MAGAZÍN LITERARIO |
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vía, en las curvas cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén no dejaba a uno tenerse en pie, te lanzaba de una pared a otra y hacía prever que de un momento a otro íbamos a volcarnos. Pensé: "Esto no marcha bien, esto no marcha bien, esto no va bien de ninguna manera". Así, literalmente. Pensé además: "¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!" Pues sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y he aquí que a esta ardiente y callada orden mía el tren se paró. Hasta aquel momento, en el coche-cama había reinado un silencio de muerte. Pero entonces cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres se mezclaron con roncas exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien gritar “socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de la expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, sólo que desfigurada por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí al pasillo, donde se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de su apartamento en pijama de seda y nos miró a todos con ojos extraviados.
Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces experimenté los efectos de mi sobresalto: cierta sensación de flaqueza en las espaldas, una imposibilidad pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado de manos ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos: las damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su alrededor.
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asientos estaban en gran parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar desgracias personales. Se hablaba de una anciana que había "salido despedida", pero nadie la había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados entre maletas y bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había quedado reducido a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba destrozado.
Un
empleado sin gorra corría de una a otra del tren: era el jefe de la
estación, quien a gritos y entre lágrimas recomendaba a los
pasajeros que guardaran disciplinas, despejaran la vía y entraran en
los vagones. Pero nadie le hacía caso, porque no llevaba gorra y su
actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre hombre! En él recaía toda la
responsabilidad. Tal vez aquel accidente representase el fin de su
carrera y la ruina de su vida. No hubiese sido discreto preguntarle
sobre los equipajes.
-Bueno,
bueno, ¿qué pasa? ¡Ay señor! Me quedé cogido en medio de todo
aquello. No podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!
Aquel
“escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa; desde luego, aquel
hombre no empleaba con propiedad la palabra "escapar". No pensaba
tanto en su accidente como en la reseña periodística de su
accidente. Pero, ¿de que me servía esto? Aquel hombre no estaba en
condiciones de informarme sobre mi manuscrito. Y me dirigí a un
joven que venía sano y salvo del lugar del accidente, aunque muy
serio y excitado para preguntarle sobre el equipaje.
-Pues
verá, señor, nadie lo sabe...
-¿Cómo
está aquello?
Y por su
tono comprendí que debía alegrarme de haber salido con todos los
miembros ilesos.
-Todo
está revuelto. Zapatos de señora... -dijo con un salvaje acento de
destrucción y arrugando la nariz-. Los trabajos de descombros nos lo
dirán. Zapatos de señora. En ésta estaba yo. Como un solitario en la noche, entre las vías, examinaba mi corazón. Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi manuscrito tenían que hacer. Probablemente estaría destruido también, despedazado, triturado. Mi colmena, la materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo con aquellas condiciones? No tenía copiado aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba con vida y sonidos propios... Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas y dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y saqué la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí, con la paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le ha destruido la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su propia carne... tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento de confusión y perplejidad, y, quizás esta vez resultará un poco más fácil...
Pero, mientras tanto, habían llegado los bomberos con antorchas que arrojaban una luz rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí hacia la parte delantera del tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que estaba casi intacto y que no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías desparramados por el suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una inmensa cantidad de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra.
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hecho un acordeón y el tren se habría precipitado por la gran pendiente que se abría a la izquierda.
¡Magnífico conductor! No había aparecido por allí, nadie lo había visto; sin embargo, su fama se extendió por todo el tren y a todos lo elogiábamos en su ausencia.
Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía y, en consecuencia, era preciso asegurar las espaldas, para que otro tren no se le echara encima por detrás. Y así algunos bomberos se colocaron en el último vagón con hachones, e incluso aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus “zapatos de señora”, había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro haciendo señales, por más que no se veía ningún tren por los alrededores.
Pero,
¿quién sube en estos momentos ayudada por dos bomberos? Una anciana,
una abuelita con una deshilachada mantilla sobre la cabeza, la misma
que en Munich estuvo a punto de subirse a un vagón de segunda clase.
-¿Es de primera este vagón? -pregunta sin cesar-. ¿Es cierto que este vagón es también de primera?
FIN
Paul Thomas Mann fue un novelista alemán, escritor de relatos cortos, crítico social, filántropo, ensayista y ganador del Premio Nobel de Literatura en 1929. Sus novelas y novelas épicas altamente simbólicas e irónicas son notables por su comprensión de la psicología del artista y del intelectual.
Fallecido el 12
de agosto de 1955 en Zürich, Suiza.
Películas: Muerte
en Venecia, Buddenbrooks, La montaña mágica, MÁS Niños: Klaus Mann, Erika Mann, Golo Mann, Elisabeth Mann Borgese, Monika Mann, Michael Mann |
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