MAGAZÍN LITERARIO |
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De inmediato, a la primera mirada, comprendió que la mujer, para entretenerse durante la espera, se había preparado a sí misma y al cuarto de manera que él, al llegar desde la noche fría y lluviosa, recibiera inmediatamente la impresión de una intimidad afectuosa y confortante. Sólo estaba encendida la lámpara de la cabecera, y ella la había envuelto con su camisa de seda rosa para que la luz fuera cálida y discreta; en una mesita estaban preparadas la tetera y las tazas; su bata de seda, desplegada en una butaca, y sus pantuflas afelpadas puestas en el suelo, bajo la bata, parecían dispuestas a saltar encima de él y a revestirlo, tan grande era el cuidado con que habían sido arregladas. Pero el malhumor que le inspiraron estas atenciones casi conyugales se redobló cuando vio que la mujer, para recibirlo dignamente, había tenido la idea de ponerse un pijama suyo. La mujer estaba tendida de lado sobre la colcha amarilla y suntuosa de la cama, y el pijama de grandes rayas azules, demasiado estrecho para sus caderas amplias y rotundas y para su pecho lleno y prominente, mal abrochado y mal puesto, la obligaba a adoptar una torpe e inconveniente actitud, que contrastaba desagradablemente con sus cabellos, negros y largos, y con la expresión plácida e indolente de su rostro. Todo esto lo observó Lorenzo en la primera y aguda ojeada que echó al cuarto. Luego, sin decir palabra, se sentó sobre la colcha, al borde de la cama.
-¿Sigue lloviendo? -preguntó por fin la mujer, mirándolo con una serena e inerte curiosidad y acurrucándose junto a él, como si hubiera percibido inconscientemente la crueldad que había en los ojos inmóviles y absortos de Lorenzo.
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FINAL DE
UNA RELACIÓN
Por Alberto Moravia
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una ojeada a la mujer, allá sobre la cama, y veía cómo cada vez que sus miradas se detenían en ella cambiaba atemorizada de actitud, ora cubriéndose el regazo, ora sacudiéndose los cabellos, ora poniendo una mano sobre los pies aplastados por los pesados muslos, sin dejar de seguir con sus ojos intimidados su silencioso ir y venir. «Me quiere -pensaba mientras tanto-. ¿Cómo puede decir que me quiere si ni siquiera remotamente sabe cómo soy ni quién soy?»
Ante estas palabras
detuvo el vaso que se estaba llevando a los labios y se demoró un
momento observándola: con el rostro desconcertado y suplicante, con
los cabellos blandamente esparcidos sobre el pecho y los brazos, con
el cuerpo blanco y lleno, enteramente plegado y recogido, le pareció
que su amante no habría podido dar a entender más claramente su
propia ceguera ante lo que ocurría. Sin responderle, bebió y dejó el
vaso sobre el bargueño.
Se echó el pelo hacia
atrás, sobre los hombros, con un gesto pleno de indiferencia y de
seguridad, bajó de la cama e hizo un ademán para acercarse a la
butaca donde había dejado sus ropas. En estas palabras y en esta
actitud sólo había la serenidad indolente y un poco bovina con que
la mujer lo hacía todo. Pero a Lorenzo, irritado, le pareció
descubrir una ironía insolente y despreciativa; y de golpe le
acometió un cruel deseo de humillarla y castigarla. Se encaminó
rápidamente hacia su ropa, la cogió y empezó a recorrer la
habitación lentamente, tirando las prendas al suelo una a una y
preocupándose de elegir los sitios más recónditos y difíciles. «Así
tendrá que inclinarse al suelo para recogerlas», pensaba; y le
parecía que no podía haber nada más humillante para su querida,
desnuda como estaba, que esta ridícula y penosa búsqueda. -Y ahora recógelas -dijo, volviéndose hacia la cama.
-Te has vuelto loco -dijo por fin, tocándose la frente con el dedo en un gesto expresivo.
Se miraron. Después la mujer se encogió de hombros con indiferencia, bajó de la cama e inclinándose aquí y allá, sin la menor vergüenza, recorrió el cuarto recogiendo las ropas que Lorenzo había tirado al suelo. Hundido en su butaca, Lorenzo la seguía atentamente con la mirada; la veía, blanca y ligera, recorrer la oscura habitación, ora doblándose con la cabeza hacia abajo y las nalgas al aire, ora agachándose diligentemente con la cara pegada al suelo y el pelo esparcido alrededor, ora inclinándose hacia un lado con los senos colgantes y un pie en el aire; y le parecía que se había castigado a sí mismo en vez de a su amante; porque, mientras ella no parecía experimentar vergüenza ni humillación, y sí solamente fastidio, a él, que la miraba con crueldad, le parecía en cambio que aquellas grotescas actitudes de animal torpe destruían el deseo y también cualquier sentimiento de humana simpatía. Todo estaba perdido -reflexionaba, lleno de sufrimiento-, jamás podría salir de estas condiciones de disgusto y de desilusión; incapaz de amar, semejante a un hombre que se hunde en la arena, el menor esfuerzo que hiciera para despertar su sentimiento muerto lo hundiría un poco más en este pantano de la crueldad y de la fría práctica. Absorto en estos pensamientos, le parecía ver desde muy lejos, envuelta ya en un aire funesto e irreparable de ruptura, a su amante, que comedidamente se iba vistiendo una prenda tras otra del otro lado de la cama.
Un minuto después la
puerta de la casa se cerró de golpe en el vestíbulo, y sólo entonces
Lorenzo, saliendo bruscamente de su amarga distracción, advirtió que
se había quedado solo. Permaneció inmóvil durante mucho rato, contemplando la colcha amarilla e iluminada de la cama, en cuyo centro persistía aún el hueco que había excavado al yacer el cuerpo de su amante. Por último, se levantó, fue a la ventana y la abrió. Ya no llovía fuera de la habitación cálida y cerrada, frente a la fresca noche invernal; sintió que su mente, como una jaula repleta de malignas arpías, se vaciaba de pronto, quedando vacía y sucia. Estaba quieto, sus ojos veían el negro y confuso terreno en construcción que había bajo la casa, con sus montones de inmundicias, los hierbajos y unas formas cautas y lentas que debían de ser gatos famélicos; sus oídos percibían los rumores de la cercana avenida, bocinas de automóviles, chirridos de tranvías, pero su pensamiento permanecía inerte y sólo creía existir a través de aquellas laceraciones solitarias y casuales de los sentidos. «Como yo, más aún, mejor que yo -pensaba mientras observaba las sombras móviles y cautelosas de los gatos sobre los blancuzcos montones de basura-, esos gatos oyen los ruidos, ven esas cosas; ¿qué diferencia hay entre yo, que soy hombre, y esos gatos?» Esta pregunta le parecía absurda, pero al mismo tiempo comprendía que en el punto al que había llegado lo absurdo y lo real se confundían estrechamente, hasta no distinguirse uno de otro. «¡Qué desdichado soy! -comenzó luego a murmurar en voz baja, sin apartarse del antepecho-. ¿Cómo me las he arreglado para verme reducido a tanta desdicha?» De pronto se le ocurrió la idea de quitarse una vida ya tan vacía e incomprensible; le pareció que el suicidio era fácil y maduro, como un fruto que le bastaría con tender la mano para coger; pero además de una especie de desprecio ante una acción que siempre había considerado como una debilidad, además de un sentido casi de deber, le pareció que lo retenía una esperanza extraña y, en su presente condición, inesperada: «No vivo -pensó de repente-, estoy soñando. Esta pesadilla no durará lo bastante para convencerme de que no se trata de una pesadilla, sino de la realidad. Y un día me despertaré y reconoceré el mundo, con el sol, las estrellas, los árboles, el cielo, las mujeres y todas las demás cosas hermosas; hay que tener paciencia; el despertar no puede tardar.» Pero el frío nocturno lo iba penetrando lentamente; al fin reaccionó y, cerrando la ventana, volvió a sentarse en la butaca, frente a la cama vacía e iluminada.
FIN
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-Llueve -contestó él.
Hubo un nuevo silencio, la amante le dirigió tres o cuatro preguntas, recibiendo siempre las mismas breves y angustiadas respuestas, y en seguida le preguntó:
Y, mientras hablaba así,
se arrastró hasta él y se acurrucó a su lado.
-¿Qué tienes? -repitió
anhelante, con un principio de aprensión en sus hermosos ojos,
negros e inexpresivos.
Al verla tan cerca, viva
y ansiosa, y al mismo tiempo tan remota a causa de su malestar,
Lorenzo sintió que un mutismo árido y angustioso oprimía su
garganta. «Quizá toda la culpa sea de ese maldito pijama que se le
ha metido en la cabeza ponerse», pensó. Y, mientras contestaba que
no tenía nada, intentó quitarle la chaqueta de gruesas rayas con
manos desmañadas e impacientes. Creyendo que el joven quería desnudarla para acariciarla mejor, bastante satisfecha por poder atribuir su inquietante silencio a una turbación de los sentidos, la mujer se apresuró a deshacerse del pijama y, desnuda y plácida, se tendió de nuevo en la actitud de pasiva espera en la que Lorenzo la había encontrado al entrar en el cuarto. Siempre sin decir una palabra, él se sentó a su lado y comenzó a acariciarla de manera distraída y preocupada, casi sin mirarla y como pensando en otra cosa. Sus dedos se enredaban ociosamente en los negros cabellos, desordenándolos y volviéndolos a alisar, su mano se posaba abierta e insegura ora en su pecho desnudo, como si quisiera sentir la tranquila respiración que lo animaba a intervalos, ora sobre el vientre, como teniendo la curiosidad de sorprender bajo su amplia e inmóvil blancura el latido del deseo; pero, en realidad, para él era como tocar un tronco exánime e informe; con lucidez, mientras lo acariciaba, advertía que no experimentaba ningún amor por aquel hermoso cuerpo y que ni siquiera percibía su vida, fuera aliento o deseo; y esta irremediable sensación de alejamiento se agudizaba dolorosamente debido a las miradas angustiadas e interrogativas con las que su amante no dejaba de examinarlo, como un enfermo tendido en la camilla de hierro de un médico. Luego, Lorenzo se acordó de pronto del tranquilo e indiferente disgusto con que un gato suyo, cuando ya no tenía hambre, desviaba el hocico ante el plato que se le ofrecía.
-¿Qué animal, Renzo?
-preguntó, inquieta, la mujer-. ¿Qué te pasa? Lorenzo no contestó nada a esta pregunta, pero al mirarla, con ojos aguzados por el árido sufrimiento que le oprimía, su vista se detuvo en la mano con la cual -en un gesto lánguido y patético de inconsciente defensa- ella se cubría el pecho. Era una mano bastante bonita y más bien grande, ni demasiado gordezuela ni demasiado nerviosa, blanca y lisa, y llevaba en el anular un sencillo anillo de bodas.
-¿Qué anillo es ése?
-preguntó, indicando la mano.
La amante, sorprendida,
bajó los ojos sobre su pecho.
Hubo de nuevo un breve
silencio; Lorenzo trataba en vano de dominar el extraño y cruel
sentimiento que se había apoderado de él. Después: Si le hubiera dicho que era de madrugada y que el sol estaba a punto de salir, la mujer no se habría quedado más asombrada. Con todos los signos de una sorpresa dolorida y aprensiva, se sentó en la cama y lo miró.
Absolutamente incapaz ya de contenerse, Lorenzo sacudió con violencia la cabeza y no contestó.
Más que la vergüenza de la que Lorenzo hablaba, parecía que la mujer experimentaba una sensación de espanto. Replegando las piernas bajo los muslos, se incorporó aún más en la cama, y al hacer este gesto sus largos y negros cabellos cayeron sobre su pecho y sus hombros; en seguida, suplicante y cohibida, puso una mano en la mejilla del joven.
-Tienen que ver
-contestó Lorenzo; y con un rudo movimiento de la cara apartó
aquella mano afectuosa. Sin comprender, perpleja, la amante se calló
un rato, mientras lo observaba.
-Pero yo te quiero
-objetó por último, dejando al descubierto la verdadera naturaleza
de su preocupación-. ¿Es que crees que no te quiero? Su sinceridad era evidente; pero volvía a hacer sentir a Lorenzo su propia incapacidad para hablar, sin mentir, el vago e impreciso lenguaje del amor; y esto ensanchó la distancia que ya los separaba. Durante mucho tiempo, mudo y trastornado, él la miró sin moverse. «Lo malo es que yo no te quiero», le habría gustado contestar. En vez de ello se levantó y comenzó a pasear de arriba a abajo por la amplia habitación llena de sombra. De vez en cuando lanzaba |
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