón, realmente divertido-. ¡Ja, ja! Ésa sí que es buena.
 

(Aquella fue la primera vez que el barón se rió desde hacía mucho tiempo.)
 

-Le ruego que no vuelva a hacer eso -le reconvino la figura, que parecía muy asustada.
 

-¿Y por qué no? -preguntó el barón.
 

-Porque me produce un gran dolor. Suspire todo lo que quiera: eso me hace sentir bien.
 

Al escuchar la mención de la palabra, el barón suspiró mecánicamente; la figura, animándose de nuevo, le entregó el cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.
 

-Y, sin embargo, no es mala idea, un hombre que se suicida porque tiene demasiado dinero -comentó el barón al tiempo que sentía el borde del arma.
 

-¡Bah! No mejor que la de un hombre que se suicida porque no tiene nada, o tiene demasiado poco -contestó la aparición con petulancia.
 

No tengo manera de saber si el genio se comprometió sin intención alguna al decir eso o si es que pensó que la mente del barón estaba ya tan decidida que no importaba lo que dijera. Lo único que sé es que el barón detuvo al instante la mano, abrió bien los ojos y miró como si en ellos hubiera entrado por primera vez una luz nueva.


-Bueno, la verdad es que no hay nada que sea lo bastante malo como para quitarse de en medio por ello
-dijo Von Koëldwethout.

 

 

-Salvo las arcas vacías -gritó el genio.
 

-Bien, pero un día pueden llenarse de nuevo -añadió el barón.
 

-Las esposas regañonas -le reconvino el genio.
 

-¡Ah! Se las puede hacer callar -contestó el barón.
 

-Trece hijos -gritó el genio.
 

-Seguramente no todos saldrán malos -replicó el barón.
 

Evidentemente el genio se estaba enfadando bastante por el hecho de que de pronto el barón sostuviera esas opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se sentiría muy agradecido hacia él si le permitía saber cuándo iba a dejar de tomárselo a risa.

 

-Pero si no estoy bromeando, nunca estuve tan lejos de eso -protestó el barón.
 

-Bueno, me alegra oír eso -respondió el genio con aspecto ceñudo-. Porque una broma que no sea un juego de palabras es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone enseguida este mundo terrible!
 

-No sé -dijo el barón jugueteando con el cuchillo-.

Ciertamente que es terrible, pero no creo que el suyo sea mucho mejor, pues no tiene aspecto de encontrarse especialmente cómodo. Eso me recuerda que me sentía muy seguro de obtener algo mejor si abandonaba este mundo... -de pronto lanzó un grito y se incorporó-: nunca había pensado en esto.
 

-¡Concluya! -gritó la figura castañeteando los dientes.
 

-¡Fuera! -le contestó el barón-. Dejaré de meditar sobre las desgracias, pondré buena cara y probaré de nuevo con el aire libre y los osos; y si eso no funciona, hablaré sensatamente con la baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.
 

Tras decir aquello, el barón volvió a sentarse en la silla y rió con tanta fuerza y alboroto que la habitación resonó.

La figura retrocedió uno o dos pasos mirando entretanto al barón con terror intenso, y después recogió la estaca, se la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un aullido atemorizador y desapareció.

 
Von Koëldwethout no volvió a verla nunca. Una vez que había decidido actuar, inmediatamente obligó a razonar a la baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió muchos años después; no como un hombre rico que yo sepa, pero como un hombre feliz: dejó tras él una familia numerosa que fue cuidadosamente educada en la caza del oso y el verraco bajo su propia vigilancia personal. Y mi consejo a todos los hombres es que si alguna vez se sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les sucede a muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un cristal de aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados a irse sin permiso, que primero se fumen una gran pipa y se beban una botella entera, y aprovechen el laudable ejemplo del barón de Grogzwig.
 

"El Barón de Grogzwig", por el autor inglés Charles Dickens (1812-1870).

 

 

 

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