El Imparcial-Pagina 7

 

Pereira, Colombia - Edición: Edición: 12.480-60 - Fecha: 12-19-2018                                                                                                                             

 MAGAZÍN LITERARIO

 


El barón Von Koëldwethout, de Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven barón como cualquiera le gustaría ver uno. No es necesario que diga que vivía en un castillo, porque es evidente; tampoco es necesario que diga que vivía en un castillo antiguo, pues ¿qué barón alemán viviría en uno nuevo? Había muchas circunstancias extrañas relacionadas con este venerable edificio, entre las cuales no era la menos sorprendente y misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía en el interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles del bosque circundante, o que cuando brillaba la luna ésta se abría camino por entre determinadas pequeñas aberturas de los muros y llegaba a iluminar plenamente algunas zonas de los amplios salones y galerías, dejando otras en una sombra tenebrosa. Tengo entendido que uno de los antepasados del barón, que andaba escaso de dinero, le había clavado una daga a un caballero que llegó una noche pidiendo servidumbre de paso, y se supone que estos hechos milagrosos tuvieron lugar como consecuencia de aquello. Y, sin embargo, difícilmente puedo saber cómo sucedió, pues el antepasado del barón, que era un hombre amable, se sintió después tan apenado por haber sido tan irreflexivo, y haber puesto sus manos violentas sobre una cantidad de piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil, que construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo como saldo a cuenta.


El hecho de haber hablado del antepasado del barón me trae a la mente los vehementes deseos de éste de que se respete su linaje. Temo no poder decir con seguridad cuántos antepasados haya tenido el barón, pero sé que había tenido muchísimos más que cualquier otro hombre de su época, y sólo deseo que haya vivido hasta fechas recientes para haber podido dejar más en la tierra. Para los grandes hombres de los siglos pasados debió ser muy duro haber llegado al mundo tan pronto, pues lógicamente un hombre que nació hace trescientos o cuatrocientos años no puede esperarse que tuviera antes que él tantos parientes como un hombre que haya nacido ahora. Este último, quienquiera que sea -y por lo que nosotros sabemos lo mismo podría ser un zapatero remendón que un tipo bajo y vulgar-, tendrá un linaje más largo que el mayor de los nobles vivo actualmente; y afirmo que esto no es justo.


¡Bueno, pero el barón Von Koëldwethout de Grogzwig! Era un hombre guapo y atezado, de cabello oscuro y grandes mostachos que salía a cazar a caballo vestido con paño verde de Lincoln, con botas rojas en los pies, con un cuerno de caza colgado del hombro como el guarda de un campo muy amplio. Cuando soplaba su cuerno, otros veinticuatro caballeros de rango inferior, vestidos con paño verde de Lincoln un poco más basto, y botas de cuero bermejo de suelas un poco más gruesas, se presentaban directamente; y galopaban todos juntos con lanzas en las manos como barandillas de un área lacada, cazando jabalíes, o encontrándose quizá con un oso en cuyo último caso el barón era el primero en matarlo, y después engrasaba con él sus bigotes.


Fue una vida alegre la del barón de Grogzwig, y más alegre todavía la de sus partidarios, quienes bebían vino del Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa, y entonces encontraban las botellas en el suelo y pedían pipas. Jamás hubo calaveras tan festivos, fanfarrones, joviales y alegres como los que formaban la animada banda de Grogzwig.


Pero los placeres de la mesa, o los placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de variedad; sobre todo si las mismas veinticinco personas se sientan diariamente ante la misma mesa para hablar de lo mismos temas y contar las mismas historias. El barón se sintió aburrido y deseó excitación. Empezó a disputar con sus caballeros, y todos los días, después de la cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. Al principio aquello resultó un cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió monótono, el barón se sintió totalmente indispuesto y buscó, con desesperación, alguna diversión nueva.


Una noche, tras los entretenimientos del día e los que había ido más allá de Nimrod o Gillingwater, y matado «otro hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo, el barón Von Koëldwethout se sentó desanimado a la cabeza de su mesa contemplando con aspecto descontento el techo ahumado del salón. Trasegó enormes copas llenas de vino, pero cuanto más bebía más fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con la peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda lo imitaron de manera milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el uno al otro.


-¡Lo haré! -gritó de pronto el barón golpeando la mesa con la mano derecha y retorciéndose el mostacho con la izquierda-. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!


Los veinticuatro verdes de Lincoln se pusieron pálidos, a excepción de sus veinticuatro narices, cuyo color permaneció inalterable.


-Me refiero a la dama de Grogzwig -repitió el barón mirando la mesa a su alrededor.


-¡Por la dama de Grogzwig! -gritaron los verdes de Lincoln, y por sus veinticuatro gargantas bajaron veinticuatro pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo y extraordinario que se lamieron sus cuarenta y ocho labios, y luego pestañearon.


-La hermosa hija del barón Von Swillenhausen -añadió Koëldwethout, condescendiendo a explicarse-. La pediremos en matrimonio a su padre en cuanto el sol baje mañana. Si se niega a nuestra petición, le cortaremos la nariz.

 

   

El Barón de Grogzwig
 

Cuento. Texto completo

 

 

Charles Dickens

   

 o era astutamente descabalgado de cualquier antigua afición; y así, cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos cuarenta y ocho años, no tenía ya fiestas, ni  jolgorios, ni grupo de caza ni tampoco caza: en resumen, no le quedaba nada que le gustara o que hubiera solido tener; y así, aunque fue tan valiente como un león, y tan audaz como descarado, fue claramente despreciado y reprimido por su propia dama en su propio castillo de Grogzwig.

 

Y no acaban aquí todos los infortunios del barón. Aproximadamente un año después de sus nupcias vino al mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se dispararon muchos fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de vino; pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro joven barón, y así un año tras otro, o un barón o una baronesa (y un año los dos al mismo tiempo), hasta que el barón se encontró siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de esos aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy nerviosa y sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von Koëldwethout, y aunque no se sabe que la buena dama hiciera nunca nada real que contribuyera a la recuperación de su hija, seguía considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales sobre la forma en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el duro destino de su infeliz hija. Y si el barón de Grogzwig, algo herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se aventuraba a sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de otros barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las personas que se dieran cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con los sufrimientos de su hija; y con aquello, sus parientes y amigos comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho más que su yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése era el barón de Grogzwig.


El pobre barón lo soportó todo mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya más perdió el apetito y el ánimo, y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción. Pero todavía le aguardaban problemas peores, y cuando le llegaron aumentó su melancolía y su tristeza. Cambiaron los tiempos; se endeudó. Las arcas de Grogzwig, que la familia Swillenhausen había considerado inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la baronesa estaba a punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von Koëldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.


-No veo qué se puede hacer -dijo el barón-. Creo que me suicidaré.
 

Fue una idea brillante. El barón cogió un viejo cuchillo de caza de un armario que tenía al lado, y tras afilarlo sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos llaman «una oferta».
 

-¡Bueno! -exclamó el barón al tiempo que detenía la mano-. Quizá no esté lo bastante afilado.
 

El barón lo afiló de nuevo e hizo otro intento, pero detuvo su mano un fuerte griterío que se produjo entre los jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en un salón infantil situado arriba de la torre con barras de hierro por el exterior de las ventanas para impedir que se lanzaran al foso.


-Si hubiera sido soltero -dijo el barón suspirando-, podría haberlo hecho más de cincuenta veces sin que me interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la pipa más grande a la pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.
 

Una de las criadas ejecutó de la manera más amable posible la orden del barón en el curso de una media hora, y Von Koëldwethout, tras apreciar que así había sido hecho, se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación abovedada cuyas paredes, que eran de una madera oscura y brillante, relucían al fuego de los leños ardientes apilados en el hogar. La botella y la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general muy cómodo.
 

-Deja la lámpara -ordenó el barón.
 

-¿Alguna otra cosa, mi señor? -preguntó la criada.
 

-Soledad -contestó el barón. La criada obedeció y el barón cerró la puerta.
 

Fumaré una última pipa y luego pondré fin a todo -dijo el barón.
 

El señor de Grogzwig dejó el cuchillo sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se sirvió una buena medida de vino, se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas delante del fuego y se desinfló.
 

Pensó en muchísimas cosas, en sus problemas de hoy y en los días pasados, cuando era soltero, en los verdes de Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido dispersados por el país, sin que nadie supiera dónde estaban con la excepción de dos, que desgraciadamente habían sido decapitados, y cuatro que se habían matado de tanto beber. Su mente pensó en osos y verracos, cuando en el momento de beberse la copa hasta el fondo alzó la mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no estaba solo.
 

No, no lo estaba; pues al otro lado del fuego se hallaba sentada con los brazos cruzados una horrible y arrugada figura, de ojos profundamente hundidos e inyectados en sangre, rostro cadavérico de inmensa longitud ensombrecido por unas grejas enmarañadas y mal cortadas de cabellos negros recios. Vestía una

 

Un murmullo ronco se elevó entre el grupo; todos los hombres tocaron primero la empuñadura de su espada, y después la punta de su nariz, con espantoso significado.
 

¡Qué agradable resulta contemplar la piedad filial! Si la hija del barón hubiera suplicado a un corazón preocupado, o hubiera caído a los pies de su padre cubriéndolos de lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera desmayado y hubiera cumplimentado luego al anciano caballero con frenéticas jaculatorias, las posibilidades son cien contra una a que el castillo de Swillenhausen habría sido echado por la ventana, o habrían echado por la ventana al barón y el castillo habría sido demolido. Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero madrugador llevó la mañana siguiente la petición de Von Koëldwethout, y se retiró modestamente a su cámara, desde cuya ventana observó la llegada del pretendiente y su séquito. En cuanto estuvo segura de que el jinete de los grandes mostachos era el que se le proponía como esposo, se precipitó a presencia de su padre y expresó estar dispuesta a sacrificarse para asegurar la paz del anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus brazos e hizo un guiño de alegría.


Aquel día hubo grandes fiestas en el castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de Von Koëldwethout intercambiaron votos de amistad eterna con los doce verdes de Lincoln de Von Swillenhausen, y prometieron al viejo barón que beberían su vino «hasta que todo se volviera azul», con lo que probablemente querían significar que hasta que todos sus semblantes hubieran adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el momento de la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el barón Von Koëldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de regreso a casa.


Durante seis semanas mortales jabalíes y osos tuvieron vacaciones. Las casas de Koëldwethout y Swillenhausen estaban unidas; las lanzas se aherrumbraron, y el cuerno de caza del barón contrajo ronquera por falta de soplidos.


Aquellos fueron momentos importantes para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días elevados y triunfales estaban ya calzándose para disponerse a irse.


-Querido mío -dijo la baronesa.


-Mi amor -le respondió el barón.


-Esos hombres toscos y ruidosos...


-¿Cuáles, señora? -preguntó el barón sorprendido.


Desde la ventana junto a la que estaban, la baronesa señaló el patio inferior en donde, inconscientes de todo, los verdes de Lincoln estaban realizando copiosas libaciones estimulantes como preparativo para salir a cazar uno o dos verracos.


-Son mi grupo de caza, señora -le informó el barón.


-Licéncialos, amor -murmuró la baronesa.


-¡Licenciarlos! -gritó el barón con asombro.


-Para complacerme, amor -contestó la baronesa.


-Para complacer al diablo, señora -respondió el barón.


Entonces la baronesa lanzó un gran grito y se desmayó a los pies del barón.
 

¿Qué podía hacer el barón? Llamó a la doncella de la señora y rugió pidiendo un doctor; y luego, saliendo a la carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln que más habituados estaban a ello, y maldiciendo a todos los demás les pidió que se marcharan... aunque no le importaba adónde. No sé la expresión alemana para ello, pues si la conociera lo habría podido describir delicadamente.
 

No me corresponde a mí decir mediante qué medios, o qué grados, algunas esposas consiguen someter a sus esposos de la manera que lo hacen, aunque sí puedo tener mi opinión personal sobre el tema, y pensar que ningún Miembro del Parlamento debería estar casado, por cuanto que tres miembros casados de cada cuatro votarán de acuerdo con la conciencia de su esposa (si la tienen), y no de acuerdo con la suya propia. Lo único que necesito decir ahora es que la baronesa von Koëldwethout adquirió de una u otra manera un gran control sobre el barón von Koëldwethout, y que poco a poco, trocito a trocito, día a día y año a año el barón obtenía la peor parte de cualquier cuestión disputada,
 

 

 

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