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¿Hay que contar algo?
¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo.
Una vez -de esto hace ya dos años- estuve presente en un accidente
ferroviario. Todos sus pormenores parecen estar ante mis ojos.
No fue un accidente de primera categoría, uno de estos clásicos
“acordeones” con “docenas de personas desfiguradas” entre los
hierros, etc., etc. No. Sin embargo, fue un accidente ferroviario
auténtico, con todos sus requisitos circunstanciales, y, por
añadidura, durante la noche. No todos han vivido un suceso como
éste, y por esto quiero contarlo lo mejor posible.
Me dirigía, en aquella ocasión, a Dresde, invitado por un grupo de
amantes de las buenas letras. Era, pues, un viaje artístico y
profesional, uno de estos viajes que no me disgusta emprender de vez
en cuando. Al parecer, uno representa algo, ha entrado en la fama,
la gente aplaude su presencia; no en vano se es súbdito de Guillermo
II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente su
fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días
en el “ciervo blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de
“aplicación” me venía la inspiración, para trabajar también un poco.
Con este propósito había puesto mi manuscrito en el fondo de mi
maleta, con mis apuntes, un inmenso legajo de cuartillas envuelto en
papel de embalar de color parduzco y atado con un fuerte cordel que
ostenta los colores bávaros.
Me gusta viajar con comodidad, especialmente cuando me pagan el
viaje. Utilizaba, por consiguiente, los coches-camas; el día antes
había encargado un departamento de primera clase, y ahora me
encontraba instalado en él. Sin embargo, tenía fiebre, fiebre de
viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones, pues salir de
casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje
nunca llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien
que el tren de la noche para Dresde sale todas las tardes de la
Estación Central de Munich y llega a Dresde por la mañana. Pero,
cuando viajo solo en tren y mi suerte está unida a la suya, la cosa
se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza la idea de
que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error
irracional tiene naturalmente como consecuencia, una excitación
interna, profunda, que no me abandona hasta que no he dejado tras de
mí todas las formalidades del viaje, el trabajo de hacer las
maletas, el trayecto de casa a la estación en un taxi cargado de
bártulos, la llegada a la estación, la facturación del equipaje, y
hasta que no me sé definitivamente bien instalado y en seguida.
Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo
el cuerpo, el espíritu se interesa por otras cosas, la gran
atracción de lo lejano se descubre tras la bóveda de vidrio y el
corazón goza de la placentera espera.
Así sucedió también aquella vez. Había dado una buena propina al
mozo que trajo mi equipaje de mano, y él había cogido satisfecho las
monedas y me había deseado un buen viaje. Estaba yo entonces fumando
mi cigarrillo de la tarde en el pasillo del coche-cama, recostado en
una ventana y mirando el tráfago del andén. Se oían silbidos y
chirridos de ruedas, carreras apresuradas, despedidas y el voceo
salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y sobre todo
este ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la
neblina de aquella tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una
carretilla cargada de grandes maletas hacia la parte delantera del
tren, donde estaba el furgón del equipaje. Reconocí mi maleta por
ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella, una entre
tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno,
pensé... no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”... Miren
a ese revisor con bandolera de piel,
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Accidente ferroviario
[Cuento: Texto completo]
Thomas Mann
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Luego me retiré dentro del vagón. El coche-cama no estaba ocupado
del todo; había un departamento vacío junto al mío, y, como no
estaba arreglado para dormir, decidí acomodarme en él, para leer un
rato con tranquilidad. Así pues, fui por mi libro y me dirigí allí.
El sofá estaba forrado de seda color salmón, en una mesita plegable
había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara. Yo
leía y fumaba cómodamente sentado.
El encargado del coche-cama entra servicial, me pide el billete de
coche-cama y yo se lo pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha
cortesía -aunque por pura obligación-, omite darme las “buenas
noches” -saludo estrictamente personal- y se va para llamar la
puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera sido mejor pasar
de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y de que el
caballero no quería dejar ver a su perro, fuera que ya se había
acostado, lo cierto es que se puso terriblemente furioso, porque se
atrevían a molestarlo.
Y, a pesar del traqueteo
del tren, percibí a través de la delgada pared el estallido
irreprimido y elemental de su cólera.
-¿Qué pasa? -gritó-. ¡Déjeme en paz... rabos de mico!
Empleó la expresión “rabos de mico”, una expresión de buena
sociedad, de señor y de caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el
empleado optó por ir a las buenas, pues, por fas o por nefas, tenía
que comprobar el billete del caballero. Salí al pasillo para seguir
mejor el incidente, y fui testigo de cómo, al final, la puerta del
caballero se abrió un poco de empellón y el billete salió disparado
a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y
rabia. El empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de
que uno de sus bordes se le había metido en el ojo haciéndole saltar
las lágrimas, juntó las piernas y saludó militarmente con las manos
en la gorra. Algo perturbado, volví con mi libro.
Considero que por unos instantes los inconvenientes y las ventajas
de fumarme otro cigarro, y encuentro que no hay nada mejor. Así
pues, me fumo otro mientras sigo leyendo entre el traqueteo del
tren, y me siento a gusto e inspirado. El tiempo pasa, son las diez
o las diez y media o tal vez más. Los pasajeros del coche-cama ya se
han ido a descansar, y al final me decido a hacer lo mismo.
Me levanto, pues, y me dirijo a mi departamento. Es una alcoba
pequeña, pero perfecta y lujosa, con tapices de piel estampada,
perchas y una jofaina niquelada. La cama está arreglada con ropas
limpias y blancas, y el cubrecama recogido en forma que convida a
echarse.
"Oh, gran era moderna -pienso-. Uno se mete en esta cama como si
estuviera en casa, se traquetea un poco durante la noche, y he aquí
que por la mañana se encuentra ya en Dresde".
Cojo mi bolsa de mano de la red para sacar mis útiles de aseo. Con
los brazos extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese
preciso instante ocurrió el accidente. Lo recuerdo como si fuese
ahora. Hubo una sacudida... Pero con “sacudida” se dice muy poco.
Fue una sacudida que al instante se caracterizó por una manifiesta
malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal violencia
que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo
fui despedido contra la pared, resultando con las espaldas
adoloridas. No hubo tiempo para reflexionar, pues a continuación
siguió un espantoso vaivén del vagón, que, mientras duró, dio motivo
suficiente para amedrentar al más pintado. Un vagón del tren se
balancea en los cambios de
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frondoso
mostacho de sargento de policía y mirada enfurruñada y alerta. Miren
con qué brusquedad impone su autoridad a aquella anciana de mantilla
negra y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al vagón de
segunda clase. Este hombre es el estado -nuestro padre- la autoridad
y seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo,
muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con
él como en el seno de Abraham.
Un señor con polainas y
gabán de entretiempo se pasea por el andén y lleva un perrito atado
con una correa. Nunca vi un perrito tan mono. Es un dogo regordete,
brillante, musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado y
gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que
divierten al público corriendo alrededor de la pista con todas las
fuerzas de su pequeño cuerpo. El perro lleva un collar de plata, y
la correa de la que es conducido es de piel trenzada y de color.
Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor con
polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo
lleva un monóculo que hace más severo todavía su semblante, y las
puntas de su bigote se le levantan tercamente, dando a la comisura
de sus labios y a su barbilla una expresión de despecho y firmeza.
Dirige una pregunta al revisor de aire marcial, y aquel hombre
simplón, que se da perfecta cuenta de con quién tiene que
habérselas, le responde saludándolo con la mano en la gorra. Luego
el caballero continúa su paseo, satisfecho de la impresión que causa
su persona. Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas; su
rostro es frío, cáustico, y no se amedrenta ante hombres ni cosas.
Es evidente que nunca ha experimentado la fiebre de los viajes; es
para él una cosa tan normal y corriente que no le constituye ninguna
aventura. Se encuentra como en su casa, tranquilo y sin miedo de las
instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica: es un
caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada.
Cuando cree que es hora, sube al tren (el revisor acababa de
volverse de espaldas). Pasa por detrás de mí en el pasillo y, aunque
choca conmigo, no dice “perdón”. ¡Qué caballero! Pero esto no es
nada en comparación con lo que sigue. ¡El caballero, sin pestañear
siquiera, se introduce en su departamento con el perro!
Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de
mí, a introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en
virtud de sus derechos de caballero en la vida y cierra la puerta
tras de sí.
El jefe de estación tocó su silbato, la locomotora respondió con el
suyo, y el tren se puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un
rato en la ventana. Vi a los que se quedaban en tierra hacer señas
con la mano, vi los puentes de hierro, vi las luces que oscilaban y
pasaban...
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