|
Con el alba
irrumpió en la casa de la profesora Nancy un horripilante abejón
negro.
Revoloteó en forma desmañada por toda la terraza y luego en el
corredor, zumbando aterradoramente como una motosierra. Ella se
espantó al ver su naturaleza monstruosa y experimentó una sensación
de electrocución que la paralizó por completo hasta que se hubo
marchado. Luego retomó el cuidado de sus rosas y cayenas del
antejardín.
Era un amanecer esplendente, que preludiaba otro día de fuego. El
clima estaba realmente cambiado, ya no hay un solo día fresco en
meses. Cundía una poderosa calma que bien representaba el ámbito
habitual del lugar; las flores marchitas del roble que custodia el
portón del patio se precipitaban como gotas de rocío, y la sombra
bruna y seductora que entintaba la calle invitaba al ocio que nunca
está al alcance de quienes tienen que llevar todos los días pan a su
mesa.
Después de regar las plantas restituyó el orden acogedor del
interior de su morada de soltera, lo cual le tomó la mitad de la
mañana. En seguida de una revitalizadora ducha se entregó a la tarea
de revisar los exámenes de sus alumnos que debía devolver
calificados el lunes venidero y no supo a qué hora se le vino el
cenit encima. A toda carrera preparó su almuerzo y comió con el
apetito de una leona de jaula. Luego quedó a merced del letargo que
sucede a la saciedad.
Al aproximarse el crepúsculo de la tarde se sentó a la puerta de
calle, con la disposición de proseguir la lectura de “Barrabás”, la
novela de Par Lagerkvist cuya temática religiosa la seducía
hondamente, pero no logró avanzar más de dos páginas debido a que un
grupo de chicos, entre ellos varios de sus educandos, que a modo de
entretención le arrebataban a los transeúntes ocasionales sus
objetos personales que portaban a la vista (gorras, lapiceros,
pañoletas, entre otros) para luego devolvérselos tras hacerse
perseguir por ellos un rato, no la dejaba concentrarse.
Para colmo un solípedo hecho lujuria y su hembra, que lo rechazaba a
punta de coces, estuvieron al borde de arrollarla cuando cruzaron
cerca de no ser porque logra levantarse a tiempo del asiento. No
siendo poco esto, por los lados del parque llegaba una discusión tan
encendida entre una pareja que le era difícil reconocer debido a que
la larga cabellera de ambos ni siquiera permitía identificar quién
era el hombre o la mujer. Según alcanzaba a oír la causa de la pugna
era el dinero, lo cual vino a corroborarle que en los límites entre
el amor y el odio habita el maldito interés.
Sin embargo, un suceso más vino a perturbarla de tal modo que
cualquiera que hubiera visto cuan pálida se puso acabaría por
asegurar que el espíritu se le había desprendido del cuerpo, como
las hojas en otoño. Se trató de la presencia arrolladora de los
hombres más temidos del país, que marchaban a esa hora hacia la
periferia con su fusilería a la vista de todo el mundo en una fila
que prometía no tener fin. Fue en aquel momento que admitió la
veracidad del pavor que producen las armas.
Los pasos de alguien detrás suyo la hizo voltear la cabeza en forma
frenética. Era Rebeca, la que vive al fondo de la cuadra, que se
acercaba a ritmo de procesión religiosa hacia ella. Cuando la tuvo
enfrente aún el corazón se le quería quebrar como un cristal. En
seguida la autorizó ingresar a la cocina para que recogiera los
desperdicios de la comida que a diario viene a buscar para su piara,
antes que se lo pidiera. A su regreso la entretuvo con algunos
comentarios referentes al clima del día, las matas de su jardín, y
el tránsito inesperado por ahí de aquel batallón de la muerte que
acababa de cruzar, pero compartió con mayor interés el suceso
relacionado con el abejón de la mañana.
- Eso es que va a tener visita, doña – le vaticinó Rebeca con la
seguridad de quien sabe lo que dice. Un amor, tal vez.
- Yo no creo en consejas – dijo la maestra, sonriendo, pero Rebeca
no le entendió su terminología extraña y se despidió.
La noche envolvió todo en pocos minutos. La luz eléctrica pinceló de
amarillo el área debajo de los postes y el frontispicio de las casas
cerradas. Ya en su lecho las palabras de Rebeca retornaron a su
cabeza con tanto peso que no resistió la tentación de darles
credibilidad. Y se entusiasmó aún más al observar que aquel amor
acabaría por fin con la inagotable sed de cariño que la ahoga y el
eremitismo al que la arrojó el gobierno trasladándola a aquel sitio
desligado de su mundo. Estaba cansada de ser vista únicamente a
través de su labor y añoraba la informalidad y una relación íntima
con alguien corriente. Cosa que era verdad pues sólo se dirigían a
ella para tratar asuntos del colegio.
Al día siguiente, cual criatura desamparada ansiosa de un milagro,
se asomaba a cada rato a la ventana. Era tal la expectación que
renunció ir a ducharse y únicamente se retocó un poco el rostro para
espantar los efectos del insomnio por el temor de que la esperada
visita apareciera justo entonces y no pudiera atenderla. Tampoco
sacó tiempo para cocinar y aguantó hambre todo el día pese a que el
estómago después de las doce del mediodía no paró de gruñirle como
fiera salvaje. Aún sus necesidades orgánicas las aplazó y cuando el
cuerpo le exigió reposo se resistió con tal bravía que los gestos
que afloraban en su cara parecían los de alguien víctima de una
cruel tortura. Hubo un instante, ya en la tardecita, en que la
asaltó el desespero, se comía las uñas, se rascaba la cabeza sin
tener motivo, y llegó a golpearse la frente al tratar de ver más
allá de donde se lo consentía el enrejado de la ventana.
Pero el día acabó y
nadie llegó. Estaba triste y frustrada cuando el sol se escurrió
tras la cima del |
|
El amante de la maestra
Por Nadim Marmolejo Sevilla |
|
En el trayecto hacia el cuarto sus pasos tropezaron con el quicio de
la entrada y trastabilló. En ese instante infortunado reconoció que
estaba exhausta de tanto correr dentro de la casa como loca y
determinó darse un alivio rápido. Sólo que al sentarse en la
mecedora sucedió que todo alrededor suyo se detuvo
intempestivamente. El reloj de la pared dejó de andar, la sombra del
totumo del patio se estancó, los periquitos verdes detuvieron sus
acrobacias en la jaula, el silencio se hizo mudo, y hasta el aire
paró de entrar y salir por su nariz, como en un retrato de otro
siglo. Tan extraordinario acontecimiento la obligó a saltar de la
silla y se puso de nuevo a moverse de aquí para allá y viceversa con
tal de que el tiempo no le jugara una mala pasada. Lo que en verdad
quería era que las horas corrieran como ella y llegara cuanto antes
el instante feliz que añoraba desde ayer. La curiosidad le socavaba
las entrañas, como el hambre que le producía no haber comido nada en
las últimas cuarenta y ocho horas. Y yendo a la ventana, luego a la
sala, después a la cocina, al baño, al patio, y a donde se le
antojara transcurrió el resto de la tarde.
Por la noche,
estando de vuelta en la ventana, una pareja de jóvenes cruzó por la
casa sin hacerle el más mínimo caso. Notó que cambiaban de color
cada vez que se daban un beso y que iban regando por el aire un
aroma confuso que bien podría ser la mezcla abrupta de sus perfumes
distintos pues ella no lo reconoció. Los envidió con toda las
fuerzas de su ser. Al cabo de las siete se deshizo el moño de su
cabeza y permitió que el cabello le cayera como cascada sobre la
espalda. A la cama se metió a las nueve; en el noticiario de la
televisión se enteró de la tragedia que ocasionó el ejército de
bárbaros que el sábado pasado vio cruzar hacia el otro lado. Igual
que en las veces anteriores las nuevas trece víctimas también fueron
aserradas. Y apagó el aparato cuando aparecieron las autoridades con
la misma retahíla de que el abominable crimen no quedaría en la
impunidad.
Tenía como
propósito otra vez permanecer despierta. Sólo que el sueño termina
por someter al más entrenado en la vigilia y antes de la medianoche
sucumbió a su dulce tentación. En la hora de las doce en punto,
sorpresivamente un cuerpo fornido se posó sobre el suyo y la
despertó. No se atemorizó, como hubiera sido lógico, ya que el dedo
índice del hombre le cerraba sus labios habilidosamente indicándole
no gritar. Los brazos fuertes del intruso la despojaron luego de su
pijama, rodearon su corporalidad ya sin fuerza vital, sintió su
desaliñado ímpetu de poseerla, fue consecuente con sus apurados
jugueteos eróticos, y a poco se vio arrastrada por una corriente
poderosa semejante al caudal de una represa rota. El ardiente cauce
por donde la condujo aquel desbordamiento remató, como lo deseó
durante la espera, en el mar de la felicidad total, esa que sólo es
posible cuando se concreta una ilusión. El anónimo personaje puso
fin a su asalto carnal antes de que ella se repusiera de los efectos
sedantes del acto. No supo quién era, simplemente comprendió que
había valido la pena su larga y angustiante espera.
Por la mañana, lo
primero que hizo fue encender el cigarrillo que no pudo disfrutar
después de hacer el amor con aquella bestia invisible y mientras lo
consumía no descubrió ni un ápice de arrepentimiento de lo ocurrido.
Por el contrario, el corazón se le aceleró, como si quisiera
rompérsele en pedazos, al imaginar una segunda cita. Como la puerta
de la habitación había quedado entreabierta, no tuvo que aguzar la
vista para enterarse de que ya era tarde. Corrió entonces a
prepararse para ir al colegio. Durante el baño una inquietud
terrible la embargó al pensar que su amante clandestino tendría la
ventaja de la anonimidad si lo encontrara en la calle, pero eso no
le arrebató la convicción de que por fin había resuelto sus cuentas
con el aburrimiento ni la radiante expresión que exponía su moreno
rostro.
Esa mañana subió
las escalinatas de la edificación escolar con especial taconeo, se
paró frente a su joven auditorio y de espalda al tablero del salón
de clases se explayó en la aventurada Teoría de Darwin sobre la
evolución de las especies, como si fuera suya, hasta que sonó la
campana. Después aguardó a que todos los chicos salieran y atravesó
todo el plantel para ir a la cafetería adonde el grupo de profesores
departía el primer café de la jornada, pero ninguno se percató del
cambió que había en su modo de mirar el mundo, ni en la risa que
desplegaba por cualquier cosa, ni en el hamaqueo presuntuoso de su
trasero admirado. Julia, una de las que estuvo de visita ayer en su
casa, fue la única que algo notó sin determinar qué, pero contuvo su
curiosidad con la sana intensión de no posar de impertinente. Con
personas así, uno sabe, comentó después a sus amigas para justificar
su actitud.
Cuando volvió a
casa, la profesora Nancy halló al coleóptero negro dando vueltas
otra vez en la terraza pero en esta ocasión se propuso capturarlo. Y
lo logró poniendo la boca de una botella de aguardiente en el
orificio del puntal de la verja adonde se introdujo, el cual para su
ignorancia respecto a la vida de aquellos horrorosos insectos había
usado para escabullirse de ella. Estaba segura que si lo mantenía
cautivo las visitas del fogoso amante nocturno se tornarían
constantes. No erró el tiro, el amante de la maestra resultó ser de
lo más puntual.
FIN
Nadim Marmolejo
Sevilla
Periodista y escritor colombiano (Palmito, Sucre, 1965). Comunicador
social egresado de la Universidad Autónoma del Caribe (UAC) de
Barranquilla en 1987. Fue corresponsal del periódico El Heraldo en
las islas colombianas en el Caribe de San Andrés y Providencia.
Ejerció como director regional de noticias de RCN Radio en dicho
archipiélago y de Radio Caracol en Cartagena de Indias. Hizo parte
de la Antología del cuento corto del Caribe colombiano editada por
el Fondo Cultural de la Universidad de Córdoba. Actualmente reside
en Bogotá, D.C. |
|
cerro Montecristo. Se
lamentaba de no haberle puesto más fe al asunto, de haberlo hecho
quizá habría movido la montaña que impide el paso de la ilusión a la
realidad. No podía echarle la culpa a Rebeca, ni a su propia suerte,
pues los milagros son imposibles si no hay quien los haga. Por lo
visto la soledad no estaba dispuesta a ceder su sitial en su vida.
Sin embargo, antes de acostarse, reparó las averías que la
desilusión le causó al término del día y con la esperanza renovada
volvió a dedicar la noche entera a imaginar la hora feliz en que
vería entrar por la puerta el amor que le había pronosticado Rebeca.
Al siguiente día se levantó bien temprano con unas ojerizas
impresionantes y el espíritu machacado por la impaciencia. A poco
cayó en la cuenta de que era lunes y tenía que ir a trabajar. Se
atavió entonces para salir, pero pudo más el influjo del deseo de
permanecer allí pendiente de todo que acabó por tomar la inusual
decisión de quedarse en la casa.
Mientras aguardaba yendo de aquí para allá y de allá para acá, con
la presura de un rumiante silvestre en cautiverio, la abordó el
recuerdo de Anselmo, el amor fugaz más impetuoso, basto, y corto que
tuvo durante la licenciatura. Sintió de nuevo su cuerpo cargado de
erotismo desaforado sobre el suyo y se le encendió la libido apagada
tantos meses de tal forma que no le pareció locura considerar que
todo era real. Ansiar así el amor la hizo reconocerse mendiga, mas
no le importó. “El olvido no sirve para vivir”, razonó
posteriormente a modo de justificación.
Cuando llegó el mediodía, golpearon a la puerta y corrió a abrir con
la ansiedad de un adicto a la droga de su predilección. El corazón
le iba dando tumbos creyendo que se trataba del momento crucial.
Pero se equivocó. Se trataba de dos de sus colegas que acudían a
averiguar qué había causado su anormal ausencia del trabajo.
- Amanecí indispuesta – mintió.
Estaba vestida con un
traje rojo acortado en las rodillas, que ponía al descubierto
plenamente sus curvas de abismo y la arrogancia de sus senos
memorables, anudaba el cabello con un lazo igualmente rojo, lucía
unas medias ajustadas, traslúcidas, que resaltaba sus bien torneadas
piernas, calzaba unos zapatos sin tacones, y tenía un toque carmesí
en los labios de lo más sutil. Nada en su aspecto delataba un
malestar. Era alta, de cabello alisado, un imán de carne y hueso que
descontrolaría a cualquier brújula que persiguiera su norte.
- ¿Es grave? – le preguntó una de las recién llegadas, sin embargo.
- No, no – se apresuró a responder ella, continuando con el teatro.
Es sólo una molestia pequeña.
La profesora Nancy se percató al instante de su mala hospitalidad
con sus correligionarias al no invitarlas a pasar a la sala y
procedió a hacerlo. Sentadas en las mecedoras de madera caoba con
espaldar y sentaderos tejidos con pitas de plástico departieron el
café que la anfitriona ofreció para la ocasión luego. Las dos
mujeres visiteras, cada una ya en la madurez de sus días, medían
cada palabra antes de pronunciarla procurando no dejar escapar algún
comentario respecto a la vestimenta de Nancy que las intrigaba
sobremanera. La entrecortada charla que propuso tal cuidado al
hablar y las naturales interrupciones que implicaba ingerir la
infusión, terminó cuando los pocillos de las tres quedaron vacíos.
Cuando las dos profesoras partieron, tras cumplirse un premioso
cuarto de hora, Nancy volvió a quedar a merced de aquella ordalía
feroz que devanaba sus sesos y carcomía su cordura poco a poco como
una vil polilla. Otro toque a la puerta, a eso de las tres de la
tarde, la hizo devolver del patio con el aliento de una gacela a
responder el llamado. Otra vez fue presa de la frustración. Era un
niño percudido como de ocho años que le entregó sin decir nada un
papel doblado y se marchó enseguida como si huyera del mismo Diablo.
Todo fue tan rápido que no alcanzó a identificar de quién se
trataba. El pliego venía grapado por la mitad y sin marca en sus dos
caras. Resultaba obvio suponer que el remitente no quería que nadie
supiera de él ni del destinatario, en caso de que se extraviara. Eso
la asustó a más no poder. Calculó enseguida que podía tratarse de
una amenaza de muerte, igual a las que circulan antes de las
masacres, y se figuró huyendo hacia cualquier lado para salvar el
pellejo. Pero superó el miedo a todo eso y rompió la cosedura de un
tirón, abrió el folio con precipitación, leyó mentalmente el texto
bajo el dintel - la luz fulgurante de ese momento fue más que
suficiente para apoyar su visión escasa -, y sonrío. Luego musitó:
- Tanto misterio para solicitar un libro. Estos muchachos nunca van
a perder la pena.
|